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Investígame despacio, que tengo prisa

Identifican un perfil de personas capaces de controlar el VIH sin tratamiento

Esther Samper

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Multitud de científicos en todo el mundo están estudiando los efectos terapéuticos contra la COVID-19 de fármacos que ya se habían utilizado para otras enfermedades y que ofrecen indicios de que, quizás, podrían resultar útiles contra el coronavirus. Se trata de toda una carrera contrarreloj, con una gran urgencia para descubrir si alguno o varios de esos tratamientos podrían evitar el empeoramiento o el fallecimiento de las personas más afectadas por la enfermedad. Sin una vacuna a la vista hasta como mínimo año o año y medio (con suerte), hay muchas miradas y esperanzas depositadas en medicamentos que están evaluándose en humanos en estos momentos.

A pesar de las grandes inversiones millonarias y de los enormes esfuerzos que se están realizando estos meses para saber la utilidad de diversos medicamentos, seguimos sin saber realmente si existe algún tratamiento realmente efectivo para la COVID-19. La ciencia avanza, por lo general, a través de procesos lentos para asegurar la validez de los resultados. En medicina, además, la prudencia es vital. Una de sus máximas éticas más universales es primum non nocere: “lo primero es no hacer daño”. Los ensayos clínicos son, por fuerza, lentos para asegurar, ante todo, que los fármacos utilizados no son un remedio peor que la enfermedad.

La gran urgencia que existe en esta pandemia para encontrar fármacos efectivos contra el coronavirus está llevando a que se investigue con unas prisas poco habituales para las investigaciones biomédicas. Estas prisas han llevado a ensayos clínicos de muy baja calidad, con grandes errores metodológicos, que ofrecen datos confusos y muy poco fiables para tomar decisiones. En condiciones normales, muchos de estos estudios con graves fallos no habrían salido publicados y, menos aún, en prestigiosas revistas médicas. Sin embargo, en esta pandemia la urgencia apremia y cualquier dato, por dudoso que sea, se abre paso como publicación científica o preprint antes incluso de que sea revisado por expertos en la materia.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) ya alertaba hace meses sobre el riesgo de evaluar fármacos en ensayos clínicos sin aplicar unos mínimos criterios de calidad. Se refería a medidas como la selección aleatorizada de pacientes, la presencia de un grupo de control (con placebo u otro tratamiento) o la aplicación de un doble ciego (en el que ni los pacientes ni los médicos que administran el tratamiento saben de cuál se trata). Muchos de los ensayos clínicos que se han publicado recientemente o están realizándose en estos momentos no incorporan estas medidas o pautan tratamientos a un número tan reducido de pacientes que es prácticamente imposible extraer alguna conclusión sólida.

Así satirizaba el epidemiólogo Keith Sigel la situación en Twitter: “Querida NEJM (The New England Journal of Medicine, una de las revistas médicas más prestigiosas): Tengo dos gatos y no estoy actualmente intubado. Todos mis pacientes esta semana que estaban intubados no tenían gatos. Conclusión: los gatos previenen una COVID grave”. Sigel se refería, con sarcasmo, al estudio clínico sobre remdesivir que se publicó el 10 de abril en dicha revista. El estudio observacional, que analiza datos de 53 pacientes que recibieron este medicamento antiviral de forma compasiva, no tenía ningún grupo de control o placebo. El 13% de ellos murió, y con respecto a aquellos que sobrevivieron, era imposible saber qué papel había tenido dicho fármaco. ¿Cómo saber quién se habría recuperado igualmente sin recibir remdesivir?

Este estudio clínico publicado en The NEJM en medio de la pandemia es otro más dentro de una larga lista de estudios científicos que aporta más dudas que certezas. Al igual que el remdesivir, la hidroxicloroquina tiene también a sus espaldas varios ensayos clínicos dudosos. Entre ellos destaca un estudio francés, publicado el 20 de marzo, que ha sido objeto de numerosas críticas por su baja calidad científica: sin aleatorización de los pacientes, sin doble ciego, con una muestra baja de individuos...

Uno de los rasgos más criticados del estudio fue que el grupo control de pacientes fuera de otro hospital diferente, con personas más jóvenes. También se juzgó con dureza que se descartaran de los resultados a pacientes que murieron, se fueron del hospital o ingresaron en la UCI porque no se les pudo estudiar su carga viral. El estudio tenía tantos fallos que la Sociedad Internacional de Quimioterapia Antimicrobiana (ISAC), responsable de la revista en la que apareció el estudio,publicó un comunicado en el que decía: “El Consejo de ISAC cree que este artículo no cumple los estándares esperados por la Sociedad, especialmente con respecto a la falta de mejores explicaciones sobre los criterios de inclusión y la selección de pacientes para asegurar su seguridad”.

Además de los estudios clínicos de baja calidad sobre tratamientos contra el coronavirus, proliferan los pequeños ensayos clínicos en todo el mundo (ya hay más de 500 realizándose en estos momentos), lo que refleja una gran descoordinación global. Desde un punto de vista científico y médico, cuatro o cinco grandes ensayos clínicos de gran calidad sobre los tratamientos más prometedores arrojan mucha más información y certezas que centenares de pequeños ensayos de baja calidad sin ninguna conexión entre ellos y que aportan solo indicios y datos dudosos o no concluyentes.

Las prisas no suelen ser buenas consejeras y, en ciencia, aún menos. El caos pandémico y las prisas de los científicos están llevando, paradójicamente, a una situación en la que se está perdiendo el tiempo en pequeños estudios clínicos con grandes limitaciones que puede que no nos aclaren nada cuando sus resultados salgan a la luz.

Ante este panorama caótico, la OMS anunció el 18 de marzo la iniciativa Solidarity, el mayor estudio clínico mundial contra el coronavirus “diseñado para generar datos sólidos” sobre los cuatro tratamientos más prometedores en la actualidad: la hidroxicloroquina, el remdesivir, el ritonavir y el lopinavir y los interferones. 90 países trabajando juntos, de forma coordinada y con rigor científico, para averiguar realmente cuál es la efectividad de estos fármacos. Además de la OMS, Estados Unidos también está organizándose para llevar adelante un plan estratégico nacional en el que se prioricen grandes ensayos clínicos de calidad. Sería genial que Europa se coordinase, tanto en lo económico como en lo científico, para afrontar al coronavirus porque la unión no solo hace la fuerza, sino también la sabiduría.

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