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Vergonzosa estrategia de crispación

Albert Rivera retira lazos amarillos en la localidad barcelonesa de Aella.

Joan Coscubiela

El conflicto de los lazos amarillos se ha convertido en un descomunal embrollo, en el que cada vez cuesta más desentrañar la maraña del conflicto. Sobre todo a partir de su vergonzosa capitalización partidaria por algunas fuerzas políticas.

A la gravedad de la crispación social se suma el deterioro de la cultura y valores democráticos del debate. En el marco de la defensa cerrada de las posiciones respectivas –cada vez con menos diálogo y ninguna voluntad de escucharse entre sí– se han instalado en el imaginario social afirmaciones y reflexiones de baja o nula calidad democrática.

Este efecto colateral del conflicto no es nuevo, baste recordar el antidemocrático argumento de que la mayoría lo puede todo, tan repetido en las jornadas parlamentarias del 6 y 7 de setiembre pasados. O el abuso y deterioro del lenguaje con afirmaciones como golpe de Estado, dictadura, exilio o presos políticos.

Tan importante como rebajar la tensión –sobre todo no alimentarla– es recuperar urgentemente un mínimo acuerdo sobre aspectos básicos de la cultura democrática que van más allá del conflicto de los lazos amarillos. En condiciones de normalidad – las que no tenemos– no debería ser tan difícil encontrar estos puntos de reencuentro. Comenzando por asumir que estamos hablando de libertad de expresión, del respeto real a su ejercicio y de sus límites que, como todo derecho, los tiene.

Las personas y entidades que han decidido usar los símbolos amarillos como expresión de solidaridad con los dirigentes independentistas injustamente encarcelados están ejerciendo su libertad de expresión y debe respetarse. Este reconocimiento no puede ser solo retórico y deber ir acompañado del respeto real a las múltiples expresiones de solidaridad.

¿Sin límites? Por supuesto que no. La libertad de expresión de quienes la ejercen tiene siempre como límites los derechos del resto de la ciudadanía que no comparte o sus objetivos o la forma de sus acciones.

No deben existir límites cuando el uso de los símbolos amarillos se produce en la esfera personal de quien reivindica o protesta, sea su indumentaria o el balcón de su casa.

No debería costar mucho asumir que este derecho a exhibir símbolos amarillos lo ostentan las personas, pero no las instituciones públicas que representan a toda la ciudadanía y no solo a una parte. Pero desgraciadamente son muchas las personas, algunas con responsabilidades institucionales importantes y otras con gran audiencia en medios de comunicación, que justifican este uso partidario de las instituciones. Más allá del débil argumento de que otros lo hacen por otras causas, lo más grave es que al defender la apropiación partidaria de las instituciones públicas se están consolidando dos ideas democráticamente perversas. La de que se trata de una reivindicación del pueblo –como si este fuera un todo uniforme– y que lo ha decidido la mayoría gobernante en la institución. Creo que ha llegado el momento de auto-imponernos la disciplina de escribir todas las mañanas mil veces aquello de “la mayoría no lo puede todo, sobre todo si con sus actos no respeta los derechos de las minorías”.

En relación a la irrupción de los lazos amarillos en espacios públicos y compartidos la cosa es menos pacífica y como siempre cuando se trata de hablar de derechos fundamentales y sus límites, la cosa pasa por encontrar los equilibrios entre los derechos en conflicto, una operación siempre compleja. Somos muchos los que hemos utilizado el espacio público para movilizarnos, en ocasiones con reivindicaciones controvertidas y que pueden ser consideradas como ofensivas por otros sectores de la ciudadanía.

Negar el derecho a usar el espacio público para expresar la solidaridad con los independentistas encarcelados atenta contra su derecho a la libertad de expresión y va contra todos. Porque cuando un derecho se restringe exageradamente a una parte de la sociedad, quien acaba sufriendo esta limitación es toda la sociedad.

Por supuesto el derecho a usar el espacio público con los símbolos amarillos no es ilimitado y cuando el uso se convierte en ocupación, incluso en una apropiación en exclusiva del espacio público compartido, restringiendo o anulando el derecho del resto de la ciudadanía, no se puede justificar en nombre de la libertad de expresión. En algunas circunstancias se ha generado un sentimiento de asfixia ambiental o intimidación emocional en quienes no comparten estas reivindicaciones y se sienten aplastados por ellas, cuando salen a la calle de sus pueblos y ciudades. El caso más evidente es el de la apropiación de algunas playas por la plantada masiva de cruces amarillas. Y la prueba de ello, es que se ha dejado de utilizar.

Me parece imprescindible que el conjunto de la sociedad podamos compartir estos mínimos puntos de reencuentro. Por sí solos no sirven para desactivar el conflicto, pero todos deberíamos estar interesados en que el enconamiento del debate partidario no arrastre un mayor deterioro de la cultura democrática y de los valores cívicos compartidos.

Sin duda, lo que agrava la situación es que poner o arrancar símbolos amarillos del espacio público no es solo un conflicto entre diferentes formas de ejercer la libertad de expresión. Se trata del terreno en el que se libra la batalla por la capitalización partidaria del conflicto. En unos casos, la crispación alimentada por el PP y Ciudadanos de manera muy evidente. En otros, con formas más sutiles pero no por ello menos partidistas.

Los lazos amarillos no solo son expresión de solidaridad con las personas encarceladas. Es una de las estrategias utilizadas por el independentismo para intentar mantener la cohesión de un movimiento muy tocado por el fracaso de su estrategia de declaración unilateral de independencia. Pretenden evitar que la falta de un proyecto común se convierta en frustración. La solidaridad con las personas injustamente encarceladas es hoy lo único que mantiene unido al independentismo y le ofrece una oportunidad para ampliar su influencia social. Es también una manera de dar la batalla por la hegemonía social, con la que se quiere compensar la falta de suficiente mayoría representativa.

Por supuesto, se trata de una estrategia absolutamente legítima, aunque no creo que sea muy útil para sus fines de solidaridad y de ampliación de las bases sociales del soberanismo. Cualquiera que haya protagonizado campañas de solidaridad sabe que solo ayuda aquello que suma a amplísimos sectores, más allá del crculo de convencidos, y nunca aquello que divide o genera tantos anticuerpos como adhesiones, que es exactamente lo que está pasando con los lazos amarillos. Algunos dirigentes e intelectuales independentistas lo saben e intentan explicarlo, pero el timón del post-procés ahora lo llevan –es un decir- quienes aún mantienen la ficción de que radicalizar el conflicto puede generar ese momento largamente ansiado que permitirá dar el “salto adelante”.

Frente a ello el Partido Popular de Pablo Casado y Ciudadanos han puesto en marcha una campaña de vergonzosa manipulación del conflicto, en la que han saltado todos los límites. No se trata, como pretenden, de defender los derechos de los no independentistas. Eso puede hacerse sin fracturar aún más la sociedad. Su objetivo es la pugna insomne dentro de la derecha para capitalizar la tensión social con la vista puesta en las próximas elecciones.

Desgraciadamente se confirma que cuando el eje de la batalla electoral gira sobre elementos identitarios, las fuerzas políticas no tienden hacia la moderación, sino hacia la radicalización. Eso obliga a quienes no nos resignamos a un escenario de confrontación a hacer mucha pedagogía y a negarnos a caer – ni tan siquiera por cansancio- en la lógica perversa de tener que escoger entre la radicalización de unos y la crispación de otros.

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