Villamanín y la importancia de no confundir ser bueno con ser tonto
“El amor al dinero como posesión –distinto del amor al dinero como medio para acceder a los placeres y realidades de la vida– será reconocido por lo que realmente es: una morbosidad algo repugnante, una de esas inclinaciones semicriminales y semipatológicas que se entregan, con un estremecimiento, a los especialistas en enfermedades mentales”. (John Maynard Keynes, 'Las oportunidades económicas de nuestros nietos').
Hay una razón por la que todos tenemos una nariz y una boca. Los sistemas complejos, como el cuerpo humano, se enfrentan constantemente a errores o fallos de sus propios órganos. Por eso incorporan lo que se llama redundancia: rutas alternativas que permiten sobrevivir cuando una de ellas falla. Si no puedes respirar por la nariz, aún puedes hacerlo por la boca.
Podría parecer que el caso ideal, donde todos los órganos funcionan correctamente, es el más frecuente, pero es más bien al contrario. En un sistema complejo siempre habrá varias cosas fallando y otros mecanismos alternativos absorbiendo el impacto. Tanto es así que, por ejemplo, en el desarrollo de software, planificar el uso correcto de una aplicación ocupa muy poco tiempo, es casi irrelevante. En lo que los programadores se pasan la vida trabajando es en anticipar las múltiples formas en que el usuario puede equivocarse o el programa producir un resultado inesperado.
Los grupos sociales, que también son sistemas complejos, tampoco pueden sobrevivir sin mecanismos que los blinden de sus propios errores. Para evitar que alguien entre en el Congreso a punta de pistola y reclame un poder absoluto, tenemos un cuerpo de policía y un ejército. Claro que no todo el mundo daría un golpe de estado, incluso si no existieran las fuerzas armadas. Pero en una sociedad compleja, cada individuo multiplica la probabilidad de que se produzca un error en el sistema. La sociedad, para sobrevivir, necesita tener mecanismos para enfrentarse a sus propias desviaciones.
En los últimos años, se está extendiendo una nueva disfunción social que conduce a fallos del sistema para los que todavía no tenemos mecanismos alternativos. Es lo que Mauro Entrialgo llama el “malismo”: la ostentación del mal; la exaltación del cinismo. Una narrativa que pretende hacernos creer que todo el mundo es egoísta, corrupto o malo, con el único propósito de justificar el egoísmo, la maldad y la corrupción propia.
Lo que estamos observando estos días en el caso de la Lotería en Villamanín es el mejor ejemplo. Porque, vamos a decirlo claro, esos pocos individuos que siguen empeñados en cobrar el 100% de un premio que les acaba de caer del cielo –gracias a los mismos chavales que ahora pretenden que renuncien a todo– a pesar de que la mayoría comprende que lo razonable es llegar a una quita de unos pocos miles de euros y marcharse a casa felices y agradecidos, son un error de un sistema. Son un moco. Una flema que obstruye las vías respiratorias. Un quiste seboso que interfiere en el funcionamiento normal de un órgano para llevarse cuatro perras. Una desgracia. Una ocurrencia desagradable y asquerosa que desearíamos no tener que haber observado nunca.
Y, sin embargo, daría la sensación de que están en su derecho. De que es admisible ser un jeta que vive contentísimo de que unos chavales le organicen gratis las fiestas de su pueblo y luego pretender exprimirlos hasta el último euro cuando cometen un error.
El mecanismo tradicional, que consistía en escandalizarse y no ponerle remedio, ya no vale de nada. La indignación en nuestros días se ha devaluado, es como el reflejo estéril de intentar respirar por una nariz taponada. No tenemos cómo protegernos del malismo.
Lejos de una anécdota navideña, esta incapacidad nos tiene atrapados en muchos sentidos. Por ejemplo, todas y cada una de las veces que alguien propone una tasa a la riqueza, o subir los (miseros) impuestos al alquiler de vivienda, inevitablemente aparece el argumento de que, si hacemos eso, los millonarios se irán del país y los caseros dejarán las casas vacías. Y ahí nos quedamos el resto, con cara de tontos, pensando que, claro, no nos vamos a enfrentar a los malos, no sea que nos hagan algo.
Y no nos vale de nada. En estos días que corren, para ser bueno, no basta con hacer apología del buenismo, ni con sentarse a esperar que pase lo mejor. Hay que defender la bondad con un palo.
La bondad ganará en Villamanín cuando los bondadosos, que son la inmensa mayoría, dejen de buscar un consenso que es imposible y lleguen a un acuerdo entre todos los que quieran llegar a una quita. Y cuando se conjuren para defenderse juntos de los que amenazan con demandar a los jóvenes de la comisión de fiestas. Ganará cuando el pueblo entero (no solo los que han ganado la lotería) se corresponsabilice y reconozca que esos chavales eran sus empleados cuando organizaban las fiestas: estaban trabajando para todo el pueblo y debería defenderles toda la comunidad. Y cuando todos: el ayuntamiento, los ganadores y los chavales, les digan a los malos que les esperan en los tribunales.
La bondad ganará en todas partes cuando a los caseros que retiren los pisos del mercado se les quiten las licencias (igual que se hace con las de los mariscadores, o con las de los taxis, las de las farmacias, las de los kioskos o cualquier otra licencia pública si se deja en desuso) y cuando los impuestos a la riqueza sea sobre los bienes raíces, que no se pueden mover de país.
Los sistemas sociales pueden crear mecanismos alternativos para acabar con el malismo. La bondad no está exenta de recursos. Lo que hay que dejar de hacer es confundir ser bueno, con ser tonto.
¡Feliz año nuevo!
3