Borrador para un diccionario del amor aquí y ahora
¡Ah!. “Pero ah, el amor, esa palabra…”. Esta frase que parece escuchada por casualidad en cualquier parte, en realidad lleva clavada en mi cabeza hace más de veinte años como una cita muy concreta. Es el comienzo de un pasaje de ‘Rayuela’ de Cortázar, ese libro del que tantas y tantos salimos con una idea del amor como un juego de azares y de fantasmas. Con el tiempo nos hemos ido desprendiendo de buena parte de esa mirada, ya no queremos que amar sea andar penando por la ciudad. Pero, aun así, ah, el amor, esa palabra…
Borrador. En 1975, la referente del pensamiento feminista y lesbiano Monique Wittig se fue con una amante, Sande Zeig, a una isla griega, y se pasaron el verano jugando. El resultado fue ‘Borrador para un diccionario de las amantes’, un libro delicioso que despliega un mundo distinto, habitado solo por mujeres, cuya historia y pensamiento se deja entrever a través de sus palabras. Como en él, usamos la palabra “borrador” como una declaración de intenciones: este diccionario es necesariamente subjetivo y no exhaustivo, algo azaroso, siempre en construcción.
Cuidado. Palabra fetiche, maltratada e indispensable. La usamos para todo y se nos va gastando un poco. Sigue siendo, sin embargo, capaz de apuntar al átomo del amor, la unidad más pequeña en la que se atisba: una tierna atención a lo que otra persona necesita, un hacerse cargo de que se resuelva, un estar en lo nimio para que lo grande y lo grave y lo ingrato se pueda habitar. “Te protegeré de los miedos a la hipocondría (…)/ De las injusticias y las mentiras de tu tiempo / De los fracasos que por tu talante fácilmente atraerás”, cantaba Battiato en una canción que se titulaba así.
Doler, dolor. “Si duele, no es amor”, escuchamos mucho a menudo. Bueno. Si daña adrede es mal amor, si duele todo el rato es mala idea. Pero quizá no haya modo de escapar de que duela algo que pasa por encontrarse con vulnerabilidad, explorar la hondura, intentar lo mejor. Quizá no haya, siquiera, que escapar.
Esto. “Esto y esto y esto. Y esto que llega a mí en calidad de inocencia hoy”: así definía Juan Larrea lo que era la poesía para él. Diría que también aplica al amor. “Quien lo probó lo sabe”, le responde, a través de los siglos, aquel otro poema.
Feminismo. Hay preguntas que, una vez vistas, ya no podemos dejar de hacernos. Las que trae consigo el feminismo son de ese pelaje. Por eso, el amor en este siglo no puede sino estar habitado por ellas. Son las preguntas de cómo seguir queriendo en un entramado de desigualdades y violencias, cómo esquivarlas, cómo construir fuera de ahí. Son las preguntas por la libertad y la autonomía, las preguntas por el deseo y el goce, las preguntas por la justicia. Respecto a las respuestas, solo sabemos una cosa: se dibujan en el hacer.
Grulla. Diez días después de cancelar su boda, la escritora J.D. Hauser se fue a ver aves con una excursión. Lo cuenta en ‘La novia grulla’, un libro que gira en torno a varias metáforas sobre ese animal. Pero mi anécdota favorita tiene por protagonista a otro: el jabalí. La autora cuenta que cada noche solían ver algunos. Hacían apuestas: “Normalmente, veíamos cuatro, yo esperaba ver cinco, pero aposté que serían tres, pensando que era lo máximo que podía esperar”. Vieron veinte. “Y, en medio de la celebración, me di cuenta de que era muy triste haber apostado tan poco. De que ni siquiera me permitía imaginar que pudiera recibir tanto como esperaba”. ¿Tú cuánto sueñas que verás, que vivirás?
(h)amor. En 2015, la editorial Continta Me Tienes le puso una h entre paréntesis al amor y sacó un libro que tituló así. La idea se convirtió en una colección, que tiene ya diez volúmenes. Algunos son temáticos: (h)amor propio, (h)amor bi(y)bollo, (h)amor de madre, (h)amor trans... Todos son colectivos y los define una perspectiva crítica, diversa, desafiante. Si se ponen juntos, forman una pila multicolor, una biblioteca indispensable.
Isla de las Tentaciones. La premisa del programa os sonará: es un reality show al que acuden parejas para probar su fidelidad. Separados temporalmente, conviven en casas de lujo con solteros o solteras que tratan de tentarles. Cada cual puede ver, puntualmente, imágenes de lo que hace la otra persona. Y obrar en consecuencia, se supone. Su última temporada, la octava, la vieron casi cuatro millones de personas. La mitad de ellas, menores de 25 años. Qué podría salir mal.
Jerarquía. Si nos ponemos a cuestionar lo que está mandado en términos de amor, lo más difícil de deshacer quizá sea esa escalera de valores que arma todo el tinglado en torno a la pareja y la familia. Amistades, comunidades, toda compañía de otra clase queda relegada a la periferia de lo menos importante, de lo menor. Cuando intentamos desafiarlo, las hipotecas y las bajas laborales y las decisiones hospitalarias y las ofertas de ocio y casi cualquier cosa se nos ponen en contra. Y hasta nos miran raro por preguntar.
Kilómetros. Alabados sean en su divina labor los alsas y los ryanaires, el cercanías que va de tu casa a la mía, todos los blablacares de la pasión. La distancia no es olvido, nunca, no. (Pero cómo cansa).
Liberalismo. No podemos desprendernos del software que nos conforma el pensamiento igual que nos quitamos la ropa. Y, lo queramos o no, el que traemos puesto de fábrica en este tiempo está hecho de consumo, de urgencia, de sálvese quien pueda, de interés, de cinismo, de una fuerte costumbre de usar y tirar. ¿Cómo hacemos para que no se nos meta en la cama todo esto también?
Monogamia. Una cosa es el amor y otra muy distinta sus estructuras. Cuando cuestionamos la monogamia hay un matiz importante: no se trata solo, ni sobre todo, de la apuesta porque la sexualidad y el afecto no tengan necesariamente que darse exclusivamente con una persona. Lo interesante empieza más bien al considerar que ese organizarse de a dos, con el amor de pareja como centro de las construcciones vitales, constituye un sistema que deja fuera muchas otras posibilidades: quizá más gozosas, quizá más estables, quizá más libres.
Niñxs. Dicen los periódicos que cada vez menos. Dicen los análisis que cada vez más tarde. Dicen unas amigas que qué felices. Dicen otras amigas que no tan bien. Dicen otras más que qué ganas, qué angustia, que qué pena. Dicen nuestros padres que si hemos considerado lo bastante la decisión de no tenerlos. O de que sí. Dice Instagram que mira esta clínica. Dicen que gatos y perretes también, que nuevas familias interespecie. Dicen que tic tac. Dicen que qué dices. No sé qué decir.
Otra. “Me enamoro de una persona que es una persona otra. Quiero que nos una la fuerza que hace sólida la materia. Es de esperar llaga profunda como cauce de río”. En su último libro, ‘Con’, la poeta Miriam Reyes hace ese hallazgo que es evidente como tantas de las cosas geniales: la formulación de “persona otra” para referirnos a esa a la que amamos y con la que nos intentamos relacionar. De esa distancia insalvable nacen, bicéfalos, el deseo y el desencuentro: eso es algo que conviene no olvidar.
Publícalo (en redes sociales). Nos hemos desprendido de rituales, de señales. Ni anillos, ni bodas, ni la palabra “novia”, ni juntar a las familias en las fiestas de guardar. Pero el animalito que nos habita y que pide estabilidad y reconocimiento siempre encuentra nuevos caminos que transitar. “¿Por qué nunca pones fotos mías en Instagram?” –escuchamos entonces– “¿No te parece que es el momento de dar ese paso ya?”.
Querer. Pese a todo, sigue siendo un verbo. Transitivo o no, con más o menos complementos. Querer(te/le/les), querer hacer cosas, quererse mucho, bien o mal, querer más o menos, o no querer más. Un verbo, no una idea flotante. Un verbo.
Rupturas. Hace ya un tiempo largo –desde que el divorcio empezó a ser posible, al menos– que la asunción de que el amor no es para siempre es el punto de partida de las relaciones. Es todo un cambio, si lo piensas. Lanzarse al mar sabiendo que el agua seguramente se evapore en algún momento, pero aun así lanzarse. Probablemente, todas estas palabras se resuman ahí.
Seducción. Una novela titulada así, ‘La seducción’, ha puesto una lamparita sobre esta palabra, que dormitaba desde hace un tiempo con cierta capa de polvo por encima. Su autora, Sara Torres, dio en el clic de recordar que no hay ninguna razón por la que esa noción bella tuviera que quedar asociada a la depredación de los donjuanes: que podía recuperar su carácter de dulzura, lentitud, ilusión y misterio. Y que eso, en un mundo que todo lo lee en términos de caza, tiene bastante de transformador.
Tinder. O Bumble, Wapa, Grindr, OkCupid, la que a ti te guste. La infinita esperanza de que hay alguien esperándote al alcance de un clic. La posibilidad de elegir cómo contarte: cómo querrías ser. La frustración de que no funcione. O el milagro de que sí. Izquierda, derecha, match: cuidado con pensar que la vida funciona como un catálogo de opciones. A la gente no se la puede apagar como se apaga un teléfono.
Ubicuas. Es una exigencia contemporánea: estar en todas partes, llegar a todo. Versiones online de cada cosa para no fallar a nada, videollamadas sustitutorias de presencias, taxis atravesando jadeantes la ciudad. También en el amor nos habita una absoluta, irreal demanda de estar en varios sitios al mismo tiempo. Tener el cuerpo en el mismo sitio que la cabeza, sin embargo, también nos podría sentar bien.
Vivienda. Cuando María Mercé Marçal escribía aquello de “la sombra de mi amor sin casa”, no se refería a este sinvivir de alquileres imposibles que no permiten hacer la vida como se anhela. Hay una economía del amor y la casa es una de las varas que la mide. ¿Qué significa “amor” si no podemos decidir separarnos porque no podemos pagar dos alquileres? ¿Si no podemos emanciparnos para construir un proyecto común? ¿Qué saldrá por la ventana de un pisito demasiado pequeño?
5W. Qué, quién, cómo, cuándo, dónde. Como en el periodismo, en el amor conviene mantenerse en la pregunta. No con la duda sorda de la incertidumbre. Sí con el asombro a punto de lo que no damos por sentado, y acogemos con agradecimiento cada vez.
X. Bajo los neones del pornocapitalismo, nada parece estar oculto. El sexo ya no se esconde en salas oscuras. Al contrario: está por todas partes, perseguirlo es casi un mandato. Pero no es ningún secreto que eso también nos desactiva, nos bloquea, nos satura y nos aleja de lo que nuestro cuerpo nos pueda estar dando a escuchar. Si nos vamos un rato, si cerramos los ojos al hiperestímulo, ¿qué deseo aparece? ¿Qué nos invita a buscar?
Yo. ¿Cómo encontrar el equilibrio entre darse y no perderse? ¿Marcar los límites adecuados pero no imponerse? ¿Priorizarse sin ser egoísta? No se puede amar sino desde el yo: cuando nos dejamos diluir empiezan los problemas. Pero mucho yo no hay quien lo aguante. Nadie dijo que fuera fácil, no.
Zapatillas. De andar por casa. Es uno de los regalos más simbólicos que he hecho. Alguien regresaba a la ciudad tras una larga temporada viviendo fuera. Iba a quedarse en mi piso hasta que encontrase otro lugar. Las cosas no parecía que fueran a ser fáciles en adelante –y no, no lo fueron–, pero pensé que podría gustarle encontrarlas al llegar. Ahí, bajo la mesa, de fieltro azul, como diciendo la palabra “bienvenida”. He adquirido una costumbre, en estos años: cuando nos enfadamos o no viene por casa un tiempo largo, escondo esas zapatillas en alguna parte, para no verlas. Pero lo cierto es que, luego, siempre las vuelvo a sacar.
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