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Dichosos los hippies

Antonio Orejudo

El extrarradio tal y como lo conocemos hoy no existe en la literatura anterior al siglo XIX. El extrarradio es un concepto industrial, que hace referencia a la periferia de las grandes ciudades, al lugar donde son expulsados los que no pueden pagar una casa en el centro.

En el Siglo de Oro las ciudades de interior tenían arrabales y las costeras almadrabas, adonde acudían pícaros y buscavidas. Pero ese cinturón de clase media o de clase media baja que fue creándose alrededor de las grandes ciudades no existe por motivos obvios hasta la revolución industrial.

Habiendo como hay entre ellos muchas diferencias, el concepto clásico más parecido a extrarradio es el de aldea. Como aquel, esta también se definía por oposición a la ciudad en los innumerables textos clásicos que defienden la conveniencia de abandonar la corte y sus servidumbres para irse al vivir al campo.

La recuperación del entorno rural, el pacifismo, el rechazo al mercado, la renuncia a las posesiones, la austeridad y la vida en comunión con la naturaleza no son aspiraciones hippies inventadas en los sesenta, sino un ideal de vida que se remonta a la época de los poemas homéricos.

Veamos.

En el Canto XVIII de la Ilíada, Tetis, la madre de Aquiles, encarga a Hefesto, el dios del fuego y del forjado de metales, un buen escudo para su hijo. Hefesto se pone manos a la obra, y fabrica uno grande y fuerte, con triple cenefa brillante y reluciente y abrazadera de plata, en el que graba figuras artísticas: la tierra, el cielo, el mar, los planetas, la pacífica vida de una ciudad, la heroica resistencia de otra cercada por dos ejércitos; y por último y —aquí viene la sorpresa— una cuadrilla de labradores arando la tierra, otra de jóvenes segando la mies, un grupo de mancebos y doncellas en plena vendimia y cuatro pastores con sus perros persiguiendo a un león que se está comiendo una vaca.

Qué curioso que en un ambiente tan bélico irrumpan, aunque sea en forma de grabado, estas sublimes escenas de pacífica labranza. Porque los campesinos dibujados por Hefesto en el escudo de Aquiles están idealizados, son campesinos literarios, por decirlo así. Los labradores no están sudados, ni siquiera tienen sed porque cada vez que terminan un surco un hombre sale a su encuentro para ofrecerles una copa de dulce vino.

Los segadores —¡que llevan a cabo su tarea ante la alegre mirada del rey, que está de pie, en medio de un surco, presidiendo lo que parece una solemne ceremonia!— tampoco pasarán hambre, porque mientras recogen las mieses sus ayudantes están asando un buey y sus mujeres haciendo pucheros de harina blanca.

Y por su parte los chavales que recogen la uva no parecen estar deslomados por el esfuerzo. Todo lo contrario: van pensando en cosas tiernas, van cantando, profiriendo voces de júbilo y golpeando con los pies el suelo mientras uno de ellos tañe la harmoniosa cítara.

Un surquito, un vaso de vino; unas gavillas, un solomillo de buey; unas uvitas por aquí, un coqueteo por allá... qué vida tan regalada... Leyendo estas cosas dan ganas de hacerse labrador.

Y esta es quizás la función política de las alabanzas a la vida campesina que empiezan a aparecer en la literatura griega a partir de este poema de Homero: devolver a la vida rural el esplendor y la dignidad perdida. Que al escuchador de esta literatura le entraran ganas de volver al pueblo.

Porque estas visiones idealizadas del mundo agrario coinciden —primero en la literatura griega, luego en la literatura latina y por último en la literatura castellana— con sucesivas crisis económicas que afectaron principalmente al campo y que provocaron en Grecia, en Roma y en Castilla un éxodo masivo de campesinos a la ciudad.

Los escritores —primero griegos y luego latinos— que reivindicaron lo rural frente a lo urbano no se limitaron a dibujar en sus obras escenas idílicas de labranza. Tenían más recursos para expresar esa nostalgia por la pérdida de la riqueza campesina.

Unos por ejemplo relacionaban la vida en el campo con la austeridad, y elogiaban la pobreza con que se vive en los pueblos frente al lujo de la vida urbana.

Otros dignificaban en sus obras el trabajo rural y lo consideraban moralmente superior al ocio que imperaba en las urbes, engendrador de vicio y maldad.

Otros condenaban la navegación por el mar.

Sí, la navegación por mar. Aunque hoy nos resulte un poco extravagante, la censura de quienes se montaban en un barco y surcaban los mares fue un tema literario muy —pero que muy— cultivado por los poetas y los narradores griegos, latinos y luego, a imitación de estos, por los castellanos.

No, no es un disparate. El odio a todo lo marinero tenía mucha relación con la alabanza de la vida aldeana. De hecho, era otro modo de enfocar el mismo asunto. Si la aldea representaba lo seguro, lo inalterable y lo tranquilo, el mar era todo lo contario: lo imprevisto, lo incierto, lo cambiante.

Sólo una ambición enfermiza y desmesurada —venían a decir los escritores que tocaron este tema— podía llevar a alguien a hacer algo tan antinatural como cortar un pino, echarlo al mar y subirse en él en busca de nuevos horizontes. Si los dioses habían separado con océanos las tierras lejanas sería por algo. No contradigamos su voluntad, sostenían los enemigos de la navegación. Lo adecuado, lo virtuoso, es quedarse en casa, vivir en el campo.

Pues bien, todos estos temas y otros diferentes pero unidos por el mismo vínculo ideológico (alabanza de la vida campestre, menosprecio de la ciudad, elogio de la vida retirada, crítica de las costumbres urbanas, elogio de la pobreza, censura del lujo, odio a la navegación, al comercio y a las guerras...) todos circularon, sueltos o mezclados entre sí, a lo largo de épocas distintas y en la obra de autores diferentes.

Fue un poeta latino, Horacio, el que recogió todos esos ingredientes dispersos y los cristalizó en un epodo (el epodo es un género poético como el soneto, como la silva, como el romance...) que empezaba así:

Beatus ille qui procul negotiis,

ut prisca gens mortalium,

paterna rura bobus exercet suis

solutus omni faenore,

neque excitatus classico miles truci,

neque horret iratum mare,

Forumque vita et superba civium

potentiorum limina.

(Dichoso aquel que lejos de los negocios, como los primeros hombres, 
labra la tierra paterna con sus bueyes, 
sin deudas, 
y no se despierta como los soldados con el toque de diana amenazador, ni tiene miedo a los ataques del mar, 
que evita la ciudad y los soberbios palacios 
de los poderosos).

El epodo II de Horacio, del que estos ocho versos iniciales son una muestra significativa, sintetizó admirablemente varios siglos de tradición literaria y sirvió también para bautizar oficialmente el tema literario —el tópico literario, lo llamábamos en el instituto— con el nombre por el que todos lo conocemos hoy, el beatus ille.

Este poema de Horacio sirvió de modelo a todos los escritores y poetas castellanos que durante la Edad Media (en menor medida) y sobre todo durante el Renacimiento y el Barroco sintieron la necesidad de elogiar la vida retirada en el campo, lejos del fragor de la vida cortesana.

Garcilaso de la Vega en el siglo XVI, Fray Luis de León, Góngora, Lope de Vega o Quevedo en el siglo XVII fueron algunos de los poetas que abordaron el asunto reescribiéndolo desde sus diferentes perspectivas, talentos y sensibilidades: Fray Luis hizo más hincapié en la espiritualidad del retiro, Quevedo se sintió más cómodo satirizando las costumbres cortesanas, y Góngora hizo que el protagonista de un largo poema narrativo, las Soledades, fuese un misterioso náufrago al que acogían en su refugio unos pastores.

Aunque el tema, o el tópico, dio más juego en la poesía que en la prosa, hubo un libro —un ensayo diríamos hoy— que hay que mencionar en esta breve historia del beatus ille. Su título —Menosprecio de corte y alabanza de aldea— lo dice todo.

Su autor, Antonio de Guevara, es uno de los escritores más enigmáticos y escurridizos del siglo XVI. Cinco siglos después de la publicación de sus libros los críticos y los profesores de literatura no nos hemos puesto de acuerdo a la hora de valorarlos. Aunque hoy Antonio de Guevara no ocupa un puesto en la primera línea del panorama literario, sus textos fueron muy leídos durante todo el XVI; y uno de ellos, titulado Epístolas familiares, fue un auténtico superventas, uno de los libros más vendidos de todo el siglo.

Hablaremos de él la próxima semana.

(TAREA: Deducir la ideología que subyace en la condena de la navegación que cultivaron los poetas del Siglo de Oro, y compararla con la que respalda las modernas condenas de la energía nuclear o de los alimentos transgénicos. ¿Provienen ambas ideologías de la misma cepa o son maneras distintas de ser conservador? )

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