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Periodismo en reconstrucción

Josep Carles Rius

Durante doscientos años, millones de personas pusieron su visión del mundo en manos de quienes editaban los periódicos. El periódico era la ventana a la realidad que cada lector elegía. En una estrecha relación de confianza, el lector aceptaba que el periódico, “su” periódico, estableciera qué debía saber y qué no; le ordenara de forma jerárquica la importancia de los hechos y, después, le prescribiera qué debía opinar sobre ellos.

En el siglo XX, una parte de la prensa escrita consiguió un binomio virtuoso. Fue un magnífico negocio y, a la vez, prestó un servicio público a la comunidad. La prensa escrita fue realmente el cuarto poder y, mayoritariamente, jugó un papel decisivo en la construcción de las democracias occidentales. La figura del editor podía encarnar esta dualidad, la suma de una gran influencia y a la vez una notable vocación de participar en el bien común. Era una figura que respetaba el trabajo periodístico y lo contraponía al poder político y financiero; la prueba de que la rentabilidad económica y la social eran compatibles.

La confianza se basaba en un 'contrato' no escrito por el que el lector y el diario compartían una serie de cláusulas. De todo tipo, ideológicas, de clase, de colores deportivos, de implicación con la ciudad, culturales, religiosas… Es como si diario y lector se dijeran “usted y yo” lo vemos así, pensamos así, creemos que las cosas deberían ser así. Por eso la relación entre el lector y “su” periódico era tan estrecha. Y cuando el periódico traicionaba el 'contrato' (la historia de la prensa está llena de ejemplos), el lector a menudo otorgaba el perdón. Podían modificarse algunas cláusulas, pero el vínculo se mantenía, incluso a lo largo de generaciones. La única alternativa del lector era cambiar de periódico y esto implicaba un fuerte desgarro intelectual y emocional que muy pocos estaban dispuestos a afrontar.

Si esto fue así durante doscientos años, ¿qué ocurrió para que este vínculo empezara a resquebrajarse? La respuesta es compleja, pero, en síntesis, es el resultado de una suma de crisis, de una 'tormenta perfecta' que después se vio que era un verdadero 'cambio climático', el inicio de una nueva era que podía resultar 'glacial' para los periódicos. De alguna manera, estamos ante el fin de la era Gutenberg, de la que los diarios, junto a los libros, eran su máxima expresión. Es una crisis trascendente en la medida que tiene repercusiones que van más allá de las cuestiones económicas y laborales. Afecta directamente al ejercicio libre e independiente del periodismo y, en consecuencia, a la calidad democrática. De aquí su enorme trascendencia.

Es un proceso lento y gradual en el tiempo, en el que existen dos momentos decisivos: la irrupción de Internet en los años 90 y la gran recesión que estalla con toda virulencia en el 2008. Pero la crisis ya estaba larvada y, en España, tiene otro instante clave, esta vez a finales de los años 80 con la llegada de las televisiones privadas. Los editores que habían protagonizado grandes historias de éxito en la prensa española durante la Transición democrática apostaron por la creación de grupos multimedia. Entraron de pronto en otra dimensión económica y financiera que, a la larga, les comprometería el mayor de sus patrimonios, la independencia.

El impacto de Internet, la apuesta por grupos multimedia y la recesión del 2008. Aquí tenemos tres grandes culpables de la crisis de la prensa escrita. Pero existe una cuarta que, posiblemente, fue la primera en llegar y fue desarrollándose a medida que aparecían las otras tres. Y es una crisis de credibilidad y confianza. Decíamos que los lectores habían otorgado un inmenso poder a los periódicos, a “sus” periódicos. Pues bien, el mal uso de este inmenso poder explican la ruptura de confianza en primer término y de credibilidad después.

De alguna forma podemos hablar de una 'crisis ética', entendida como deontología colectiva y no como moral individual. La ética que establece un conjunto de requisitos razonables y racionales en favor del bien común, a partir de los valores y códigos sociales en una democracia. La ética que, en definitiva, tiene el objetivo práctico de establecer si una actitud es socialmente responsable. En este sentido, la inmensa mayoría de la prensa occidental jugó un 'papel ético' clave en la consolidación de los valores democráticos y en el progreso social tanto en Europa como en Estados Unidos. Y ahora, en muchos casos, está desempeñando esta función en los países emergentes.

Los ciudadanos percibieron esta misma 'aportación ética' de los periódicos españoles durante la Transición. Pero este 'vínculo positivo' ha entrado en crisis. Una crisis de confianza y de credibilidad que está en el origen de la debilidad de la prensa. El lector percibe que los intereses financieros, las estrategias industriales y las connivencias políticas prevalecen sobre los intereses de la colectividad. El lector llega a la conclusión de que ya no existe la prensa entendida como servicio público, donde el beneficio y el legítimo ánimo de lucro están sometidos al interés general y el derecho a saber.

Los diarios no son objetivos, tienen su propia mirada sobre la realidad. Y así debe ser, porque los lectores quieren encontrar los análisis, puntos de vista y enfoques con los que más se identifican, pero ante todo precisan información veraz, rigurosa y fiable. Cuando los intereses económicos o el sectarismo se imponen al periodismo se genera una desafección entre el diario y los lectores. Sabemos que la total independencia de un medio periodístico es más un ideal, que una realidad. Pero hay que tener claro en qué momento el periodismo deja de serlo.

Y buena parte de la prensa española ha cruzado, en este sentido, todas las líneas rojas. Por las estrategias de los grandes grupos, pero también por la renuncia individual a los principios éticos. Esta crisis de independencia, de cultura y responsabilidad periodística empezó antes de la irrupción de Internet y de la Gran Recesión, cuando el poder en los medios cambió de manos. Cuando los editores y las redacciones perdieron el poder.

Las empresas empezaron a actuar con una lógica dominada por la rendición periódica de resultados financieros y, de esta forma, los medios se convirtieron en empresas convencionales en las que la prioridad principal era la obtención del mayor lucro económico a corto plazo. Esta espiral, orientada a maximizar la productividad entendida en términos fundamentalmente cuantitativos, creó una dinámica que colisionaba directamente con la lógica de la información de calidad, donde el criterio fundamental tiene carácter cualitativo. Este era el marco ideal para que los criterios economicistas sustituyeran los criterios éticos en la gobernanza de los periódicos. Los periodistas perdieron el poder, pero los editores también.

La Declaración de Múnich, 1971, adoptada por las federaciones y organizaciones de la prensa europea, vale como carta deontológica para los periodistas europeos y nos recuerda un principio básico que tantas veces hemos olvidado: “La responsabilidad de los periodistas con respecto al público prevalece sobre cualquier otra responsabilidad, en especial con respecto a sus empleadores y los poderes públicos”. Sencillamente, porque los periodistas debemos ser garantes de una libertad que es de todos los ciudadanos: “El derecho a la información, a la libre expresión y a la crítica es una de las libertades fundamentales del ser humano. De este derecho público a conocer los hechos y las opiniones procede el conjunto de derechos y deberes de los periodistas”.

La democracia necesita un periodismo libre y, también, una ciudadanía activa, movilizada. Con las ideas claras. Con la convicción que ambos, periodistas y ciudadanos, nos necesitamos. Pero que cada uno tiene que ejercer su papel. El periodista debe velar por la calidad democrática con una información veraz, rigurosa, independiente, crítica, que cumpla su papel de contrapoder. Y el ciudadano exigir a las instituciones, y también a la propia prensa, el cumplimiento de sus deberes éticos. Porque aquí reside la clave de la crisis de la prensa y de las instituciones. La prensa dejó de tener a los lectores como única prioridad. Eran sólo el instrumento para lograr otros objetivos. Y los partidos que controlaban las instituciones dejaron de pensar en los ciudadanos y sólo vieron electores que les permitieran permanecer en el poder. Por eso la reconstrucción del periodismo, y de las instituciones, pasa por volver a los orígenes, a la ética. Al cumplimiento de las funciones que una sociedad democrática espera, y exige, de los medios de comunicación y de las instituciones.

Internet ha creado la sensación de que ya no hacen falta intermediarios entre la realidad y los ciudadanos. Que los ciudadanos pueden conocer, y explicar, directamente los hechos. Sin la intervención de los periodistas. Un sueño pretendido, en primer lugar, por todos los poderes, que preferirían comunicarse directamente con sus electores o clientes. Pero ocurre todo lo contrario, cuanta más información existe, más necesaria es la función mediadora del periodista. La función de verificar. La función de interpretar y analizar este caudal inmenso de información para darle un sentido, que sirva para conocer y comprender la realidad. Para encontrar los 'por qué'. Y, sobre todo, para descubrir, entre los océanos de la información, aquellos hechos que no emergen, que siguen ocultos, que los poderosos no quieren que se sepan. Para ser, decíamos, el contrapoder. Incluso frente a las oleadas emocionales que la propaganda consigue impulsar entre los ciudadanos. Las olas que el periodismo y la política oportunista alimentan primero y a las que se suben después para lograr réditos económicos y de poder.

El periodismo, eso sí, debe cumplir esta demanda ética desde la humildad. Porque ha perdido el monopolio de la jerarquía. Porque ahora quien decide el orden de importancia de los hechos es el ciudadano, a partir de la decisión de compartir, o no, las informaciones cuando participa en la 'gran conversación' en la red. Por eso el mayor reto del periodismo pasa por crear 'islas de credibilidad' que permitan ganarse un lugar en el 'círculo de confianza' de los ciudadanos. Y que rompan el gran riesgo de la red, la creación de multitud de guetos comunicativos donde los ciudadanos se encierran en su 'zona de confort', donde sólo 'conviven' con 'los suyos' y se aíslan de 'los otros'. El periodismo debe abrir caminos de diálogo y encuentro entre los ciudadanos para conjurar el riesgo de la 'incomunicación' en la apoteosis de la 'autocomunicación' que vivimos.

Estas 'islas de credibilidad' y cohesión social son los medios de comunicación que hacen su trabajo con honestidad y los periodistas que logran hacer sentir su voz. Porque el periodismo será en el futuro más de voces que de medios. O mejor dicho, la clave estará en crear medios que construyan su credibilidad a partir de la suma de voces, de periodistas que aporten trayectorias y vocaciones de independencia profesional.

Durante estos años de crisis ética en la prensa, han sido precisamente las voces libres las que han salvado el periodismo, mucho más que los medios como instituciones. Periodistas que han ido a contracorriente, incluso de sus propias empresas, y han mantenido, mientras les fue posible, sus 'burbujas de libertad' dentro de las redacciones. (…)

Necesitamos medios al servicio de comunidades de lectores; la implicación de los ciudadanos en los nuevos proyectos, tanto desde el punto intelectual como económico; la alianza entre el periodismo y una sociedad activa; medios con un horizonte ético; que creen fórmulas empresariales que garanticen su independencia y libertad. Que tengan credibilidad. Venimos de una historia muy difícil, pero la reconstrucción del periodismo es posible.

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