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Nota al pie

Llega Jano

Representaciones de Jano, de Bernard de Montfaucon
27 de diciembre de 2025 20:19 h

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Supongamos que nacer fuera opcional; es decir, que se pudiera elegir si se nace o no. En tal caso, y suponiendo igualmente que se eligiera que sí, que bueno, que lo de venir al mundo parece interesante, quedarían varias decisiones en realidad, varios cientos– que podrían retrasar bastante el feliz episodio si en lugar de depender de la suerte dependieran también del candidato o candidata. A fin de cuentas, el diablo está en los detalles. Dónde se nace, de qué mujer se nace y, tras muchas deliberaciones, hasta cuándo, qué día, a qué hora. Pero, descontados los masoquistas, nadie elegiría ser pobre y, a excepción hecha de un puñado de atrevidos, cuesta creer que se presentaran muchas instancias para nacer en la “fecha temible” del 28 de diciembre, con sus “bromas o chascos más o menos soportables”, que dijo Pedro de Alarcón (Últimos escritos); entre otros motivos, porque la inocentada mayor ya se habría sufrido con la canallada del libre albedrío aplicada al nacimiento propio. Imaginen una vida entera repitiendo: “Y encima, lo elegí yo”.

Desde luego, todo sería más fácil si no se recordara haber elegido; más fácil, más entretenido y más placentero, teniendo en cuenta que los juegos se estropean un poco cuando sabemos que están amañados. En realidad, la única forma de evitar complicaciones absurdas en esa antigua hipótesis literaria sería no recordar nada en absoluto y, aun así, cabría la posibilidad de que nos topáramos con algún problemilla técnico como el de Douglas Quail en Podemos recordarlo todo por usted (Philip K. Dick), con la diferencia de que no empezaríamos de agente encubierto en Marte, sino con pañales y de bebé. La identidad es tan peliaguda como las consecuencias de las decisiones. Que se lo digan a Pío Baroja, Inocencio de segundo nombre –y para más inri, nacido el Día de los Inocentes–, quien se llegó a quejar en estos términos: “No me perdono haber nacido en tal día, porque a mí me parece que siempre hay cierta analogía entre el momento en que uno nace y el espíritu que se va a formar” (El liberal ilustrado, 30 de enero de 1915). Y eso que, por lo que sabemos, la decisión no fue suya.

Visto desde nuestra época, quizá no se entienda la retranca del novelista de San Sebastián. El Día de los Inocentes ha perdido el empaque que tuvo, y casi se puede decir lo mismo del April Fool’s Day de los anglosajones y el Poisson d'Avril francés. En general, no va más allá de las típicas ocurrencias de los medios, que raramente están tan bien desarrolladas como el supuesto robo de un león del Congreso en 1907, narrado en un periódico de Madrid con pormenores de los que hacen creíble un relato; y tampoco suele haber autores que se trabajen tanto las inocentadas como George Washington Cable (lean Viejos días criollos), quien logró que docenas y docenas de poetas, periodistas, editores y demás escribieran cartas a su amigo Mark Twain para rogarle que les enviara un autógrafo. “Las dos o tres primeras me dejaron perplejo, estupefacto”, confesaría luego a John Horne (19 de junio de 1895), pero se puso a firmar de todas formas y, cuando se dio cuenta de “qué día del año era”, se lo tomó como un halago. “Me hizo un gran favor. Pasará mucho antes de que me desprenda de esos autógrafos”.

Desgraciadamente, no todas las inocentadas son inofensivas y, aunque lo sean, hasta Baroja acabó harto de que le mentaran el Inocencio y a los Santos Inocentes una y otra vez. En principio, el hombre de “la máscara de hiena”, como lo definió Corpus Barga sin ánimo crítico alguno, habría canjeado el 28 de diciembre por, por ejemplo, el 20 de enero, festividad del patrón de Donosti; en principio, puntualizo, porque su afirmación sobre el momento en que se nace y el carácter que se desarrolla es la de un gran escritor, y ningún escritor grande desprecia los cambios de contexto. Además, no hay fechas buenas o malas a priori y, mucho menos, alrededor del solsticio de invierno, que se acuesta un siglo con la libertad de la Saturnalia, se levanta otro con todo lleno de cruces y acaba en una farsa con un tipo de la Coca-Cola (Papá Noel, claro). Quién sabe qué serán mañana. Con las vueltas que da el mundo, podrían volver a las obras satíricas, las fiestas subidas de tono y los verdísimos villancicos del siglo XVII (las monjas de las Descalzas tuvieron un disgusto al respecto en 1663, Inquisición mediante).

Cambia el contexto, cambia la gente, cambian los sentidos de las cosas. No se puede negar que hay algo ciertamente irónico en el hecho de que la última fecha importante del año –Nochevieja al margen– sea nada más y nada menos que el Día de los Inocentes, pero sólo es eso, veinticuatro horas que, por lo demás, ya no son lo que eran; y como no lo son, me perdonarán si les doy la espalda, pongo fin al pequeño pasatiempo de hoy y termino esta columna con el deseo de que el año entrante se porte bien con ustedes. Llega Jano, el bifronte, dios de los principios y los finales, la mano que “todo lo abre y lo cierra” y, según los Fastos de Ovidio, de donde naturalmente procede esa frase, le preocupa el universo y le preocupamos nosotros. No está mal.

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