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El sentido de la tercera vía

Miquel Iceta 2

Miquel Iceta

Primer secretario del PSC y presidente del grupo socialista en el Parlament de Catalunya —

Desde el año 2010 la política catalana parece, parafraseando el título de un libro de Juan Marsé, “encerrada con un solo juguete”, y las relaciones entre Cataluña y el resto de España parecen haber quedado bloqueadas en un insondable pantano de incomprensión mutua, insatisfacción y conflicto.

La visión unitarista de España del PP y la voluntad separatista de la mayoría independentista del Parlamento catalán se retroalimentan mutuamente al tiempo que son incapaces de buscar (o sencillamente no quieren) una alternativa a un conflicto estéril que, en el mejor de los casos, desperdicia tiempo y energías y, en el peor, comportará una confrontación en la que todos saldremos perdiendo.

Incapaces de entablar un imprescindible diálogo político del que surjan soluciones, los gobiernos de Cataluña y España parecen hablarse solo a través de los tribunales. En el Parlamento de Cataluña he advertido en varias ocasiones a la mayoría independentista de que si quebranta la ley no encontrará en los socialistas ni comprensión ni solidaridad, pero también estoy convencido de que no será de la mano de los tribunales como encontraremos la solución a un problema de naturaleza eminentemente política. El propio Tribunal Constitucional lo ha señalado en la Sentencia en la que anuló la declaración de soberanía aprobada por el Parlamento catalán a inicios de 2013.

Los partidarios de la tercera vía, y en particular los socialistas catalanes, venimos insistiendo en que no hay solución que no pase por la vía del diálogo, la negociación y el pacto. No hay atajos, ni soluciones unilaterales ni caminos que pretendan desconocer la legalidad. De aquí el interés por lo que se ha venido en denominar la tercera vía, que para mí es la primera o, si me apuran, la única. El puente para el acuerdo que debemos construir entre todos.

En este inicio de 2017 es relevante seguir insistiendo en ella precisamente cuando los soberanistas creen haber hallado la piedra filosofal en su consigna “o referéndum, o referéndum”, “referéndum sí o sí”, pactado o simplemente organizado a la brava. Nadie cree ya posible esta negociación, máxime cuando una de las partes ya ha anunciado que tiene la intención de imponer de forma unilateral su visión. Es curioso que el soberanismo haya vuelto sobre sus pasos a lo que ellos mismos denominan “la pantalla del referéndum”. Una pantalla que dieron por superada tras la consulta fallida del 9 de noviembre de 2014 y la celebración de unas elecciones al Parlamento de Cataluña el 25 de septiembre de 2015 que ellos mismos calificaron de plebiscitarias.

Desde el momento en que se ha anunciado la voluntad de convocar un referéndum ilegal, carece de credibilidad la apelación a un referéndum acordado. Cuando se está preparando una desconexión unilateral, y se niega al Parlamento la información sobre dichos preparativos; y cuando se está elaborando a espaldas del Parlamento una autodenominada “Ley de transitoriedad jurídica”, la voluntad de negociar es pura y simplemente un engaño. Se pretende camuflar un proceso de secesión unilateral e ilegal vistiéndolo de transición modélica “de la ley a la ley”, eso sí, intentando desconocer la autoridad del Tribunal Constitucional, árbitro en última instancia de la legalidad. Se intenta contraponer legalidad y principio democrático, cuando en un Estado de derecho, lo que no es legal sencillamente no es democrático.

Si la consulta de 2014 no comportó cambio alguno en las relaciones entre Cataluña y el resto de España fue precisamente por su carácter unilateral e ilegal. ¡Cuántas veces se rieron de los socialistas cuando hablábamos de una consulta legal y acordada! Incluso les advertimos que la ley de consultas populares no referendarias, que había contado con nuestro apoyo en el Parlamento de Cataluña, no iba a servir para la convocatoria de la consulta del 9 de noviembre. Ellos habían decidido que “sí o sí” iban a celebrarla, habían fijado de forma unilateral la fecha y la estrambótica doble pregunta encadenada objeto de la consulta, mucho antes de la aprobación de la ley que pretendían que ofreciese el imprescindible amparo legal al proceso. De nada sirvieron nuestras advertencias. Y tampoco sirvió la decisión del Tribunal Constitucional declarando ilegal la convocatoria de la consulta y la propia ley en la que se pretendía sustentarla. Tampoco sirvió de nada que el Tribunal Constitucional declarase ilegal el denominado “proceso participativo” que sustituyó in extremis a la consulta.

De todo ello lo único que ha quedado son dos procedimientos judiciales, uno en el Tribunal Supremo que juzgó al antiguo consejero de Presidencia, Francesc Homs, aforado por ser diputado al Congreso por Barcelona, y el otro en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que juzgó al anterior presidente de la Generalitat, Artur Mas, a la exvicepresidenta del gobierno catalán, Joana Ortega, y a la anterior consejera de Educación, Irene Rigau.

Parece mentira que, más de dos años después, cuando el movimiento independentista decía haber “pasado la pantalla del referéndum”, se nos vuelva a proponer un referéndum unilateral como solución. ¿De nada ha servido la experiencia? Argumentos legales no nos faltan a quienes defendemos que esta es una vía condenada al fracaso. En estos últimos tiempos hemos visto como en otros países fracasaban proyectos similares. El Tribunal Constitucional italiano negaba que el gobierno de la región del Véneto tuviese competencias para convocar un referéndum sobre la independencia. Muy recientemente el Tribunal Constitucional alemán tomaba idéntica decisión frente a las pretensiones de un minoritario partido independentista bávaro. El Consejo de Europa consideró ilegal el referéndum celebrado en Crimea en 2014 precisamente por no haber respetado la legislación de Ucrania. Porque una regla básica para otorgar validez a un referéndum es el respeto a la legislación del Estado en el que se celebra. Es uno de los principales criterios que la Comisión de Venecia del Consejo de Europa ha establecido para validar una consulta.

Siempre se aducen contraejemplos que no lo son. Por ejemplo, el caso de Canadá, donde las provincias tienen competencias para convocar referéndums y, además, después de celebrarse por parte del Quebec dos referéndums sobre una eventual separación, la Corte Suprema de Canadá estableció los criterios por los que debería regirse una consulta de este tipo, criterios posteriormente recogidos en la llamada “ley de la claridad”, rechazada por los independentistas. El otro y más reciente ejemplo es el de Escocia, olvidando siempre que el Reino Unido no tiene Constitución escrita y que la convocatoria del referéndum celebrado en 2014 se produjo a partir de un acuerdo entre los gobiernos británico y escocés.

Es evidente, pues, que sin acuerdo político y sin someterse a la normativa española, no va a celebrarse un referéndum sobre la independencia que tenga eficacia legal. Cuando me refiero a la normativa española, me estoy refiriendo también al Estatuto de Autonomía de Cataluña (EAC). Basta con recordar que en el año 2010 el propio Consejo de Garantías Estatutarias de Cataluña declaró contraria a los artículos 29.6 y 122 del EAC la pretensión de convocar una consulta sobre la independencia de la nación catalana.

Desgraciadamente demasiado a menudo el debate político se parece más a un debate teológico que a otra cosa, y quienes defienden una u otra posición se aferran a sus creencias y solo aceptan los argumentos que les dan la razón mientras rechazan de forma tajante los argumentos que se la niegan. En este caso con el agravante de que tenemos aún muy reciente la experiencia de la consulta del 9 de noviembre de 2014. Y cuando alguien osa preguntar en qué se diferenciaría el referéndum que ahora se propone de la consulta que se celebró entonces, la respuesta es que ahora será “vinculante”. El porqué será vinculante nadie parece saberlo; resulta que será vinculante porque quienes pretenden convocarlo, sin competencias para ello, así lo dicen. Y punto.

Mientras llega el gran momento en que todo se resolverá como por arte de magia, la mayoría parlamentaria independentista sigue tomando acuerdos pretendiendo desconocer la legalidad, acuerdos que son inmediatamente recurridos por el gobierno de España ante el Tribunal Constitucional que, de forma expeditiva y hasta ahora por unanimidad, los anula y advierte de la responsabilidad en que incurrirán las autoridades que pretendan desarrollarlos una vez suspendidos o anulados. Por este motivo la Presidenta del Parlamento catalán y varios miembros de la Mesa de la Cámara tienen una causa abierta ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.

La confianza del gobierno del PP en la vía judicial es grande, y no debe olvidarse que, aprovechando su mayoría absoluta en la anterior legislatura, impulsó una reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional para conferir al alto tribunal competencias sancionadoras frente a quienes no acaten sus sentencias y resoluciones. Una reciente propuesta del Partido Nacionalista Vasco aprobada por mayoría en el Congreso de los Diputados, gracias al voto decisivo del Grupo Socialista, pretende revertir la reforma impuesta por el PP.

Y así llevamos seis años. Con gobiernos incapaces de negociar, con un conflicto creciente que va elevando el diapasón, con la ciega confianza del gobierno del PP en la justicia y con la no menos ciega confianza del gobierno independentista en una vía unilateral e ilegal.

De alguna manera, quienes no compartimos ni el objetivo separatista de los independentistas ni la visión unitarista de España del gobierno del PP, nos sentimos rehenes de un proceso que puede acabar muy mal, por la división que genera entre los propios catalanes y porque puede acabar por situar fuera de la ley a las instituciones del autogobierno de Cataluña, que son de todos los catalanes, sean o no independentistas.

Es bastante probable que la imposibilidad de convocar el referéndum independentista o la organización de un simulacro con parecidos efectos a los de la consulta del 9 de noviembre de 2014, comporte la convocatoria de unas nuevas elecciones al Parlamento de Cataluña. En este caso los independentistas, que ya calificaron a los comicios de 2015 como ‘plebiscitarios’, dirán que las próximas elecciones son ‘constituyentes’, intentando prolongar por más tiempo un proceso que no lleva a ninguna parte.

Por eso a menudo el proceso independentista ha sido comparado a una noria, o a la rueda en la que un hámster da vueltas sin moverse de sitio. Y precisamente por eso, quienes tenemos una alternativa distinta estamos más obligados que nunca a exponerla y proporcionar argumentos para defenderla.

Soy consciente de que algunos dirán que la tercera vía ya fracasó con el Estatuto de 2006 combatido ferozmente y después recurrido de forma harto temeraria por el PP, entonces en la oposición, y alterado después por una Sentencia del Tribunal Constitucional. Una Sentencia que, en esta ocasión, no solo no fue unánime sino que estuvo fuertemente condicionada por un Tribunal Constitucional en sus cotas más bajas de prestigio, incompleto en su composición e injustamente privado uno de sus miembros de participar en la deliberación y votación del fallo.

El fracaso de un intento no debiera hacernos cejar en el empeño de buscar una solución acordada que es, repito, la única viable. Pero ciertamente, mucho ha sido el daño causado por la anomalía democrática producida por el hecho de que un Tribunal alterara lo que había sido sometido al refrendo ciudadano, tras haber sido aprobado inicialmente por una mayoría de dos tercios en el Parlamento de Cataluña y arduamente negociado después en las Cortes Generales, que lo aprobaron por mayoría absoluta. Tanto es así que solo podrá corregirse esa anomalía democrática a través de un acuerdo político que deberá ser sometido al refrendo ciudadano. Un acuerdo que probablemente deberá tomar la forma, primero, de una reforma constitucional y, después, de una nueva reforma estatutaria.

Es evidente que el imprescindible pacto puede tomar diversas formas. Los socialistas aportaremos al debate una propuesta factible, madura y solvente de reforma constitucional en un sentido federal. Y estaremos como siempre dispuestos a escuchar y a dialogar sobre otras propuestas.

Hay quien, por ejemplo, defiende que debe buscarse un acuerdo sin necesidad de plasmarlo en un nuevo texto constitucional y un nuevo Estatuto, y sin necesidad tampoco de someterlos al voto ciudadano. Soy muy escéptico sobre esa posibilidad, pero como defensor de una vía acordada no puedo descartar dicha hipótesis si en efecto se alcanzase un acuerdo de este tipo entre las instituciones catalanas y españolas.

Más razonable me parece la propuesta de sustentar un nuevo pacto político a través de la inclusión de una nueva Disposición Adicional de la Constitución que pudiera recoger, por ejemplo, los derechos históricos de Cataluña mencionados en el artículo 5 del vigente EAC, que dice lo siguiente: “El autogobierno de Cataluña se fundamenta también en los derechos históricos del pueblo catalán, en sus instituciones seculares y en la tradición jurídica catalana, que el presente Estatuto incorpora y actualiza al amparo del artículo 2, la disposición transitoria segunda y otros preceptos de la Constitución, de los que deriva el reconocimiento de una posición singular de la Generalitat en relación con el derecho civil, la lengua, la cultura, la proyección de estas en el ámbito educativo, y el sistema institucional en que se organiza la Generalitat”.

En la redacción de este artículo, como suele suceder, participaron muchas manos, pero es de justicia recordar las indicaciones de José Antonio González Casanova y el buen hacer del entonces secretario de Estado de Relaciones con las Cortes y posteriormente ministro de Justicia Francisco Caamaño. De la vocación federalista de ambos dan testimonio respectivamente sus obras Cataluña, federación o independencia y Democracia federal.

Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón ha defendido con tanta tenacidad como autoridad la incorporación de una Disposición Adicional de la Constitución que reconozca la personalidad de Cataluña y las competencias inherentes a esa personalidad. Herrero ha afirmado recientemente: “El problema catalán, aunque afecte a España entera, debe ser aislado y tratado singularmente y de forma cuanto más sencilla, mejor”. Y añade: “Páctese, pues, entre todas las fuerzas políticas una Disposición Adicional para Cataluña sobre el modelo de la ya existente, con expresa referencia a su identidad, y garantícense en ella las precisas competencias estratégicas, tales como la organización de las propias instituciones, las educativas, lingüísticas y culturales”. Señala Miguel Herrero: “¿Satisfaría esto al soberanismo independentista? Creo que no. Pero sí creo que hay una gran mayoría catalanista que solo llegará al independentismo si no se le da otra vía para reconocer su identidad nacional y blindar el correspondiente autogobierno”.

Por lo tanto, podría plantearse, por ejemplo, la inclusión en el texto constitucional de una Disposición Adicional Quinta con un texto de este tenor: “La Constitución ampara y respeta los derechos históricos de Cataluña, de los que se deriva el reconocimiento de una posición singular de la Generalitat de Cataluña en relación con el derecho civil, la lengua, la cultura, la proyección de estas en el ámbito educativo y el sistema institucional en el que se organiza la Generalitat”. Una ley orgánica debería desarrollar este precepto, siendo todo ello fruto del pacto político que debería también asegurar la inalterabilidad de los textos legales acordados.

Hay otras posibilidades. Por ejemplo el acuerdo en paralelo para modificar Constitución y Estatuto de Autonomía de Cataluña que propone Santiago Muñoz Machado en su libro Cataluña y las demás Españas, en el que afirma: “Por ello creo que la solución óptima sería la tramitación simultánea, y naturalmente paccionada, de la norma que ponga al día el autogobierno de Cataluña y su integración en el Estado, y la reforma constitucional, si fuera precisa, que dé cabida a este proyecto. La diferencia con las anteriores fórmulas es que la norma a incorporar a la Constitución no se remitiría a unos derechos históricos indeterminados, sino a las instituciones y potestades consignadas en un texto concreto, en una norma bien identificada” (pp. 231-232).

Hay quien sostiene también que bastaría con una reforma estatutaria acordada y sometida a referéndum de los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña (artículo 152.2. CE) que ya no podría ser objeto de una revisión posterior por parte del Tribunal Constitucional tras la modificación que recuperó la figura del recurso previo de inconstitucionalidad.

La cuestión, lo repito una vez más y no me canso, es que no hay más solución que la que se construya a través de un proceso de diálogo, negociación y pacto. Y que conviene que dicho acuerdo sea refrendado por la ciudadanía, para salvar la anomalía causada por la Sentencia del Tribunal Constitucional en 2010.

Dicho acuerdo o bien se enmarca en una reforma general de la Constitución, o bien se circunscribe al reconocimiento de una relación singular de la Generalitat con el Estado. No deja de tener sentido este último planteamiento si tenemos en cuenta que hoy el problema más acuciante es el encaje de Cataluña en el resto de España y que las demás cuestiones podrían esperar a mejor ocasión.

En todo caso, no está de más recordar que un pacto implica cesiones mutuas, unos deberían renunciar a la independencia y a un referéndum de secesión y otros deberían renunciar a resolver el problema con cambios meramente cosméticos o sin reconocer de forma muy clara la singularidad de Cataluña.

Concluyo sintetizando los elementos centrales que dan sentido a la tercera vía:

Tenemos un grave problema de integración territorial, de encaje de Cataluña en el resto de España, que se ha puesto especialmente en evidencia tras la Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto dictada en 2010 (cuando el Estatuto llevaba ya cuatro años en vigor sin haber suscitado problema alguno). Baste con citar las movilizaciones ciudadanas, las encuestas, el millón ochocientos noventa y siete mil votos obtenidos por la opción “sí-sí” de la consulta del 9-N y el propio apoyo electoral que obtuvieron los partidos que reclaman la independencia en 2015: un millón novecientos sesenta y seis mil quinientos ocho votos, de un censo de cinco millones trescientas catorce mil setecientas treinta y seis personas. Es verdad que parte de quienes dieron su apoyo a los partidos independentistas manifiestan en las encuestas que su voluntad es la de forzar la negociación de un nuevo acuerdo y no necesariamente la de romper, como también es cierto que parte de quienes no votamos a los partidos independentistas somos contrarios al inmovilismo y partidarios de renovar el pacto constitucional de 1978.

La solución al problema anteriormente citado solo puede venir a través de un proceso de diálogo, negociación y pacto. No hay solución unilateral ni ilegal, ni tampoco cabe esperar una solución del recurso permanente a los tribunales que ha sido a lo largo de más de cinco años la única respuesta del gobierno del PP.

Superar más de cinco años de ausencia de acuerdos entre los gobiernos de Cataluña y España requerirá tiempo. No cabe esperar soluciones mágicas ni inmediatas, sino un largo proceso de aproximación mutua que debe iniciarse a partir de temas concretos que esperan solución desde hace mucho: inversiones, financiación, cercanías, Corredor Mediterráneo, temas educativos, culturales y lingüísticos… Cuando se empiece a recorrer ese camino se estarán poniendo las bases para abordar las cuestiones de fondo.

La judicialización del conflicto añade dificultades a un proceso ya de por sí complejo. Para evitarla se debe exigir a los responsables políticos que cumplan la ley y no sitúen a las instituciones fuera de la legalidad, y conviene también que la vía judicial sea el último recurso y no el primero en cualquier tipo de controversia.

Fijar como condición previa y sine qua non la celebración de un referéndum sobre la independencia impide avanzar en la resolución de otros problemas pendientes, cosa que permitiría cambiar la actual lógica de enfrentamiento por una lógica de negociación.

Llevamos ya cerca de siete años perdidos desde la aprobación de la Sentencia sobre el Estatuto (STC 31/2010, de 28 de junio). Casi siete años en los que Cataluña no ha obtenido ni nuevas competencias, ni nuevos recursos, ni se han ensayado mecanismos institucionales perfectamente legales para fortalecer el autogobierno e incluso para recuperar elementos erosionados por la Sentencia del Tribunal Constitucional, a través, por ejemplo, de las reformas de las leyes orgánicas que correspondan.

Las soluciones mágicas que se ofrecen desde el independentismo están condenadas al fracaso. Esos falsos atajos ya nos han hecho perder demasiado tiempo, hemos derrochado muchas energías y se han perdido muchas oportunidades.

La cerrazón al diálogo del gobierno de España proporciona una magnífica excusa para que los independentistas sigan empeñados en su viaje a ninguna parte a la vez que les va proporcionando elementos para su argumentario que puede resumirse en el “con España no hay manera”, no hay acuerdo ni reforma posible.

Tampoco debemos olvidar que la sociedad catalana está dividida con respecto a la independencia, casi a partes iguales. Quienes hemos luchado siempre por mantener la unidad civil de los catalanes somos especialmente sensibles a esta cuestión. No queremos introducir un elemento de fractura de consecuencias imprevisibles. Y por eso nos planteamos un objetivo que puede concitar un apoyo muy amplio. Se trata de mejorar el autogobierno y la financiación, y conseguir una participación eficaz en la gobernación del conjunto de España a través de las correspondientes instituciones de tipo federal.

Esta es la tercera vía que defendemos. Este es el puente para el acuerdo que debemos construir entre todos.

No me cansaré de alertar contra el choque de trenes. Soy militante del acuerdo y el pacto. Soy constructor de puentes. La tercera vía es infinitamente mejor que el choque de trenes. Y no basta con no atizar el fuego, este incendio debe ser apagado por muchos, porque muchos son también los que lo alimentan a uno y otro lado.

Unos y otros incapaces de entender las razones del adversario, preguntan a todo el mundo de qué lado está, hacen listas de partidarios y oponentes, señalan con el dedo, miden el grado de adhesión a sus tesis, menosprecian a tibios y escépticos, desconocen que las identidades ni son homogéneas ni pueden imponerse, hay que respetarlas y compartirlas. Unos y otros cargados de eslóganes y banderas, convencidos de ganar, han decidido que es el momento de imponer una razón, la suya.

Unos y otros cometen el error de cálculo de pensar que ha llegado el momento: ahora o nunca, dicen. Unos y otros se equivocan también al creerse los más fuertes; sobrevaloran sus propias fuerzas y subestiman las del adversario. Han decidido que es el momento de acabar el eterno empate entre una España incapaz de culminar la homogeneidad nacional que define a los Estados-nación y una Cataluña incapaz de alcanzar la independencia.

Unos y otros, en lugar de ensayar fórmulas federales que harían posible conciliar intereses diferentes, compartir identidades, asegurar el respeto a la diversidad y construir un proyecto común, autogobierno y gobierno compartido, están decididos a imponer su dogma por las buenas o por las malas. Si lo consiguen, todos saldremos perdiendo sea cual sea el resultado de la batalla. No quiero, muchos no queremos ser rehenes de su disputa, aun sabiendo como sabemos que los pacifistas acostumbran a ser las primeras víctimas de los conflictos.

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