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El libro no se muere sino todo lo contrario

Las bibliotecas públicas quieren un modelo sostenible de préstamo de libro electrónico

Marta Peirano

En el mundo del libro reina la confusión: las bibliotecas tradicionales se deshacen de los libros y los grandes archivos digitales empiezan a acumular en papel. Las grandes editoriales y sus estrellas ven llegar el Apocalipsis pero cada vez hay más escritores, más editoriales especializadas, más revistas literarias y más tiendas de libros de primera y segunda mano. Y ahora dicen al otro lado del charco que las previsiones para el libro digital eran exageradas y que el papel no se muere sino todo lo contrario. No es de extrañar: hace 500 años ya nos pasó lo mismo.

El mito de Gutenberg

La invención de la imprenta no acabó con el libro manuscrito: en el XVII, 150 años después de que Gutenberg llevara su biblia a la Feria de Frankfurt, los manuscritos aún compartían espacio en las bibliotecas con sus predecesores impresos porque esos amantes de la lectura se negaban a tocar el desagradable material. ¡Cómo comparar aquellos garabatos mal tintados con los trabajos exquisitos de los talleres de París, Flandes y Bramante, Brujas y Gante! Aquellos manuscritos acariciaban las puntas de los dedos y estaban hechos a la medida de su dueño, que podía combinar graciosamente sus plegarias favoritas y sus misas con sus cantos en el orden que le pareciera bien.

Los nuevos libros servirían a universidades y estudiantes, notarios, curillas y otros “profesionales” en el ejercicio de sus labores, pero nunca alimentaría a las mentes elevadas. Además de producir copias idénticas del mismo libro, la nueva tecnología “imprenta” popularizó romances degenerados como el Roman de la Rose y las leyendas del Rey Arturo en lenguas vulgares como el francés o el alemán, cuando todo el mundo sabe que el único idioma que lee la gente culta es el latín.

Contra todo pronóstico (qué fácil es criticar en retrospectiva), el libro sustituyó al Codex a tiempo para la Ilustración, no porque las generaciones siguientes tuvieran la sensibilidad de un cubo de acelgas sino porque era más sostenible. El cálido pergamino que tanto amaba la aristocracia lectora estaba hecho con la piel estirada de un cordero o cabrito muy joven (la vitela de los más exquisitos está hecha con la dermis de nonatos o recién nacidos) y una biblia mediana le costaba el pellejo a muchos cientos. Y, como daba de comer a una industria entera de granjeros, peleteros, tinteros, escribientes, maquetadores e ilustradores, era tan caro que en el siglo XVIII los irredentos procedieron a “lavar” los exquisitos textos medievales para escribir lo suyo encima.

En aquellos palimpsestos desenterró el lingüista milanes Angelo Mai las cartas de Antonino y Marco Aurelio, algunas piezas de Homero y el Tratado de la República de Cicerón en 1822. Cabe preguntarse cuántas grandes obras del pensamiento occidental se fueron por el desagüe por desprecio a las nuevas tecnologías.

El libro está enladrillado ¿quién lo desenladrillará?

Aquella industria murió, pero no sin antes crecer y beneficiarse durante varios siglos de la nueva tecnología, que multiplicó varias veces el número de lectores que, aunque no fueran aristócratas, aspiraban a tener un Codex porque era tan distinguido como hoy tener un Renoir. Y con los apestosos libros a máquina llegó otra que ha vivido muchas edades de oro a pesar del periódico, el fonógrafo, la televisión y todas aquellas tecnologías que parecían venir a asesinarla y que luego resultaron ser una bendición.

Al igual que la industria del disco, nuestra industria del libro vivió su edad de oro en las décadas de los 80 y 90 y, también como ella, ha decidido enrocarse contra Amazon, la piratería y hasta sus propios lectores, que por lo visto no leen bien ni lo bastante y encima se quejan de que los libros son caros. A esa industria aterrorizada le auguro un futuro largo y portentoso, siempre y cuando superen su verdadera enfermedad, cuyos síntomas incluyen: independientes que se comportan como multinacionales, distribuidoras que pesan demasiado, premios fraudulentos, revanchismo, cuentos a precios de libros, artículos a precio de ensayos, libros digitales a precio de libros de bolsillo y libros de bolsillo a precios desorbitados.

Es el peor de los tiempos y es el mejor de los tiempos, más o menos como siempre. No olvidemos que en el mundo hay más de 450 millones de hispanohablantes y que Amazon se ha hecho rico vendiendo los libros de los demás.

Las barbas de los vecinos

Hace diez años, mientras las discográficas vendían CDs blindados a 20 euros la pieza, estafaban a sus empleados y demandaban a sus fans, la música no agonizaba sino todo lo contrario: millones de melómanos descubrían e intercambiaban novedades, clásicos y rarezas en redes P2P y muchos subían sus maquetas a MySpace con licencias de distribución libre, se reinventaban géneros remezclando material ajeno y organizaban conciertos en plazas, salones y centros comerciales. Hace cinco años, mientras las productoras invertían en grandes producciones 3D para atraer espectadores al cine, millones de cinéfilos subían, bajaban y compartían clásicos en plataformas de alojamiento de archivos y muchos rodaban sus propias películas, remezclaban material ajeno y editaban documentales con material de los archivos Prelinger.

Como la dependienta que se molesta cuando entra un cliente en la tienda, las dos industrias habían olvidaron para quién estaban allí. Y el cliente no quería pagar tanto, pero quería pagar: Napster no sólo ofrecía música gratis, le dio al melómano exactamente lo que él quería, cuando lo quería y el negocio se lo llevó Apple, aplicando el mismo principio pero con un catálogo legal, y más tarde Spotify, con su catálogo infinito por un fijo mensual. Bittorrent, Megaupload y Rapidshare también ofrecieron al espectador exactamente lo que quería, cuando lo quería pero el negocio se lo ha comido Netflix con un catálogo interminable a un precio fijo mensual.

La clave está en saber convivir, decía hace poco el presidente de la Asociación de Libreros de Viejo y Antiguo de Castilla y León, Rafael Moral. Seguramente acabemos haciendo libros como en el siglo XVII y XVIII, que eran verdaderas joyas y obras de arte. O quizá la clave está en desenrocarse y ver el negocio, aceptar que hay un mundo de lectores queriendo leer libros buenos y bien editados en todos los formatos posibles a precios razonables y, cuando llegue el momento, no tratar de mantener el Codex vivo más allá de su fecha de caducidad.

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