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Nueva política y corrupción

Víctor Alonso Rocafort

A nadie se le escapa que uno de los retos más urgentes que tenemos por delante es salir de la monumental crisis ética en la que está inmerso el país. El estandarte de la nueva política lo enarbolan nuevas y viejas formaciones que, junto a la recuperación de los servicios públicos y la reversión de la austeridad, sitúan como puntos centrales la lucha contra la corrupción y la profundización democrática.

Y sin embargo unos y otros, me refiero aquí a Podemos e Izquierda Unida, afrontan estas semanas diversos asuntos que levantan dudas entre sus potenciales votantes. Es verdad que mucho de todo ello aparece entre el ruido de titulares malintencionados o de verdades a medias en una ofensiva investigadora que ya hubiéramos querido para el PP o el PSOE. Pero no asumir que a pesar de todo las dudas aparecen sería un error.

No hablamos de la gran corrupción, del saqueo de recursos públicos al que tristemente nos hemos acostumbrado en los casos que recorren de arriba a abajo la geografía de la vieja política española. De lo que hablamos es de posibles irregularidades que, de confirmarse en sus peores aspectos, mostrarían que pervive de fondo una cultura ética y política de la que es muy difícil desprenderse. Algunas de las reacciones defensivas frente a estos casos confirmarían este extremo. Por eso, antes de que empeore, estamos en el momento de afrontarlo.

El término de nueva política es en realidad uno de esos significantes vacíos de los que gustaban a Ernesto Laclau y que ha de ser rellenado por significados en disputa. Es por otra parte un concepto recurrente que a lo largo de la historia se ha utilizado una y otra vez. Lo nuevo contra lo viejo.

Entre tanto por hacer y rellenar en la nueva política aparece en cualquier caso a día de hoy un requisito ineludible, intuitivo: ha de ser antagónico a lo que describimos como vieja política. Y contamos con la ventaja de que a esta última la conocemos muy bien.

Fijémonos así en las reacciones habituales ante un caso de corrupción. Se defiende al señalado, se confía pública y plenamente en su honestidad, se pone la mano en el fuego, etc. Un paso paralelo reside en atacar al mensajero, es decir, a la prensa, tildándola de manipuladora, mentirosa y cargada de odio, protectora de ocultos intereses, etc. Mientras, los seguidores y militantes del partido optan por dos actitudes: sumarse a la ofensiva de los dirigentes contra la prensa y en defensa del señalado, o el silencio incómodo.

Generalmente con el paso de los días se suele aclarar si realmente había algo detrás de las primeras informaciones. De darse alguna evidencia contundente de mala praxis, los antiguos defensores se declararán sorprendidos, decepcionados, dolidos e incluso entre lágrimas dirán que no entienden qué ha podido pasar. Esta actitud lastimera se vuelve feroz si el señalado pretende no cargar solo con las culpas y empieza a deslizar derivaciones colectivas para su partido. Estamos entonces ante los discursos de la manzana podrida que tan bien conocemos. Si quien cae en desgracia calla y aguanta, sabe que posiblemente tendrá a sus amigos poderosos maquinando entre bambalinas para amortiguar su caída.

Pues bien, si queremos nueva política habrá que empezar a hacer lo contrario de lo relatado. Sobre el papel no parece tan difícil aunque hemos de reconocer que cuesta.

En primer lugar se podría empezar por considerar las informaciones más serias de la prensa, agradeciéndolas. Aunque no confiemos en la buena fe de algunos medios, vayamos por pasos. Una comisión independiente del partido, que podría ser un comité de garantías no elegido a dedo por la dirección, por ejemplo, habría de investigar qué hay de cierto en lo publicado.

Al señalado por las informaciones se le presumiría su inocencia, pero sin ninguna declaración esencial sobre su bondad o santidad. Es más, si alguien del partido mintiera o tergiversara los hechos para defender a su compañero habría de ser también sancionado. Se estaría así a la espera de que prensa, partido y afectado volcaran toda la información para esclarecer rápidamente el asunto. También para determinar su alcance, pues no es lo mismo un error administrativo que un robo a las arcas públicas.

En cuanto hubiera la más mínima evidencia de grave irregularidad, corrupción o quebranto ético de los valores que se defienden, se apartaría a esa persona de los cargos que tuviera en el partido, iniciándose los expedientes sancionadores que estén previstos en cada caso.

Si por el contrario se demostrara que algún medio de comunicación, persona o partido rival ha mentido o manipulado una información, se pondría automáticamente una denuncia en los tribunales.

A partir de algo parecido a estas líneas básicas, que surgen mecánicamente de los opuestos de la vieja política, ganaríamos un poco de aire fresco en la política española.

Pero aún se podría hacer más. Es así que podemos aspirar a que los cortafuegos que la nueva política sitúe frente a la corrupción –y a las posibles calumnias que surjan– sean más profundos. Y a la vez tener en cuenta que la reconstrucción ética hemos de afrontarla de modo diferente a los antiguos reformadores religiosos, que creían posible separar la cizaña del trigo. La cuestión es más compleja. Para que nuevas costumbres políticas y éticas calen en todos, aun sabiendo que no llegaremos a la divina perfección, hay que tocar aspectos culturales e institucionales clave.

Para esto último habría que empezar con el propio modo de organizarse, y no solo desde las acciones políticas que se desarrollen protocolariamente frente a determinadas informaciones.

Una organización política vertical que lo fía todo a un puñado de figuras mediáticas tiene la ventaja de poder despegar meteóricamente en las encuestas, pero la desventaja de fiarlo todo a esas cuatro o cinco cartas. Si estos dirigentes empiezan a caer fruto de casos poco ejemplares, todo el edificio se puede derrumbar. La debilidad por tanto es máxima. La estrategia por parte de los rivales menos escrupulosos residirá así en guardar un par de noticias que provoquen cierto escándalo para los prolegómenos de la campaña electoral. El daño entonces estará hecho y será difícil revertirlo. 

Una organización más horizontal donde rápidas rotaciones se asuman sin complejos, la revocación sea fácil de iniciar, haya órganos de garantías auténticamente autónomos y no se dependa tanto de un puñado de poderosos líderes, sino que la fuerza surja del poder decisorio de las asambleas de base con el apoyo de ágiles portavocías, sería prácticamente inmune a todo esto. O al menos lo afrontaría con mayor solidez y menor dramatismo.

Otro cortafuegos interesante, que en realidad tendría poco de nuevo, es el de los exámenes a las personas que deseen ocupar cargos en la organización. Procedentes de la antigua Atenas, la dokimasía –como examen previo– y la euthyna –como rendición de cuentas– obligaban a los candidatos y cargos públicos a presentar ante la Asamblea los ingresos y propiedades que hubieran tenido en los últimos años. Estos candidatos y cargos debían responder además a una larga serie de preguntas acerca del puesto a desempeñar y desempeñado.

Ni que decir tiene que la aparición de datos no reflejados en sus declaraciones habría de ser motivo suficiente para apartar del partido a la persona en cuestión.

Una organización política no es una hermandad donde todos deban defenderse de manera cerrada ante el enemigo común. No se aceptan las injusticias, ni siquiera aquellas que se hagan para beneficiar al grupo y perjudicar al enemigo. Esta forma de actuar es propia de las guerras, no de la política.

En Podemos y en Izquierda Unida estamos ahora en un impasse donde se mezclan exasperantes elementos de lo viejo con esperanzadoras dosis de lo nuevo. La transparencia se abre paso, aunque sea con dificultades, y ya pocos aceptan no conocer los ingresos y el patrimonio de los candidatos. Los códigos éticos que proliferan en diversas escalas e iniciativas aspiran a ser algo más que buenas intenciones. Comisiones de investigación formadas rápidamente y presididas por la oposición en tiempo electoral están siendo ya posibles. Tímidos procesos de rotación y revocación, por el momento es verdad que testimoniales, asoman en las estructuras de unos y otros.

Aún con todo, no es suficiente y queda mucho por hacer. Se dijo que un diseño vertical preparado para la guerra electoral sería lo más conveniente a la hora de afrontar este año, pero precisamente este modelo se está revelando endeble. Un amplio movimiento político, que desde la izquierda a la llamada centralidad del tablero está implicando a millones de personas que quieren transformar el país, se puede resquebrajar a la mínima. Tan solo habrían de aparecer un par de casos algo más potentes que los que estamos conociendo estas semanas, o algunas informaciones que profundicen en lo que ya sabemos, para modificar el rumbo de las encuestas y con ello la posibilidad de cambio. Esa es la inquietante sensación ahora mismo.

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