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La princesa en su laberinto

Apoyo público al juez Castro el día de la declaración de la infanta en Palma.

Gonzalo Boye Tuset

Leyendo al genial Antón Losada este lunes, recordé que los cuentos infantiles, vistos desde una perspectiva adulta, siempre son previsibles y tienen un final feliz; el cuento de la “infanta en su laberinto” no podía ser de otra forma y, llevado al espectáculo vivido el pasado sábado, qué duda cabe de que una mala estrategia de defensa cumple con igual requisito de previsibilidad.

Pasado el momento estelar, y siguiendo el reguero de miguitas que ha ido dejando esa mala estrategia de defensa, bien podemos prever hacia dónde se encaminará la “princesa” para salir de ese laberinto en el que se encuentra, producto de haberse “confundido” y besado al que creyó príncipe pero que en realidad era rana.

Bajando al terreno de lo humano, el caso de la infanta Cristina tiene una rara mezcla de cuento de hadas y realidad donde ya se han puesto las bases para que por muchas brujas, o jueces, que le surjan en el camino ella sepa salir del laberinto y su historia acabe con final feliz. La estrategia está clara y los posibles escenarios, también.

En estos momentos, muchos piensan que la patata caliente está en manos de la bruja, el juez Castro, la verdad es que no; este honesto juez, al que se empeñan en convertir en bruja mala, actuará de forma previsible, lo contrario sería ir en contra de sus propios actos, y continuará con la imputación de la infanta porque motivos no le faltan.

La base sobre la que el juez Castro, ya próximo a la jubilación, sustenta la imputación de la infanta no es otra que una amplia cantidad de documentos auténticos que la sitúan en el centro de una trama de obtención ilícita de dineros públicos, evasión fiscal y blanqueo de los dineros obtenidos en estas actividades. Junto a ese caudal documental ahora cuenta con algo excepcional: una declaración mal planteada, reticente y desmemoriada que sólo sirve como corroboración periférica de su participación en los hechos por lo que, previsiblemente, dictará en su momento el debido auto de transformación de procedimiento abreviado como paso previo para que la acusen.

Por su parte, el fiscal Horrach, auténtica bruja mala y que hasta ahora ha jugado un papel escasamente compatible con su función constitucional, previsiblemente no recurrirá dicha resolución sino que se la encomendará a la propia defensa de la infanta, no sin posteriormente adherirse a dicho recurso, o solicitará el sobreseimiento. Sus opciones son escasas, especialmente para compatibilizar el daño público a su imagen personal con sus opciones de futuro profesional.

La defensa oficial de la infanta, como digo, recurrirá dicha resolución, previsiblemente, en apelación directa a la Audiencia Provincial de Palma, que, luego de uno o dos meses de tramitación, saldrá con lo que todos dirán que es una resolución salomónica: estimará parcialmente el recurso y, siempre previsiblemente, revocará la resolución de Castro indicándole que para mantener la imputación se requiere la práctica de una serie indeterminada de diligencias de investigación que acrediten mejor los hechos.

Tal resolución de la Audiencia nos devolverá al “laberinto de la princesa” y dejará en manos del juez Castro la continuación de la investigación, quien, también previsiblemente, ordenará la práctica de aquellas diligencias que considere bastantes para sustentar su imputación.

Como todos podemos prever, esas diligencias tardarán un tiempo considerable en practicarse, habrá retrasos, sustos en el camino y cuantos inconvenientes podamos imaginarnos; el objetivo no es otro que dejar pasar el tiempo y conseguir llegar a una meta intermedia: la jubilación del juez.

La próxima jubilación del juez no es un dato menor, especialmente porque gran parte del proceso se sustenta en su tesón, conocimiento de la causa y valentía para llevarla a buen puerto; con este factor cuentan todos y, especialmente, la defensa de la propia infanta.

Una vez producida la jubilación del juez Castro, su plaza tendrá que salir a concurso y, de forma transitoria, se nombrará un juez sustituto que será designado por el Tribunal Superior de Justicia de Mallorca.

El concurso para esa plaza de juez titular será resuelto por el Consejo General del Poder Judicial y, como es previsible, no sólo tardará en convocar el concurso sino que, además, tardará lo suyo en resolverlo; no podemos olvidar que el mal llamado órgano de Gobierno de los jueces no es otra cosa que un brazo más de la más malvada de las brujas: el Gobierno, cuyo papel en este cuento es muy claro.

Saber lo que va a hacer el juez sustituto y lo que hará el nuevo juez titular resulta muy difícil de predecir pero, sin duda, hay dos cosas que podemos tener claras: se perderá un tiempo infinito y no se llevará a la infanta al banquillo porque para eso se necesitan arrestos propios de un “Castro”, que pocos los tendrán.

Llegados a este claro en el bosque, es evidente que aparecerán las bifurcaciones en el camino y sólo aquellos que han escrito el guión, o que cuentan con la ventaja de poder seguir el rastro de miguitas, sabrán hacia dónde deberá encaminarse quien quiera salir del laberinto de la princesa.

Unos, como la rana y su socio, seguirán la senda que les conduce hacia el banquillo y que, producto de lo vivido en el bosque, no será tan truculento como se esperaba; con el tiempo transcurrido en la investigación y el perdido desde la jubilación del juez Castro, los que lleguen a ser acusados podrán beneficiarse de la atenuante muy cualificada de dilaciones indebidas, pactando una pena muy mermada que les evitará el ingreso en prisión.

Otros, especialmente la princesa descarriada, cogerán la senda que le devuelva a palacio no sin antes hacer una parada para descargarse del lastre que conlleva llevar de la mano una rana en lugar de un príncipe y, una vez allí, se reencontrará con su familia, “la auténtica”, que la colmará de cariño, regalos y mimos, haciéndole ver que todo no fue más que una pesadilla.

Mientras todo esto sucede, nosotros los espectadores, asistiremos atónitos a todos estos actos gritando desaforados en una u otra dirección para, finalmente, darnos cuenta de que todo no era más que un cuento, absolutamente previsible y con un final feliz para la princesa que terminará como siempre con un: colorín colorado este cuento se ha acabado..., sin que nada haya cambiado. ¿O sí?

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