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El principio de legitimidad de la Transición no da más de sí

González, Rajoy, Juan Carlos I, Zapatero y Aznar en una imagen de archivo

Javier Pérez Royo

Hasta las elecciones europeas de 2014 la hegemonía alternativa del PSOE y el PP como partidos de gobierno de España no había sido puesta en cuestión. Curiosamente, unas elecciones en las que no había casi nada en juego desde la perspectiva del ejercicio real y efectivo del poder, lo cambiaron todo. A partir de mayo del 14 quedó claro que la gestión del sistema político articulado a partir de la Constitución de 1978 dejaba de ser un asunto de dos, para pasar a  ser algo distinto. Indefinido, pero distinto.

Con dichas elecciones se cerraba una época. La Casa Real así lo entendió inmediatamente, procediendo a la abdicación del Rey Juan Carlos I en su hijo Felipe. Curiosamente, fue la única  institución del sistema político español que carece de legitimación democrática la que mejor entendió el signo de los nuevos tiempos, demostrando con ello un instinto de conservación más que notable.

En las demás instituciones del sistema  no se supo reaccionar de la misma manera a la exigencia de renovación de los resultados electorales de mayo de 2014. Todo sigue igual que estaba solo que funcionando peor. Cuesta trabajo investir al presidente del Gobierno y hay incluso que repetir elecciones; las Cortes dejan de ejercer la función legislativa, bien porque el Gobierno no envía proyectos de ley, bien porque veta todas las proposiciones de ley que aprueban los grupos parlamentarios; deja de respetarse el calendario de la aprobación de los presupuestos generales del Estado; desaparece la efectividad de la acción de control de gobierno, de tal suerte que continúan en sus puestos ministros reprobados; se ha alterado profundamente el ejercicio del derecho a la autonomía por las comunidades autónomas y se ha producido la primera quiebra constitucional de calado con la aplicación del artículo 155 CE; se pospone de manera indefinida la renovación de una pieza tan esencial para el funcionamiento del Estado como el modelo de financiación de las comunidades autónomas; del funcionamiento de la justicia ordinaria y constitucional ni hablamos.  La enumeración es puramente ejemplificativa.

La Constitución de 1978 sigue vigente, pero su deterioro resulta cada vez más perceptible. Y sin embargo, no se entrevé ningún movimiento de reforma con el que hacer frente a dicho deterioro. Se habla mucho de la necesidad de la reforma, pero no hay ninguna que tenga visos de poder abrirse camino. El PP, que con su gran mayoría absoluta tras las elecciones de 2011, consiguió imponer un programa legislativo muy conservador y muy autoritario, ha dejado de tener la posibilidad de avanzar en dicha dirección, pero sigue manteniendo la suficiente fuerza  como para impedir que se pueda rectificar por los demás lo que fue su acción de gobierno de esos cuatro años.  La legislatura 2011-2015 ha sido la última en la que ha habido un programa de gobierno. Un programa extraodinariamente reaccionario, pero un programa.  Desde entonces el sistema político español sigue operando por inercia, pero sin dirección política, sin perspectiva de futuro.

La evidencia empírica de que disponemos no es concluyente acerca de cuanto tiempo puede mantenerse un sistema político en una situación de bloqueo. El deterioro de una sistema se puede prolongar durante bastante tiempo, durante mucho tiempo incluso, antes de que se produzca un estallido. Pero lo que sí sabemos con seguridad es que el estallido acaba produciéndose. El bloqueo empieza afectando al funcionamiento regular de las instituciones, debilitando el principio de legalidad. Pero acaba llegando al principio de legitimidad en el que descansa todo el edificio.

Todas las instituciones tanto del sistema político español como de los subsistemas políticos autonómicos y municipales descansan el la legitimidad constituyente de “LA TRANSICIÓN”. En estas últimas semanas se está recordando insistentemente. Ha sido un principio de legitimidad que ha proporcionado los mejores años de la historia contemporánea de España y de las “nacionalidades y regiones” que la integran. Pero la legitimidad de dicho principio ya ha dado de si todo lo que podía dar.  El edificio constitucional se mantiene en pie, pero la vida ha desaparecido en su interior.

Si la sociedad española no es capaz de renovar el principio de legitimidad  mediante una reforma de la Constitución, acabará inevitablemente teniendo que abrir un proceso constituyente. O se procede de una manera jurídicamente ordenada a la renovación de la legitimidad del sistema político, o la renovación de dicha legitimidad se acabará abriendo camino de una manera no jurídicamente ordenada.

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