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Vivir en las afueras

Sergio Olguín

Uno

Hace tiempo que me pregunto en qué momento volvimos a ser una sociedad medieval. O será que nunca dejamos de serlo y esa estructura de castillos, murallas, señores y marginados nunca nos abandonó. Como si el capitalismo hubiera cambiado las formas de producción pero dejando intactas las formas sociales. De esta manera, el extrarradio, los suburbios de cualquier ciudad no son más que esa aglomeración de personas en situación de riesgo, viviendas precarias e ilusiones jamás cumplidas que se amontonaban en el lado exterior de las murallas medievales. Los arrabales de los que habla el tango. Y lo más bajo de los barrios bajos: las villas miseria argentinas, los cantegriles uruguayos, las chabolas españolas, las favelas brasileñas. Todos comparten una realidad plagada de carencias y una situación: están afuera y nadie de los de adentro está dispuesto a bajar el puente para que pasen y se apropien de la ciudad. Por algo hay murallas.

Dos

Extrarradio para los españoles, suburbio para los argentinos. Los españoles son más políticamente correctos a la hora de elegir un prefijo. “Extra” es lo que está fuera. En cambio en Argentina todo suena más descarnado. “Sub” es lo que está debajo, o lo de inferior calidad. Salidos del radio o por debajo de las zonas urbanas, las grandes ciudades se las han ingeniado para crear pequeños feudos fuera de ellas. Barrios privados, countries, urbanizaciones lujosas que en muchos casos se ubican cerca de zonas pobres. Así han hecho muchos countries de la provincia de Buenos Aires, que trazan su urbanización con cancha de golf y piscinas por doquier en frente de villas míseras ya existentes. Como si los ricos (o esa clase media patética que juega a ser millonaria) necesitaran tener a los pobres cerca para remarcar una vida económicamente exitosa.

Tres

En la Edad Media se construían murallas para protegerse de las invasiones bárbaras. Muy pronto los puentes levadizos sirvieron también para alejar a la chusma que vivía fuera del castillo y aledaños. Hoy, salvo la oprobiosa muralla israelí de Cisjordania, no se instalan este tipo de separaciones sociales.

Sin embargo, durante el mundial de fútbol de 1978, la dictadura militar argentina construyó un muro a lo largo de la Villa 15 para que los turistas extranjeros no vieran cómo vivían los más pobres. Hoy a la Villa 15 nadie la llama por su número (como es lo habitual en Buenos Aires) sino con el nombre más significativo de Ciudad Oculta.

Pero las murallas están, aunque no las veamos. Hay barrios donde ni los pobres ni la clase media trabajadora pueden moverse sin sentirse rechazados con una mirada o un gesto. En bares, restaurantes, tiendas de ropa de esos barrios acomodados o de clase media, harán todo lo posible para desalentar el uso de sus instalaciones a aquel que, aunque cuente con el dinero para pagar su consumo, no proviene del sector social para el que fue pensado ese comercio.

Por otra parte, hay barrios que los ricos ignoran y la clase media acomodada mira con desprecio. Y también miran con el terror de caer en la escala social y tener que estar ahí algún día.

Sin embargo, y a pesar de todo, las ciudades y suburbios tienden a mezclarse. Y generan una especial tensión en esas zonas donde los límites se vuelven difusos: las estaciones de trenes, los hospitales, algunos parques, el transporte público.

Hay también cruces: los cartoneros que recorren la ciudad separando los papeles de la basura para venderlos, los jóvenes ricos con su auto último modelo yendo a las villas a buscar droga o emociones fuertes. Pero son cruces que preferimos ignorar. Negar la existencia del otro siempre es la reacción más fácil. Aunque no la única.

Hace poco, en una revista de Buenos Aires un periodista se quejaba —en tono divertido— de que uno de los complejos de cines más importantes de la ciudad estuviera en el centro comercial del Abasto, al que calificaba como “un lugar inmundo”. “Tan cerca del Once” decía el periodista que seguramente se cree políticamente progresista y dueño de un sarcasmo admirable.

Desde hace unas décadas, gracias a los turistas europeos que vienen a buscar color local, el Abasto es un barrio con el atractivo del tango. Pero a pocas manzanas está el barrio de Once, con sus inmigrantes bolivianos y peruanos, con todos los pasajeros del tren Sarmiento que llegan cada día desde los rincones más lejanos de los suburbios. Porque las terminales de los trenes funcionan como territorios liberados en la ciudad para los suburbios. Es el lugar que se les reserva a los habitantes del extrarradio que llegan para trabajar, para ofrecer su mano de obra barata y sin protección social. Y que no se animen a ir al Shopping Abasto a divertirse porque los periodistas progres se enojan. O se asustan.

Cuatro

El mundo es un gran arrabal. Salimos fuera de las capitales del mundo y nos encontramos que el resto del universo es un interminable suburbio. Pero es en esos arrabales donde la cultura se renueva más rápido, rompe los moldes, no le tiene miedo al ridículo (ya que nadie la observa), prepara su beso de mujer araña con el que va a matar a la cultura anquilosada o, al menos, va a revolucionarla.

En la música es donde mejor y más rápido queda en evidencia. Basta pensar en los orígenes del jazz, del tango, del flamenco, del hip hop. Hoy nadie miraría con desprecio a ninguna de estas músicas, pero en Argentina basta que alguien escuche o interprete cumbia villera para ser objeto de burla y de desprecio. Es solo una cuestión de años.

Los suburbios culturales son tan o más difíciles de cruzar que los urbanísticos. Un país como la Argentina, que se jacta de ser un crisol de razas debido a las inmigraciones española, italiana y judía, entre otros pueblos provenientes de Europa en el siglo XIX y comienzos del XX, ignora olímpicamente a las nuevas oleadas migratorias provenientes de Bolivia, Perú y Paraguay.

Si se compara la cantidad de habitantes de esos países que han llegado en los últimos cuarenta años con el acceso a la posibilidad de, por ejemplo, publicar un libro, el dato es alarmante: las posibilidades de publicación son casi nulas. Es cierto que gran parte de esa inmigración vive en las villas miseria o en los barrios más alejados de los suburbios donde el acceso a los bienes culturales se hace muy difícil al inmigrante que vino a trabajar esforzadamente. Pero también ya hay una segunda generación nacida en Argentina que tampoco tiene acceso al mundo editorial.

Una experiencia fascinante y digna de elogio como la editorial Eloísa Cartonera es un claro síntoma de cómo funcionan los suburbios culturales en Argentina. Eloísa Cartonera ya ha publicado cientos de libros con un procedimiento artesanal admirable: compra el cartón para las portadas de los volúmenes a los cartoneros que recorren Buenos Aires en busca de papeles. Obviamente les pagan mejor que los compradores mayoristas de papel y cartón, que suelen ser bastante explotadores.

Pero Eloísa Cartonera, con su excelente buena voluntad, ha armado su catálogo basándose en escritores ya reconocidos, o autores jóvenes de clase media. Los inmigrantes o sus hijos no aparecen, más allá del carismático Washington Cucurto, escritor e impulsor del proyecto. Los marginados de la sociedad proveen el cartón, pero no escriben los libros que figuran en el ya abundante catálogo de Eloísa Cartonera.

Los pocos libros de inmigrantes o sus hijos hay que buscarlos en otra parte, como en el volumen de cuentos Polietileno, del “kurepiparaguayo” (paraguayo argentino) Enrique Collar (Editorial Artenuevo) y en El guacho Martín Fierro, de Óscar Fariña (Editorial Factotum), hijo de una inmigrante paraguaya. Dicho sea de paso, El guacho Martín Fierro, una versión en lenguaje carcelario y villero del clásico de la literatura gauchesca, es uno de los mejores libros argentinos de los últimos años.

Cinco

La ciudad y los suburbios se necesitan. Las ciudades crecen porque hay suburbios, de la misma manera que el arte, la literatura o la música se renuevan gracias a los que llegan de afuera con su falta de prejuicios y sus ideas nuevas.

La sangre arterial de una sociedad son los trenes, los ómnibus, cada vehículo que atraviesa los puentes levadizos de nuestras ciudades trayendo y llevando gente. En las afueras siempre hay algo nuevo que el resto de la sociedad va a mirar con miedo, desprecio, o indiferencia. Con el tiempo va a asimilarlo, lo va a asumir como propio, le quitará todo componente peligroso para esa sociedad. Pero en ese momento en las afueras ya estarán creando algo nuevo y distinto que va a ser rechazado por los otros. Alguna vez a eso se le llamó vanguardia.

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