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TTIP o gobernar el mercado global

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Ángel Saz-Carranza

El mundo necesita más gobernanza, no rebobinar la globalización. Las últimas tres décadas de globalización económica han estado parcialmente gobernadas a partir de Estados combinados con tratados e instituciones multilaterales y acuerdos bilaterales de inversión y comercio. Durante estos años, la pobreza extrema se ha reducido del 35% al 22%, a pesar del aumento de la población mundial –de 4.500 millones a 7.000 millones de personas–. España es un ejemplo de que la integración en un mercado europeo y mundial tiene costes pero, sobre todo, beneficios. El principal obstáculo lo constituye el hecho de que la globalización siempre vaya por delante de la gobernanza. Por ello precisamente habría que agilizar un modelo de gobernanza global. Tal como dice el economista de moda Thomas Piketty, hay que superar la “perezosa retórica anticapitalista” y pasar a construir marcos de gobernanza supranacionales. La desglobalización no es una opción, y mucho menos si posamos la mirada en lo que ocurrió en la época de entreguerras.

Con la Organización Mundial del Comercio (OMC) moribunda y la reforma del FMI bloqueada, el TTIP —Acuerdo Comercial y de Inversión Transatlántico, en sus siglas en inglés— sería un paso importante en la buena dirección. Lo es por motivos de gobernanza global, geopolíticos y de propio interés europeo. Pretende, ante todo, eliminar resquicios proteccionistas injustificables y asimétricos, así como crear un único espacio de regulaciones económicas e industriales. En el supuesto más ambicioso, podría generar un crecimiento económico en Europa equivalente al 0,5% del PIB continental. En un momento donde el viejo continente necesita crecimiento para empezar a dejar atrás la gran crisis de hace seis años, este aspecto resulta clave. Además reforzaría el marco de gobernanza del espacio comercial transatlántico ya existente y avanzaría en la creación de la compleja arquitectura de gobernanza global.

Hay pocas expectativas de crear un sistema top-down de organizaciones y tratados multilaterales que cubran todo el planeta. Una alternativa sensata sería avanzar hacia un sistema policéntrico: creando piezas y componentes que luego pueden combinarse o ampliarse. Ésta es la lógica que persigue el TTIP. De hecho, ya está sirviendo como acicate a otros procesos de integración regional como el Mercosur, o incluso el amago de acuerdo de la OMC de hace un año (finalmente roto por el nuevo gobierno de India).

Esto tiene especial relevancia geopolítica en el momento actual, en un mundo en el que se están configurando distintos bloques. Agruparnos con la otra gran economía, que tiene estándares altos y homologables, nos permitirá promover mejor estándares medioambientales y sociales elevados en futuras negociaciones con terceros. Además, este Tratado servirá, con casi total seguridad, como base a futuros acuerdos bilaterales y multilaterales.

Un espacio común transatlántico gobernado de manera transparente y correcta beneficiaría mucho a aquellos actores sin suficientes recursos para sobrevolar las barreras administrativas existentes hoy en día. Hoy en día el mundo es una suma de islotes regulatorios desconexos—USA, la UE, China...—puenteados estratégicamente por los potentes actores económicos transnacionales.

Una PYME se beneficiaría seguramente más que las grandes empresas, que ya operan transatlánticamente. La Comisión Europea lo tiene muy presente en sus negociaciones. Además, es fundamental que Estados Unidos acepte levantar las limitaciones a la exportación de su gas, para poder reducir el gap en los costes energéticos entre UE y USA. Por último, en clave europea, un buen acuerdo reforzaría a la Comisión, quien en última instancia es la auténtica defensora de un mercado interno justo y sin apoyos implícitos a los distintos campeones nacionales.

En cuanto a las críticas al TTIP, ante todo es reconocer que lo que necesita el mercado transatlántico no es sólo regulación, sino una buena regulación. Ésta debería: (1) incluir la energía; (2) mantener los estándares altos que—en general—ambas economías ya tienen (hay que homologarlas allí donde sean equivalentes); (3) ser equitativamente beneficioso para ambas partes; (4) apoyar temporalmente a las empresas y trabajadores que se vean negativamente afectados por la competencia americana y (5) mantener los servicios públicos al margen. El mandato del Consejo ya incluía la excepcionalidad de los servicios públicos y no plantea rebajar ningún estándar. No son creíbles las exclamaciones que pronostican privatizaciones “impuestas”, disminución de niveles sociales y medioambientales, y captura por multinacionales.

Por último, la mayor resistencia al TTIP se da por la inclusión en el mismo de los mecanismos de resolución de disputas estado-inversor (ISDS). La alarma parece exagerada: la mayoría de países UE ya tienen estas cláusulas (sólo en España hay más de 50, en Alemania aún más) y en ningún caso han interferido desproporcionadamente en políticas públicas. De hecho, la mayoría de las demandas son europeas (véase lo beneficioso que resultó en el caso Repsol-YPF) y hay poca evidencia de manipulaciones sistemáticas.

Esperemos que Europa aproveche la oportunidad. Desgraciadamente, las señales no son muy halagüeñas: de los 150.000 comentarios que recibió la Comisión en su proceso de consulta, la inmensa mayoría provenían de los contrarios al acuerdo. Los partidarios de seguir integrando el mundo política y económicamente debemos esforzarnos para explicar el TTIP a los ciudadanos europeos. De no ser así podemos perder una oportunidad de la que nos arrepentiremos largo tiempo.

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