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Día 26 en estado de alarma: el coronavirus está ahí (aunque no queremos)

Foto: Lola P.L.

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Hace una semana leí una idea rotunda en un magnífico blog llamado Política Menor: “El cerco se estrecha”. Esta es una verdad tan inexpugnable y dolorosa como sólo pueden serlo las verdades matemáticas. Que la peste acabe tocando de cerca a un amigo o un familiar es casi una cuestión de tiempo, y quizá esto nos salve. El coronavirus iba camino de convertirse en algo peor que un “virus chino”: algo abstracto, con el riesgo que tienen las cosas que no se pueden tocar. Se digieren mejor cifras de varios dígitos que un solo muerto al que poner cara. A veces basta con ver que la muerte se quedó a la puerta.

Alberto es uno de mis mejores amigos de Madrid. Reportero de maneras cheli, es inquieto hasta cansar a un triatleta. Es tan pesado que resulta casi imposible librarse de él más de una semana, pero algo así ocurrió los últimos días de marzo. Me extrañó, pero supuse que andaría a mil y que, por supuesto, habría aprovechado estos días para buscar las historias en su hábitat natural: la calle.

Lo llamé el 2 de abril y pensé que era una broma: “Pues tronco, que acabo de salir del hospital. Coronavirus, macho”. Ocho días en el Infanta Leonor porque el bicho le estaba comiendo los pulmones. Las primeras 22 horas las pasó en lo que entonces era una sala de urgencias en Madrid: enfermos terminales, catres en el suelo y un “coro de toses”. “También vi a una octogenaria que reposaba su cabeza moribunda en el respaldo de una silla de ruedas”, cuenta en su crónica, que pueden leer aquí.

Vivió para contarlo y estoy seguro de que al cabrón le quedará una historia guapa con la que partirse, otra más. También sé que se nos helará la sonrisa, pensando cómo el cerco de la peste nos fue dejando sin aire: primero una prima de Cristina, luego murió el padre de un compañero. También la tuvo Alberto, a quien algo malo tenía que pasarle para pasar tantos días en silencio. (La ventana de Néstor)

Todo esto pasará

Mi hermana Marian dio positivo en Covid-19 el 24 de marzo. Llevaba ya una semana con síntomas, pero no le hicieron hasta entonces la prueba. Es la que me precede en esta larga familia de siete hermanos y esta cercanía nos hace estar muy unidos y, en este caso, muy jodidos. Es médico en Cáceres y, aunque no está en primera línea, comenzó a sentirse mal y al hacerse la prueba dio positivo.

Desde entonces, y ya van un buen puñado de días, vive con incertidumbre. Para cada síntoma, cada malestar que la aqueja, no le pueden dar mejor respuesta más allá de “obsérvate”, y caen los días uno detrás de otro con mal cuerpo, con fiebre, y miedo. Miedo a no obtener respuestas, a no saber cómo va evolucionar al día siguiente. Ver cómo amanece cada día y prácticamente no hay mejoría. “Si no va a más, lo mejor es quedarte en casa” es la mejor respuesta de sus compañeros del Hospital.

fortunadamente, su hija Ángela, que además es mi ahijada, está con ella en casa, en distintas estancias, tratando de no estar juntas, dejando la comida una en la puerta de la otra, hablándose a distancia sin poder abrazarse, ni un beso para consolarse. Y el miedo al contagio planeando por la casa. El resto de su familia whatsappeamos y hablamos por teléfono con ella, palabras de ánimo y de aliento: “No va a ser nada hermana, va a salir todo bien y dentro de poco ni te acuerdas”. Tratas de entretenerla un rato, de hacerla reír. Yo le mando mis vídeos de cocina y lo que escribo aquí todos los días y después lo comentamos.

Su otra hija, Julia, aquí en Sevilla y su hijo Jesús, en Francia, con este virus que establece la distancia como norma, convirtiendo todo en más insoportable si cabe. “Tengo el cuerpo con una paliza encima”, me cuenta esta mañana, “hay días que no me sale la voz del cuerpo, pero lo peor es la incertidumbre de no saber cuándo acaba ésto y cuál va a ser el próximo síntoma que me aparezca, el miedo a empeorar, ser médico y no tener respuesta para lo que me está pasando”. “Pero algo positivo sacaré: darme cuenta de las cosas que realmente son importantes, y con eso me quedo”. Esta ventana de hoy te la dedico a ti Marian, en el convencimiento absoluto de que todo esto pasará y reiremos con una cerveza fría en el porche de tu casa, viendo el atardecer en el turuñuelo. (La ventana de Luis)

Terriblemente concreto

Parece mentira que hace poco estuviéramos cenando en su casa de Madrid, y que ahora esté en la UCI, luchando por su vida. En buenas manos, rodeado de un personal entregado, y con Eva, su chica, informándonos de sus evoluciones a todos sus amigos, cada día, a través del grupo de whatsapp que hemos creado al efecto, donde tratamos de hacerle llegar nuestro calor y nuestros ánimos. De pronto, las cifras de infectados cobran rostro y nombre a través de Luismi, el Covid-19 deja de ser una fantasmagoría para hacerse terriblemente concreto, y los aplausos de las ocho adquieren un sentido diferente. Y uno desea más que nunca que los políticos se entiendan de una vez por todas, y que a la gente se le meta en la cabeza que hay que quedarse en casa.

La esperanza de la recuperación se funde con la angustia de no poder estar allí para dar un abrazo a Eva y acompañar a Luismi, poder decirle lo que él ya sabe: cuánto lo queremos, qué importante es para nosotros, cuánto necesitamos volver a celebrar una de esas cenas con este poeta espléndido y mejor actor, insuperable hacedor de cócteles, enamorado de Cádiz y de las acedías, y una de las tres o cuatro personas más divertidas del mundo. (La Ventana de Ale Luque)

Tradiciones y virus

La tragedia de la pandemia no te golpea hasta que pierdes a alguien. No es necesario que sea tu padre, tu madre, tu novia o un amigo. Basta con que sea el de alguien querido. El virus te infecta entonces con un dolor desgarrador, real y fulminante: el viernes está en el hospital y el lunes, muerto. Es devastador.

Una semana después, tu amiga te cuenta cómo ha ocurrido todo: un funeral express, con operarios enfundados en uniformes de Chernóbil y cinco familiares que se tienen que guardar los besos, los abrazos y las lágrimas para sí mismos.

El virus avanza un paso de gigante cuando tienta a la madre de tu novia. Ahí es cuando empiezas a temblar de verdad. Mabel, médico de urgencias, trabaja en la primera línea de esta cruenta guerra invisible, donde los sanitarios van cayendo como moscas. Aparecen los síntomas, empiezan las pruebas, llega la espera, aparece el insomnio. Da positivo, con el único consuelo de que los síntomas no parecen graves y solo tiene que aislarse en casa, en una habitación separada de su hijo Carlos. Los días transcurren lentamente, las llamadas diarias se suceden y los partes médicos por audio de Whatsapp caen con puntualidad matinal.

La tormenta va amainando: disminuye el dolor, la descomposición y la debilidad extrema. Y, de pronto, un día, no hay síntomas y todos podemos respirar aliviados. Tras recibir el alta, y de camino a casa, Mabel nos trae unos pestiños, manteniendo dos metros de distancia y lavando con lejía el recipiente. Extraña celebración. Pero hay tradiciones que en este extraño Jueves Santo no nos quita ni dios. Ni un virus. (La ventana de Alejandro)

Alivio

Nosotros haremos como muchos de los vecinos de Wuhan y cuando miremos con cierta distancia esta crisis cuestionaremos el coste en vidas humanas que nos dicen que ha tenido. Porque habrá cifras que empezarán a no cuadrarnos y causas que revisaremos. Mientras, aplaudimos por la ventana con la paradoja de presumir del mejor sistema sanitario del mundo y de la ciudadanía más ejemplar en el encierro, a la vez que somos de los que más muertos contamos.

Contengo el suspiro de alivio porque no tengo ningún ser querido entre esos muertos de los que nadie puede despedirse. Una amiga que pasa su positivo en casa como si fuera un mal resfriado y un compañero que acaba de salir de la UCI y se mueve todavía en el desvarío de semanas de sedación marcan mi cercanía a la virulencia del virus.

Podría pensar pues que no estamos confinados, sino recogidos, como dicen algunos, en una oportunidad de medir mejor nuestras fortalezas y debilidades y revisarnos como personas. Pero decenas de muertos en residencias de ancianos a pocos kilómetros de casa, me despiertan de la ensoñación. La verdad se esconde todavía tras una mascarilla de miedo e imposición. (La ventana de Olga)

¿Cómo lo voy a pillar yo?

Con esto del coronavirus, solo hay una forma de concienciarse de que lo puedes tener cerca de dos formas: o se contagia alguien conocido o alguien famoso. Que Boris Jonhson esté en una UCI lo hace como más cercano, como que el virus no entiende de fronteras o ideologías (cuánto puedo odiar esa frase), pero a día de hoy no conozco a nadie que tengo el virus que esté en mi círculo diario de cervezas.

Es verdad que dos semanas antes de que nos metieran en casa a la fuerza fui a una rueda de prensa y uno de sus componentes ha estado luego en UCI por el maldito COVID-19, pero no paro de hacer memoria y no caigo.

En Gerena hay cuatro casos, y cuando se habla de ellos, se suspira cuando se recuerda que las cuatro son personas que trabajan en hospitales. El virus no entiende de clases sociales ni fronteras, pero si lo pilla un médico es como si respirásemos, porque como no somos médicos ni primer ministro parece que estamos más libres. Mi vecino no tiene el virus, ¿cómo lo voy a pillar yo si vamos a la misma tienda? (La ventana de Fermín)

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