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Albañiles, buzoneo, venta de zumos y recogida de aceitunas: así se han reciclado los flamencos durante la pandemia

El cantaor Manuel Cuevas se dedicó a recoger aceitunas y ahora trabaja para la marca de ropa Álvaro Moreno.

Alejandro Luque

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Abel Harana atesora en su memoria grandes momentos junto a figuras como María Pagés, Cristina Hoyos, Farruquito, Dorantes o Pedro Ricardo Miño, con los que ha trabajado. Pero lo que tampoco olvidará nunca fue cómo se sintió en marzo de 2020, cuando la pandemia de la covid-19 paralizó todas las agendas, incluyendo la de los flamencos. Como buenamente pudo, Abel sobrellevó el confinamiento, esperó a los brotes verdes del verano… “Y después otra vez para atrás”, recuerda. “Entonces me dije: voy a montar un negocio. Me eché la manta a la cabeza, y mi mujer se llevó las manos a la suya”.

Sanluqueño de 1981, afincado en Jerez, este bailaor explica que “he trabajado toda mi vida, y la idea de quedarme sentado en el sofá de mi casa sin ver la luz al final del túnel se me hacía insoportable”. Harana, aficionado a la cocina, pensó en algún proyecto que no estuviera explotado en su entorno. Adquirió un food truck, un remolque como los que sirven para transportar caballos, convenientemente adaptado y homologado por Sanidad, y empezó a vender zumos de fruta natural. Había nacido Zúmate en el jerezano centro comercial Luz Shopping.  

“Si te digo la verdad, por una parte fue duro, pero no tanto por emprender un negocio como por dejar el baile por completo. Piensa que estamos acostumbrados a ejercitarnos a diario, y si empiezas a coger peso y a bajar tu forma, te vuelves lento de mente y llegas incluso a deprimirte”, explica el gaditano. “Pero lo de los zumos me gusta y ahora no quiero dejarlo”.

Tan es así, que a pesar de que ya lo están llamando de diversas compañías para actuar –en breve viajará a París con un cuadro flamenco–, Harana considera que “ya me he hecho con una clientela y espero formar a trabajadores para que Zúmate siga adelante. Además, pedí un préstamo para el remolque y tengo que pagarlo, pero no quiero hacerlo con el baile”.       

Inválidos para la sociedad

El caso de Hugo Sánchez es parecido en algunos aspectos. También bailaor, madrileño de Móstoles y con media vida ya hecha en Sevilla, a sus 37 años se encontró con la misma papeleta que Harana: tablaos cerrados, festivales clausurados, compañías paradas. “Entonces recordé que había comprado una furgoneta que era mi joya de la corona, pero que solo usaba para ir a la playa. Y como las provincias estaban cerradas, decidí utilizarla para hacer portes”, explica.

Rostro bien conocido de tablaos como Los Gallos, El Arenal o la Casa del Flamenco, también integrante en su día de la compañía de Salvador Távora, Sánchez andaba “como todos, un poco perdido, más teniendo en cuenta que los flamencos hemos tenido trabajo siempre. Pero cada uno se ha buscado sus mañas, y la mía fueron los portes. Me salvaron la vida justo cuando empezaba a pensar que era inválido para la sociedad”.

Según añade, también se aventuró a realizar la reforma de un restaurante. “Aunque siempre he sido manitas, te preocupa no estar a la altura de lo que te pidan, pero al final sales adelante. Por otro lado, te has pasado la vida estudiando para ser bueno en tu arte, yo de hecho lo sigo haciendo, y de pronto empezar de cero… Es duro. En todo caso, ya está volviendo el trabajo y dejo los portes. No es tan fácil dejar el baile”, sonríe.

Los de Abel Harana y Hugo Sánchez son solo dos ejemplos del reciclaje masivo que han debido hacer los flamencos para capear el temporal del último año y medio. Un sector en el que, según una encuesta del colectivo Unión Flamenca de noviembre de 2020, el 82% de artistas se dedicaban al flamenco de manera exclusiva, y un 42% aseguraba que tendría que abandonar su carrera si la situación no cambiaba a corto plazo.

Artista sin humos

Esta circunstancia hizo que saltaran en la prensa especializada noticias como que Rafael Campallo, un maestro internacionalmente reconocido con tres décadas de experiencia, estaba desempeñando faenas de albañil para sobrevivir. O que un cantaor como Manuel Cuevas, de Osuna y ganador de la Lámpara Minera de La Unión, se estaba dedicando a la recogida de la aceituna en su villa natal.

“El parón nos pilló de sorpresa, con un montón de fechas cerradas y la Semana Santa y la Cuaresma a tope. Fíjate que presenté mi último disco el 15 de febrero del año pasado, y luego… nada”, explica Cuevas. “Yo llevaba un montón de años de autónomo, empecé a cobrar una ayuda de 700 euros pero con la cuota me quedaban 400 limpios. Y un padre de familia no puede tirar con eso”.

No se lo pensó dos veces: “Fue un arrebato, me fui al campo. Sabía que al menos hasta enero había aceitunas”. Para él no fue ninguna deshonra. Según afirma, “yo vengo de ahí, he currado toda mi vida. Es cierto que desde que gané la Lámpara he podido dedicarme de lleno al cante, pillé unos años muy buenos y no me quejo en absoluto. Pero nunca he sido un artista con los humos subidos. Cantar es una suerte, conoces otros países, cenas con artistas y toreros, pero nunca se me ha olvidado que nadie es más que nadie”.

“De hecho”, prosigue Cuevas, “fue más duro para mi familia, sobre todo para mi madre, que me pedía que esperara a que cambiaran las cosas. Pero yo no me podía esperar”. Por suerte para el artista, el empresario local Álvaro Moreno le ofreció cambiar la faena de los olivares por el trabajo en su almacén, y desde diciembre ordena cajas de ropa. Y aunque vuelven a llamarlo para que cante –“la pasada Cuaresma ha estado muy bien, e incluso he podido actuar ante el Cristo de Medinaceli en Madrid”, asegura–, Cuevas se resiste a dejar su nuevo empleo: mientras no pase la tempestad de la covid-19, tratará de compaginar la tienda online con los escenarios.   

Con fatigas se canta mejor

Otra de las artistas afectadas ha sido Natalia Marín, cantaora sevillana que llevaba 22 años trabajando en Japón para la compañía de Yoko Komatsubara. Llegó la pandemia y se interrumpieron los viajes y las actuaciones. “Empezó a ser todo online, pero yo no doy clases de cante por ordenador. Cantar es mi profesión, pero yo no puedo enseñar por internet, no puedo”.

Así pues, después de darle algunas vueltas creó un grupo de difusión de whatsapp y se dispuso a vender ropa. “Por suerte, todo esto me pilló de regreso de una gira por Japón de dos meses y medio, y traía un buen dinero para ir tirando. Pero vi que el trabajo no retornaba, así que en septiembre fui a unos almacenes, me hice con un stock y empecé a buscarme la vida con mis amigos y mis vecinos. Tuve que reubicar todo en mi casa para colocar la mercancía”, evoca.

Natalia asegura que no le ha ido del todo mal, “en septiembre con el camisón y la bata, luego con el chándal para el cole, y como mucha gente había engordado con el confinamiento, necesitaba ropa. Ahora sigo con la ropa de verano, las toallas, lo que sea. Un día gano más y otro menos, pero como de mi trabajo y no me vuelvo loca por no poder hacer lo que de verdad me gusta”, dice la cantaora, quien conoce a compañeros que han tenido que repartir publicidad por los buzones a 50 euros la jornada.

Por otro lado, Natalia Marín lamenta que, ahora que vuelve a haber algo de espacio para las actuaciones, las condiciones han empeorado. “Me ofrecen ir a taquilla, estando los aforos como están, y si no, dicen que me pagan el mínimo, que son 300 euros. Y lo siento, yo voy a cumplir 57 años, llevo en esto desde chica, pero nunca me he prostituido y no voy a permitir ahora que abusen de nosotros”.

Así pues, de momento compagina actuaciones con su negocio de ropa, mientras afirma que “los japoneses son quienes de verdad nos valoran, los que me han hecho sentirme útil”. Y apostilla que “esto ha sido muy malo para todos, pero igual es bueno para el arte, Cuando mejor se ha cantado ha sido en época de fatigas. Cuando abramos la boca vamos a cantar con más verdad que nunca”.

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