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Enrique Del Risco: “Los turistas que venían a Cuba en los 90 eran aprendices de Hernán Cortés que se creían el Che Guevara”

Enrique del Risco en los 90 en Cuba

Alejandro Luque

7 de abril de 2022 20:44 h

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En 1990, el promedio de entierros en el principal cementerio de La Habana oscilaba entre 40 y 50 diarios. Tres años después, la cifra ascendía a los 80 a 100. Enrique Del Risco lo sabe porque trabajó allí como historiador. En aquella terrible mitad de los años 90, marcada por la caída del muro de Berlín, asistió a otros fenómenos, como la desaparición a su alrededor del transporte público, los gatos y los gordos. O la aparición de las bicicletas y el ron a granel. Lo cuenta en Nuestra hambre en La Habana (Plataforma), una crónica personal de los años más duros del llamado Periodo Especial.    

Habanero de 1967, Del Risco es actualmente profesor de la Universidad de Nueva York, y ha publicado libros de relatos como Lágrimas de cocodrilo o ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? y la novela Turcos en la niebla, que obtuvo el premio Unicaja Fernando Quiñones. En aquel tiempo, sin embargo, era un joven graduado en Historia que confiaba en que Cuba se integraría en los procesos renovadores de Gorbachov. “En aquellos tiempos en las universidades cubanas pululábamos un montón de estudiantes reformistas, perestroicos, que presionábamos a los dirigentes a todos los niveles para que se unieran al proceso de cambios. El desencanto sobrevino al darnos cuenta de que el régimen no solo no estaba dispuesto a escuchar nuestros reclamos de mayores derechos y libertades –expresados muy tímidamente, eso sí– sino que nos aplastaría si nos propasábamos de ciertos límites”.

El punto de no retorno fueron, recuerda, los juicios y posteriores ejecuciones de los generales Arnaldo Ochoa y José Abrantes, con los que el régimen mostró su rostro más inflexible. Para muchos empezó ahí su desafección a la utopía castrista, respaldada por la lucha cotidiana por conseguir una pastilla de jabón o una pieza de pan. Para Del Risco, fue la culminación de un fracaso: “La Revolución en sí misma fue una larga debacle subvencionada”, asevera. “Sin mencionar las violaciones de los derechos humanos que empezaron con los fusilamientos de los primeros días de 1959, la Revolución consistió en una larga cadena de desastres económicos. Desde que, luego de apropiarse del 70% de la tierra cultivable, el Estado no tuvo mano de obra con qué cultivarla y echó mano a homosexuales, religiosos y ‘otros elementos antisociales’ para hacerla producir. O al famoso trabajo voluntario. O a los estudiantes de escuela secundaria y preuniversitaria. O a los reclutas de la mili. Todo para que el único sitio donde abundaran las patatas fuera en los noticiarios”.

Apagones y enfermedades

“Cada uno de los faraónicos proyectos de Fidel Castro fracasó, desde la famosa zafra de los diez millones de toneladas de azúcar o el de la termonuclear de Juraguá”, resume el autor. “El castrismo económicamente siempre fue inviable. Lo que pasó a partir de 1990 es que dejaron de llegar las subvenciones soviéticas y toda la escenografía que se había montado con su ayuda se vino abajo”.

El escritor, que ha llegado a pesar 50 kilos más que en sus años habaneros, describe la dantesca cotidianidad de una capital que se reducía lentamente a ruinas, que se veía sometida a larguísimos apagones, de la que escaparon 45.000 balseros en cinco años, y un número indeterminado de ellos acabó devorado por los tiburones del estrecho de Florida; una capital en la que la falta de nutrientes y de higiene producía enfermedades que llevaban a la invalidez y la ceguera, desataban epidemias de polineuritis, neuropatía óptica o beriberi, o disparaba los suicidios.

Y sin embargo, Del Risco no renuncia al humor para contar lo vivido, sobre todo para escapar del patetismo. “El humor fue entonces un instrumento para desenmascarar aquella tragedia, porque lo peor no era que la gente se estuviera muriendo de hambre, sino que debía hacerlo en silencio. O peor, debía seguir dando vivas al régimen. Un chiste de la época decía que los cubanos éramos como las focas: teníamos el agua al cuello y todavía nos quedaban ganas de aplaudir”.

“En todo caso -matiza- el humor no salvó a los cubanos. Lo que los salvó fue el dinero de sus familiares en el exterior, la prostitución con el turismo extranjero o la fuga. Por otra parte, si aquello fue una suerte de masacre -en la que murieron miles ya fuera por causas relacionadas con las penurias de aquellos días o ahogados tratando de escapar- también es cierto que fue una masacre en cámara lenta. Y esa es precisamente la definición de comedia que alguna vez dio Woody Allen: tragedia más tiempo”.

Turismo salvador

Cómo logró el poder evitar que una población de once millones de cubanos hambrientos no se rebelara contra él es otra de las incógnitas que Del Risco trata de responder. “El sistema es eficacísimo no solo en sofocar revueltas sino en prevenirlas”, dice. “Y un recurso esencial en esa labor de prevención consiste precisamente en desmoralizar a la gente: desde disuadirlos de antemano del éxito y sentido de una revuelta hasta sembrar la desconfianza en el prójimo. Los cubanos -como en su momento los alemanes del este- viven convencidos que cada cuatro o cinco disidentes hay uno que trabaja para la seguridad del Estado”.

Para el escritor, “no se trata de una cuestión de nacionalidad. Los totalitarismos, donde quiera que se han establecido, han demostrado estar a prueba de insurrecciones populares. Salvo en Rumanía, solo han conseguido ser derrocados desde afuera –como el nazismo– o desde arriba, como el comunismo europeo. De ahí lo asombrosa que fuera la masiva protesta del pasado 11 de julio en toda Cuba y la desmesurada respuesta del régimen condenando a los manifestantes entre diez y veinte años de cárcel. Quieren asegurarse a toda costa de que no se repita”.

El balón de oxígeno que el Castrismo encontró para aliviar la asfixia económica fue el turismo. 30 años después, la depauperada Cuba sigue dependiendo de él tanto como de los envíos de dinero de los cubanos del exterior. “Debe tomarse en cuenta que todas las entradas económicas son acaparadas en Cuba en primer lugar por el Estado y por compañías asociadas con este”, explica. “El negocio hotelero está monopolizado por la parte cubana por GAESA, que es una compañía creada por el ejército y que tiene de jefe a un ex yerno de Raúl Castro. Y encima el Estado se apropia del sueldo de los cubanos que trabajan para empresas extranjeras y luego les pagan como estimen conveniente. O del sueldo de los médicos y entrenadores deportivos que envían a trabajar al extranjero. O cobra una tasa elevadísima sobre las remesas que se envían desde el exterior. O multiplica por 2,4 el precio de lo que vende en las tiendas de divisas convertibles”.

Así, concluye Del Risco, “los cubanos viven de lo que va cayendo por los intersticios de ese mecanismo gigantesco e ineficiente. De lo que logran resolver, que es el eufemismo cubano de robarle al Estado. Pero la mayor entrada de dinero y recursos a Cuba no ha venido del turismo sino de las remesas. En el 2019, para hablar del último año ‘normal’, las ganancias cubanas por el turismo fueron de 2,9 mil millones de dólares y las de las remesas 3,1 mil millones y la diferencia es todavía mayor si se piensa que a diferencia del turismo las ganancias de las remesas son netas. Pero más importante que todo lo anterior es el monstruoso apoyo en dinero y recursos del régimen venezolano, como lo fue antes el de la Unión Soviética”.

Paraíso perdido

Hay un momento en Nuestra hambre en La Habana en que su autor se pregunta por qué venían los turistas a Cuba. “Eran como aprendices de Lope de Aguirre o Hernán Cortés que se creían el Che Guevara. ¿O son uno de los dos? Uno se preguntaba cómo se podía hacer turismo en medio de tanta miseria, pero te dabas cuenta de que buscaban en Cuba el último reducto de la utopía, un territorio virgen de capitalismo, el paraíso perdido, ¡qué se yo! cualquier cosa para embellecer el hecho de que un puñado de dólares y un acento diferente les convirtiera en deseados, en seres superiores. Y que pudieran acostarse con algunas de las personas más bellas de un país que desde hacía mucho tiempo era parte de sus fantasías políticas y sexuales”.

Del Risco no oculta cierto resentimiento hacia aquellas figuras atraídas por las playas de arenas doradas y los daiquiris, pero también por toda la mitología revolucionaria. “Algo habrá cambiado desde entonces, aunque no lo suficiente como para que dejen de aprovecharse de la degradación que ha sufrido una sociedad que lleva demasiado tiempo bajo dictadura. Pero no se trataba solo de turistas. En los noventa una compañía como Meliá entró a saco en Cuba y hoy administra cuarenta hoteles en la isla, más que en ningún otro país a excepción de España”.

“Los cubanos seguimos siendo esclavos del sueño de otros”, apostilla el escritor. “Otros a los que les parece muy bien el mito de la Revolución siempre que se mantenga a distancia. Gracias al turismo Cuba es para buena parte de la humanidad un metaverso muy atractivo si se experimenta por un tiempo limitado y con euros, lo cual sería simplemente ridículo si no fuera por los millones de personas reales que siguen viviendo dentro”.

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