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Julio Fraga: uno de los nuestros

Julio Fraga en su nuevo espectáculo 'El Perro fiel'

David Montero

  • El director Julio Fraga suele estar ahí, en el patio de butacas de sus obras, pero esta vez ha decidido subirse al escenario

El oficio de dirigir es paradójico. Implica la máxima exposición y el máximo ocultamiento. Cuando se levanta el telón, el director (o la directora) está en el patio de butacas pero es como si estuviera desnudo en medio del escenario, expuesto a los vaivenes de ese público que mira aquello que has orquestado, coordinado y conducido. En esa desnudez, la directora (o director) es como una hojita sensible a la mínima brisa: una tos, no le está gustando; una risa, sabía que iban a reír aquí; una pausa demasiado larga de la actriz, se nos van. Nada es tan importante y todo es muy importante.

Julio Fraga suele estar ahí, en el centro de esa paradoja, pero esta vez ha decidido subirse al escenario. Contarse y contarnos unas cuantas cosas sobre algunos asuntos que le mueven y le remueven. Hay un viaje a su origen, hay críticas a la pacatería actual con el humor, hay una llamada a disfrutar del momento presente porque estamos de paso.

El espectáculo arranca como un falso stand-up comedy, como si fuéramos a asistir a una sesión del club de la comedia. Julio detiene esa presentación y nos advierte de que él, como es de Huelva, no va a ir exactamente por ahí. A partir de esa ruptura, la obra pisa varios terrenos: el monólogo a lo andaluz, en la línea de los grandes narradores orales de esta tierra (Quiñones, Pericón, Chano Lobato, Paco el ex del Zarabanda, Serafín Zapico, etc), la recreación de personajes a mitad de camino entre la máscara contemporánea y la autoficción, y momentos en los que se coquetea con el arriba mencionado stand-up comedy. A través de todo ello, Julio echa una mirada a este trozo del sur de Europa, con sus torpezas y sus epifanías. Una mirada que mezcla el humor con el amor, la risa con la lágrima, el gusto por lo local con el afán de universalidad. 

Llorar mientras se canta

En la función late el amor y el homenaje a dos formas de hacer en la escena sureña que han marcado época: José Luis Ortiz Nuevo y su Por dos letras, y esa rara avis que sigue siendo La Zaranda. Aquí, como en ellos, se hace poesía a partir de lo popular, lo más cercano y se dejan entrever la miseria, la injusticia social, el dolor como telón de fondo. Como dejó dicho Cernuda, “el sur es un desierto que llora mientras canta”. Ese sur que es éste, pero también quimera, invento, no-lugar en el que refugiarnos de este sinsentido que es estar vivos.

Me gustaron especialmente los desternillantes comentarios de texto de los fandangos que antes había cantado, la vulnerabilidad de su cantar (que me emociona y me dejan con ganas de más de eso), el truco de los bebedores de palomitas (del que no haré spoiler), la valentía y la generosidad de Fraga para abandonar su lugar en las sombras y habitar la fragilidad de estar a la luz.

La dirección de Verónica Rodríguez se hace cómplice fiel de ese viaje y firma una puesta en escena “a lo Julio” para que éste se mueva como pez en su propia agua. El público que ha llenado la Sala Cero los cuatro días, se divierte de lo lindo y lo reconoce, lo reconocemos, como uno de los nuestros. No hay otro lugar desde el que contar y contarse.  

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