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Quiero tumbarme a tu lado, pero no hay tiempo (2)

Carlota Berzal en 'Todo lo que no soy' / Foto: Pablo Muruaga

David Montero

Domingo, 14 de enero

18.17 h Aquí centauro del desierto retransmitiendo desde la cuesta de la calle  Alfonso XII. Me pongo de pie en la bici. Cómo cuesta la cuesta. Llueve. Pedaleo mientras miro la vida a través de los cristales mojados de mis gafas.

18.23 h Me encuentro a N (no confundir con la N de ayer). Me bajo de la bici y cruzamos el puente de Triana juntas. Admiramos un arco iris como de postal, pero que no es de postal.

18.37 h Con el minúsculo teatro a reventar, comienza Todo lo que no soy.

19.20 h Acabo de salir del teatro. Me estoy liando un cigarro mientras pienso en la obra: un casting ficticio sirve de coartada argumental. En él, un personaje cuyo nombre coincide con el de la intérprete muestra sus torpes habilidades (pianista, gogó, artista plástica o actriz) y despliega su inflado curriculum. Desde el humor, la pieza ahonda en el ridículo de venderse a toda costa, de querer ofrecer una imagen perfecta de lo que (no) somos. Vemos a la caracterizadísima protagonista fracasar porque es incapaz de encajar en la horma que el extraño mercado del teatro (y de la vida) esperan. Carlota es poderosa y valiente: se entrega a lo ridículo y lo grotesco sin titubear. A mí me ha divertido e inquietado especialmente el movimiento del personaje: el gesto que se congela, la sonrisa que se estira más allá de la cuenta. Al final, la intérprete se despoja de todos los postizos y se entrega a un movimiento catártico que me dejó pegado a la butaca. De eso último, me quedé con ganas de más.

20.12 h Me despido de N en la esquinita de calle Lumbreras. Hemos decidido escribir algo juntas porque se nos ha ocurrido un gran título. Lo apunto aquí para que no se nos olvide: Manual de menstruaciones masculinas.

20.20 h Vuelvo al Hostel, vuelvo a los Encuentros concentrados. Saludo a gente y eso (“eso” es mirar al móvil, al suelo, a las paredes y al techo). 

20.32 h Subo las escaleras. En la puerta de la habitación donde veremos I want hay papelitos con frases  tipo “quiero hacerme una foto contigo” o “quiero tocar tu piel”. Cada espectadora coge uno. Entramos. En la cama, un cuerpo de mujer desnudo y medio tapado por un edredón. Se levanta. Se viste. Va cogiendo papelitos del público y hace lo que dicen. Empieza con V, que está a mi lado. El suyo dice “quiero entregarme a ti”.  V y Teresa se miran. Teresa baila para ella. V llora poquito y en silencio. A mí me dan ganas de abrazarla, pero me quedo quieto. Me emociono. Y la emoción ya no me abandona en toda la pieza. La vulnerabilidad de la intérprete se mezcla con la nuestra (gracias, V): ¿cuándo nos tocará y en qué se traducirá eso que dice nuestro papelito? Hay belleza, humor y entrega.  ¿Deseamos hacer lo que pone el papel o que nos lo hagan? ¿Somos sujeto u objeto? Sostengo mi papelito entre los dedos. Me estoy quedando para el final. Cuando me va a tocar el turno, la pieza termina. “Mi acción” no se hace. Mientras salimos, vuelvo a mirar mi papelito, dice “quiero tumbarme a tu lado”. 

20.53 h Tengo un descanso y me pido una cerveza en la barra. Sigo saludando y sigo eso. También fumo y llamo a mi madre por teléfono. I want y las lágrimas de V me han dejado sensible (para bien).

21.30 h Entro a ver Esta no es la vida de privada Rosa Romero. La mujer (Rosa) está allí de pie con su camiseta de Camarón, sus mallas y su chaqueta. Se agita y dice palabras sueltas. Es como si estuviera haciendo varias cosas a la vez, de las que distingo: bailar flamenco, saludar, presentarse, agradar, bailar electrónica, prepararse para confesar algo muy j(h)ondo: como una remezcla de sí misma hecha loop humano. También hay música y proyecciones. Y un listado de cosas que Rosa es y que Rosa hace, como una enumeración caótica de sí misma que la cuenta y la define porque ella, como todos,  es caos, o sea, vida. Me río mucho. Lloro un poquito. Por estos quince minutos yo soy ella. Y su madre (que aparece en vídeo) es la mía, con ese amor incondicional arrebujaíto con la perplejidad por lo que soy y lo que hago. Salgo conmovido y feliz. Hay honestidad y arrojo, hay cuestionamiento de lo privado y lo público, de lo real y lo representado y, sobre todo, hay amor y verdad. Rosa, aquí, consigue lo más difícil: ser amable en el estricto sentido de la palabra.

22 h La casa rusa. Un cantante de boleros nos recibe rodeado de tres mujeres colgadas. Tras un par de acciones cotidianas, comienza a cantar. Las mujeres son su coro que le da la réplica mientras ejecutan movimientos de danza vertical. La propuesta tiene la virtud de mezclar dos elementos ajenos (bolero y danza vertical) y, que, sin embargo, parezcan hechos el uno para el otro.  El cantante, José Guapachá, dice sus canciones con la naturalidad de las cosas auténticas: lleva media vida haciéndolo y eso trasmina. El coro mezcla la guasa con el virtuosismo. Y todo fluye con aire de estar ocurriéndoseles sobre la marcha (señal de lo que ha sido ensayado con cariño sin tratar de forzar a la realidad para que se parezca al ensayo sino de propiciar que ocurran cosas vivas). Salgo con ganas de acercarme a alguien y cantarle un bolero.  No lo hago. La timidez casi siempre me gana.

22.30 h Último viaje de hoy: Sonada (hagámoslo a quemarropa). Una propuesta de Rocío Guzmán que prosigue su indagación en las músicas tradicionales y en la voz humana, acompañada esta vez por el músico electrónico Saúl Wess. Su improvisación vocal va y viene de lo formalizado como “canción” a lo puramente sonoro. Y  su voz me lleva y me trae, me hace visitar lugares que no espero: flamenco y copla, sonidos guturales, una voz que se desmaya y nos desmaya. Hay queja, alegría y sexo; ironía, demora y emoción. Me acuerdo de una frase de J.C. Onetti que me parece la receta perfecta para asistir a una improvisación como ésta: “Se exige paciencia y una atención desesperada a los detalles”.

23.42 h El centauro desata su bici resignado a comer cualquier cosa porque ya no son horas. Cualquier cosa se convierte en una pizza de (atención, ladys and gentlemen) salchicha y patatas fritas (lo juro y lo prometo: que existe y que me la comí).

00.17 h Con el estómago lleno, el centauro toma más cervezas y charla con gente amiga y conocida.

01.24 h Aquí centauro. Lo de las cervezas sigue.

01.49 h Y sigue.

02.27 h Aquí centauro. ¿Qué hago? ¿Me pido o no me pido otra?

02.43 h Me la pedí. Me la bebí. Esto de los Encuentros Concentrados es un hermoso peligro. Gracias, Julio; gracias, Fran (sois las mejores azafatas de teatro contemporáneo del universo mundial, entre otras muchas cosas).

03.12 h Camino de casa. Hace frío. Me gustaría estar ya en pijama (como Mikoto, pero sin los pelos en la cara). Me dan ganas de mandarle un whatssap a X que dijera: “quiero tumbarme a tu lado, pero ya no hay tiempo”. Pero no, estos whatssaps a estas horas los carga el diablo. Aunque, bueno, si me ha salido el impulso, será por algo, ¿no? Cojo el móvil. Me lo pienso y…  y… Si fuera Hamlet diría que “the rest is silence”; si fuera Mayra diría que “hasta aquí puedo leer”. Creo que soy más Mayra que Hamlet.

 

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