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La historia de la minería en Colombia ejemplifica perfectamente el modelo de colonización empleado hasta nuestros días. Desde que aparecieron los primeros españoles por esas tierras, la avaricia y despojo han sido la constante que ha regido la vida y muerte de sus pobladores. Este verano se dio el último episodio de esta epopeya por la permanencia en el territorio con los mineros tradicionales como principales protagonistas. En Segovia y Remedios, dos localidades del Nordeste antioqueño de Colombia, los mineros ancestrales y tradicionales, como ellos mismos se denominan, en respuesta a un proceso de desalojo llevado a cabo por el Estado colombiano, han organizado un paro minero que les ha enfrentado con la policía, ejército y la temible ESMAD, los batallones antimotines.
Antes de que los españoles pusieran sus ojos en las riquezas de la región de Antioquía, los indígenas ya extraían oro de sus entrañas. Después, la explotación de la minería sufrió altibajos en el tiempo. Los antecedentes del último acto de esta historia datan del establecimiento de la Frontino Gold Mines en la zona, una empresa que durante años extrajo el oro. En 1976, debido a problemas económicos, abandonó sus intereses en la región, inició un proceso de liquidación y firmó una escritura de dación en pago en Nueva York, por la que cedía a los trabajadores y pensionistas sus derechos mineros. Aquí empieza una historia legal de ocultaciones y maniobras en las que los trabajadores permanecieron ignorantes de esta escritura hasta que un sindicalista descubrió el documento. Después de años de reivindicaciones y procesos legales, los mineros consiguieron pronunciamientos judiciales de las más altas instancias colombianas que les restablecían en sus derechos. Sin embargo, Alvaro Uribe, poco antes de abandonar la presidencia, les quitó sus títulos y los cedió a una multinacional. En 2010, la Gran Colombia Gold, a través de Zandor Capital, se hizo con la titularidad de las minas. María Consuelo Araújo, ex ministra de Cultura y Relaciones Exteriores del gobierno de Uribe, pasó a ser presidenta de la multinacional canadiense minera. Todo un ejemplo de cómo las oligarquías de Colombia, de las que Araujo hace parte, se reproducen en el tiempo a través de “puertas giratorias”. Su padre y su tía hicieron parte de gobiernos de Colombia, su hermano fue senador y tanto el padre como el hermano fueron acusados de tener vínculos con el paramilitarismo. La canciller dimitió unos meses antes de que formalmente se iniciaran las negociaciones con Canadá para la firma del Tratado de Libre Comercio, pero se sospecha que durante los trabajos preparatorios de ese acuerdo le sirvieron para ir preparando su paso a una multinacional extranjera y en un sector, la minería, del que carecía de conocimientos previos.
Los habitantes de esta zona han sufrido otras guerras del oro como las libradas entre los grupos paramilitares Los Rastrojos y Los Urabeños. Unas disputas que en 2013 hicieron del municipio de Segovia uno con las más altas tasas de homicidio del país con 78 fallecidos.
El conflicto actual enfrenta a los mineros que coexisten, dentro de la zona concesionada a la multinacional Gran Colombia Gold, con dicha empresa. Durante los meses de julio y agosto se recrudeció ante los rumores de desalojo. La autoridad estaría próxima a ejecutar una serie de amparos administrativos a favor de la multinacional, una acción legal utilizada por el beneficiario del título minero para suspender la perturbación que un tercero realiza en el área objeto de su título. Estas noticias y las constantes acusaciones a los mineros de incumplir con la regulación minera y de causar daños al medio ambiente (principalmente, por el uso de mercurio) son el origen de las protestas. Bajo el pretexto de las afecciones medioambientales se intenta expulsar del territorio a la fuerza a quienes no se encuentran en condiciones de competir en términos de igualdad precisamente con sus usurpadores. Toda la economía local de Segovia y Remedios depende de la minería. La reacción de los medios de comunicación fue criminalizar la protesta, acusándoles de estar penetrados por paramilitares e insurgentes del ELN. El Gobernador de Antioquia, Luis Pérez, llegó incluso a acusar a los bomberos de Remedios y Segovia de haber distribuido explosivos a los manifestantes del Paro Minero. Una increíble acusación que demuestra el nivel de estigmatización de la protesta.
Con esta situación, a finales del pasado mes de agosto llegamos a Segovia. En esos momentos habían muerto tres personas, víctimas de las fuerzas del Estado. La crisis humanitaria por la prolongación del paro se hacía evidente. La población civil denunciaba que las fuerzas de seguridad ocupaban propiedades privadas para defenderse de los mineros. Se elegían principalmente los puestos estratégicos, en altura, desde donde vigilar y apostar francotiradores, así como bienes públicos. Un ejemplo es la escuela Liborio Bataller, vandalizada por el ESMAD, y desde donde sus miembros vigilaban el lugar de concentración principal de los mineros en la bomba (gasolinera) Oasis.
Finalmente, se llegó a un acuerdo entre mineros y autoridades para la formalización y reubicación de las plantas de beneficio y adopción de unas determinadas medidas medioambientales. La demostrada resistencia de los mineros a ser privados de su único medio de vida ha sido el único lenguaje que llevó al Estado colombiano a sentarse en la mesa y suscribir un acuerdo. Otra cuestión distinta será el grado de cumplimiento del mismo, si este será otro papel mojado o un intento sincero de respetar los derechos de quienes durante generaciones han hecho de este territorio su proyecto de vida.
De este nuevo episodio de resistencia en Segovia se pueden extraer notas comunes con otras protestas que se dan en Colombia y el papel del Estado en las mismas. Al contrario de lo que se puede pensar, la presencia del gobierno parece servir para proteger a las multinacionales. En lugar de garantizar los servicios esenciales para la población, o perseguir a los grupos paramilitares, se prefiere centrar los esfuerzos en garantizar la tasa de retorno en beneficios de las inversiones extranjeras, aunque estas se hayan visto precedidas de oscuros negocios, en los que la connivencia entre antiguos políticos y funcionarios cuestione su legitimidad.
Esto lleva a la represión y asesinato de líderes sociales y sindicalistas, otra constante en Colombia. “En 2016 fueron asesinados 80 defensores y defensoras de derechos humanos, 17 casos más que en 2015” y en lo que va de año las muertes se han incrementado hasta las 51 a fecha junio de 2017.
La represión de la movilización y la protesta social por parte cuerpos de seguridad, como el controvertido ESMAD, es una prioridad, a pesar de que su disolución -por sus prácticas violentas- ha sido reivindicada en muchas ocasiones por numerosos movimientos sociales. El Presidente Santos declaró que, en el denominado post-conflicto, “el papel del Esmad se vuelve especialmente importante para preservar la seguridad en todo el territorio, es otra prioridad”.
Sin embargo, en lugar de escuadrones antimotines contra la población, lo que el proceso de paz y la participación política de las organizaciones insurgentes, transformadas en partido político, requieren son garantías de un espacio donde hacer política no cueste la vida. Este es el reto que asume el Estado colombiano para demostrar que las insurgencias ya no tienen razón de ser.
En Segovia tienen especialmente claro la necesidad de estas garantías reales. En la plaza del pueblo, donde acabó la manifestación de bomberos contra las declaraciones del Gobernador en su contra, un monolito recuerda a las 43 personas asesinadas el 11 de noviembre de 1988, durante un ataque del grupo paramilitar Muerte a Revolucionarios del Noreste, liderado por Fidel Castaño y que tenía como finalidad eliminar a los militantes de la Unión Patriótica que habían ganado las elecciones municipales de marzo de 1988.
Segovia se consideraba “la cuna del Partido Comunista en Antioquia y contaba con un sólido movimiento social, campesino y sindical, que representaba un obstáculo para los políticos tradicionales y los paramilitares, que en ese entonces querían apropiarse de esta zona rica en minas de oro y plata”. Las secuelas sobre la población y organizaciones sociales aun perduran casi 30 años después. Resulta claro que esa masacre consiguió los objetivos de desarticular los procesos sociales y organizativos, lo que permitió a grupos paramilitares hacerse con el control del territorio. El estado Colombiano se presenta como dialogante y dispuesto a alcanzar acuerdos, tanto con organizaciones sociales, como con grupos insurgentes. Sin embargo, la realidad es que bajo estos acuerdos la concepción de la paz aparece “centrada en los beneficios que le traería a la inversión extranjera y al gran empresariado multinacional, el cual podría explotar los recursos naturales, principalmente los minero-energéticos, sin el temor a ataques o extorsiones de grupos insurgentes”. De momento, en Segovia, como en otros lugares, los esfuerzos de paz del Estado se dirigieron a despojar a los mineros mediante el ESMAD. Solo la resistencia organizada de la comunidad lo evitó de momento.