El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
Hay preguntas que se clavan en el pecho como una aguja fina y obstinada. Una de ellas es esta: ¿es el poder un lugar habitable para las mujeres? No si pueden ocuparlo —porque, aún con dificultades, algunas, pueden— sino si ese lugar, históricamente diseñado por otros y para otros, puede ser un hogar para ellas. Un espacio donde no haya que fingir, disfrazarse, endurecer la voz ni desdibujarse para poder existir.
Porque el poder, tal como lo hemos conocido, ha tenido siempre una arquitectura masculina. Ha sido un palacio frío, con puertas pesadas y pasillos que susurran nombres de hombres. El poder, ese que se levanta sobre jerarquías, silencios impuestos y codazos invisibles ha sido durante siglos un traje a medida para quienes no tienen que pensar dos veces antes de hablar fuerte, sentarse en el centro de la mesa o no pedir disculpas por (casi) nada.
Pero entonces llegaron ellas.
Llegaron sin pedir permiso, como debe hacerse cuando el permiso no es una opción. Con la voz temblorosa a veces, sí, pero con la convicción de quien sabe que no busca un privilegio, sino justicia social. No se trata de una invasión, sino de una reconfiguración del mapa. Porque el poder, si no se transforma, se termina pudriendo.
En 'El segundo sexo', Simone de Beauvoir afirma que “no se nace mujer: se llega a serlo”. Algo similar podría decirse del poder: no se habita simplemente; se conquista, se redibuja y se vuelve a escribir. La pregunta, entonces, no es sólo si hay mujeres en el poder, sino qué tipo de poder están construyendo ellas cuando llegan. Porque, no nos engañemos, una mujer reproduciendo todas y cada una de las formas en que se manifiesta el poder patriarcal no sólo no aporta nada al cambio en favor de la igualdad, sino que apuntala el sistema más desigual que ha conocido la humanidad.
Miremos, por ejemplo, a Jacinda Ardern, ex primera ministra de Nueva Zelanda. Su liderazgo no se basó en la fuerza, la intimidación o el cinismo político. Fue capaz de llorar públicamente por las víctimas de un atentado o de hablar con dulzura sin perder autoridad. ¿Quién dijo que el poder debía ser sin lágrimas? ¿Quién decretó que el liderazgo debía oler a testosterona y no a cuidado?
O pensemos en Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz. Su poder no se sostuvo en el ruido, sino en la memoria. En esa forma ancestral de autoridad que no exige, sino que escucha. Ella no sólo tomó un espacio de poder, sino que lo enraizó en otras lógicas, otras voces, otras maneras de caminar el mundo.
Y, sin embargo, no podemos romantizar la hazaña. Porque la entrada de las mujeres al poder ha sido, muchas veces, una entrada hostil. No es una bienvenida, sino una conquista. Las cifras lo gritan: las mujeres deben ser mil veces más competentes para obtener la mitad del reconocimiento y deben responder preguntas que a sus pares hombres jamás se les harían. Esas preguntas que no buscan respuestas. Buscan desestabilizar, recordar que ese lugar aún no ha sido pensado para ellas.
Pero quizá ahí radica el gesto más revolucionario: no sólo habitar el poder, sino habitarlo de otra manera. Con otras palabras. Con otras formas de resolver los conflictos. Con sensibilidad, sin pedir perdón. Con firmeza, sin renunciar al abrazo.
Hannah Arendt hablaba de la vita activa, esa vida pública que construye mundo. Las mujeres, durante siglos confinadas a lo privado, están haciendo estallar esa frontera. Están demostrando que el poder no tiene por qué ser una guerra constante, una pirámide de egos o un juego de suma cero. Que puede ser un tejido. Una red. Un espacio de construcción común donde las decisiones no se imponen, sino que se acuerdan.
El poder, así entendido, no es un castillo al que se entra sola. Es un terreno por abrir, un jardín por sembrar y un lenguaje nuevo por inventar.
Y no, aún no es del todo habitable para las mujeres. No sin renuncias, no sin heridas. Pero, algunas, están haciendo habitaciones. Están rompiendo muros. Están construyendo ventanas donde antes sólo había espejos. Espejos masculinos que nos decían que teníamos que emular para poder ocupar un espacio de liderazgo. Y cuando una mujer logra eso, no lo hace sólo para sí: abre la puerta para muchas más.
Quizá, después de lo que estamos viviendo en este último tiempo, el poder nunca más vuelva a ser el mismo. Y eso es una buena noticia.
0