Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Llanto de gaviota con ciudad ecoinsensible de fondo
«Son las gaviotas, amor. / Las lentas, altas gaviotas.». Así cantaba el poeta asturiano Ángel González, una de las cimas de nuestra poesía contemporánea, a las gaviotas recortadas en el cielo, blancas y majestuosas, representando la constancia del amor aun en días de tormenta. Estas aves, consideradas sociales y muy inteligentes, en especial la patiamarilla, con una gran capacidad de adaptación a las actividades humanas, forman parte del perfil de nuestra ciudad, un símbolo de su carácter marítimo y portuario. Sin embargo, nadie se preocupa por ellas: hay que estar ciego y sordo para no verlas mendigar a gritos un alimento que escasea cada vez más, por muy omnívoras y hasta carroñeras que sean, debido a que el litoral ya no provee lo suficiente por la sobrepesca y la contaminación y las únicas medidas institucionales que las tienen en cuenta están centradas en impedir que se reproduzcan y se alimenten. Donde unas —quizá las menos— vemos criaturas de la naturaleza, convecinas terrenales, sufrir, otros ven tan solo ruido y suciedad.
Da igual que su papel sea esencial en tanto eliminan restos orgánicos, carroña y desechos pesqueros y regulan poblaciones de ratas, palomas y pequeños vertebrados ni parece importar que su existencia mantiene visible el vínculo de la ciudad con el mar formando parte del paisaje sonoro, visual y simbólico de nuestra ciudad: su desesperación por la falta de alimento obtiene como respuesta el rechazo. De hecho, se las insulta, se las envenena, se las acusa de sucias y hasta de peligrosas. Una hostilidad indecente que revela una incomodidad y/o insensibilidad antropocéntrica frente a todo aquello que escapa al control humano: lo animal, lo salvaje, lo no domesticado.
A quienes se creen dueños de la ciudad, conviene aclararles que las gaviotas no han invadido nada: estaban antes que nosotros y nosotras. Surgen hace entre 25 y 30 millones de años, mientras el ser humano aparece a lo sumo hace unos 300.000, en África, según el registro fósil más reciente —yacimiento de Jebel Irhoud, en Marruecos— e incluso contando antecesores del género Homo como el Homo habilis, no superamos los 2,5 millones de años. Ellas son, por derecho, habitantes históricos de la costa cantábrica y su presencia en el centro urbano, en espacios cada vez más interiores no es una mera anomalía, sino una adaptación forzada. Hace tiempo que se toman medidas para que no ensucien al alimentarse en los contenedores, pero sin proponer alternativas para su subsistencia. Y la vida, por fortuna, se abre paso.
Por harto que esté uno de verlas sufrir, sale caro optar por alimentarlas, porque la Ordenanza municipal de Gestión de Residuos Urbanos y Limpieza Viaria de 2006, en su artículo 9, punto 10 indica que impide a los vecinos “facilitar cualquier tipo de alimento a animales y en particular a palomas, gaviotas, perros y gatos”, suponiendo una multa que puede ir de los 90 a los 300 euros o más, dependiendo, por ejemplo, de si hay reincidencia. Dar de comer al hambriento está penado por ley, qué mundo extraño es el nuestro.
Aunque la Ley 7/2023 de Bienestar Animal en España no protege directamente a las gaviotas por tratarse de fauna silvestre no cautiva, según la Ley de Patrimonio Natural y de la Biodiversidad, corresponde a las administraciones públicas —especialmente ayuntamientos y comunidades autónomas— velar por su preservación y evitarles cualquier forma de sufrimiento evitable. La creciente tendencia municipal a prohibir su alimentación en nombre de la higiene y la seguridad deriva, si no se acompaña de medidas alternativas, en un comportamiento completamente ajeno a la justicia multi- e interespecies a la que debemos aspirar en pleno siglo XXI. En cambio, ¿qué ocurre cuando se retira todo acceso al alimento sin ofrecer otro nicho ecológico posible? Negar alimento no es neutral si implica exponerlas al hambre o a conflictos crecientes por recursos. Una gestión pública verdaderamente ética y sostenible debería equilibrar la regulación del alimento con la responsabilidad de garantizar condiciones mínimas de vida. Las gaviotas, habitantes legítimas del litoral y del aire urbano, no son intrusas: son supervivientes de un mundo que hemos alterado. Cuidarlas no es una concesión, sino una forma elemental de justicia.
Quien llena de basura la ciudad no son ellas ni las palomas ni las ratas que en los últimos tiempos se han dejado ver más de la cuenta, convirtiéndose en símbolo de una movilización ciudadana impulsada por Cantabristas debido al estado de suciedad de la ciudad. La responsabilidad es de un deficiente servicio de basuras subrogado a Ascan por el Ayuntamiento y de gestión de los animales urbanos, en este caso adjudicado a Légamo, filial de Urbaser. Los planes actuales tienden a evitar la incorporación de nuevos reproductores a la población por reducción de la natalidad, a sellar contenedores, reforzar bolsas, limitar acceso a basura, educar contra la alimentación directa y ahuyentar colonias de zonas con restos pesqueros. El resultado es un desplazamiento del problema, no su resolución. Para cumplir la ley, los ayuntamientos deberían elaborar planes éticos de gestión y evitar conflictos evitables con los vecindarios. Algunas ciudades ya han ensayado soluciones menos punitivas y más cohabitables como la creación de zonas periféricas de alimentación controlada —modelo usado con gatos ferales— donde se retiran residuos del centro pero se permiten ciertos puntos donde los restos de pescado o comida sobrante son accesibles de forma segura, lejos de peatones. La recuperación del entorno natural costero permitiría, asimismo, que la gaviota se alimentase como lo hacía históricamente.
Viviendo en la sexta extinción animal, experimentando cada día los efectos del cambio climático resultado de nuestra profunda insensibilidad ante el planeta que habitamos y sus moradores no humanos —y no pocos humanos también—, deberíamos empezar a plantearnos que una sociedad que considera suciedad o ruido a otros seres vivos tiene un serio problema de enfoque por el que ya estamos pagando factura. El Libro Rojo de las Aves de España cataloga a la gaviota patiamarilla ya como “casi amenazada”, y Birdlife International la tilda de “vulnerable a nivel europeo”: un día, quizá nosotros, quizá nuestros hijos e hijas, podríamos echarla de menos. Y solo la necedad puede considerar a estas alturas de la partida que estas cuestiones sean secundarias.
Más allá de las normas necesitamos educarnos en la cohabitación para reconocer que el centro de Santander no es ni debiera ser exclusivamente humano, por lo que, además de habilitar formas de sustento sostenible para nuestras convecinas aves, no estaría de más crear campañas culturales que conecten a la ciudadanía con la dimensión animal y vegetal del entorno urbano. Como sabiamente apunta La comunidad terrestre de Achille Mbembe, el objetivo ético hoy ha de ser “la multiplicación de las reservas de vida, la puesta en común del hálito primordial que reúne y anima la asamblea, compuesta de muertos, vivos y ancestros, de seres y cosas, de animales, plantas, objetos y espíritus”. Abrir un horizonte, una concepción de la vida y de la Tierra en la que la humanidad no ocupa un lugar dominante.
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