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Se acabó la sopa de cigala: cómo el traspaso de un bar en Islandia puede apagar el alma de un pueblo

Alli, copropietario de la cafetería Bryggjan, frente a un plato de sopa de cigala

Pau Rodríguez

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– Las cigalas se han acabado.

– ¿Y no te parece normal? 

– Sí. 

Un grupo de viejos pescadores, parroquianos todos ellos del bar Bryggjan, donde ni siquiera pagan por el café que les sirven, discute sobre el presente del sector pesquero. Poco queda de lo que ellos vivieron: la captura de la cigala –con la que se prepara la tradicional sopa islandesa, que en inglés se llama lobster soup– cayó en picado debido a los excesos del mercado. Las pasiones que desataba en su época la liga de barcos pesqueros las concentran hoy la Premier League de fútbol. Además, desde hace unos años, turistas de todo el mundo empiezan a llenar esa cafetería que durante décadas ha sido un refugio social y cultural para los vecinos. Hasta que un día los propietarios, los hermanos Alli y Krilli, pronuncian las palabras que nadie quiere oír: “Nos hicieron una oferta que no pudimos rechazar”.

La historia del bar Bryggjan, en la anodina localidad islandesa de Grindvík (3.000 habitantes), y su traspaso final, es un relato de ecos globales que queda plasmado en el documental Lobster soup, de Rafa Molés y Pepe Andreu, y que se podrá ver en mayo en el DocsBarcelona (18-30 de mayo). En primer lugar, retrata cómo un pequeño y austero establecimiento puede convertirse en el centro de gravedad de una comunidad, con sus tertulias, sus lecturas de poesía y sus noches de ‘Crónicas’ –que mantiene vivas las historias locales, reales o inventadas–. Pero también porque señala una triste paradoja en tiempos del turismo masivo: su autenticidad acaba siendo su sentencia de muerte. Alejado inicialmente del circuito de visitantes, poco a poco se va haciendo conocido por ser un reducto en el que todavía se puede vivir lo más parecido a la experiencia islandesa: comer el único plato del día, lobster soup, junto a un puñado de pescadores silenciosos y una decoración repleta de instrumentos náuticos y fotos de barcos antiguos.

Esa atmósfera, sublimada por la presencia de Alli, un tabernero con alma sensible atrapada en el aspecto de un vikingo, es lo que cautivó al documentalista Pepe Andreu cuando visitó el lugar por casualidad en 2018. Él iba a visitar con su familia la Laguna Azul, principal atractivo turístico de la zona, pero no pudo entrar porque había demasiada gente. Así que se fue al poco transitado pueblo de Grindavík, donde acabó comiendo en el único bar que hay: el Bryggjan. Andreu volvió a Valencia y le propuso a su compañero Molés realizar un documental sobre el papel de ese bar en la comunidad local, pero cuando le contaron la idea a Alli, que de entrada les tomó por locos, tuvieron que adaptar sus planes. “Nos dijo que había un problema. Que acababan de recibir una oferta para construir allí un hotel y que habría que hacerlo rápido”, comenta Molés.

“Lo curioso es que también nosotros llegamos allí como cualquier otro turista, en busca de la sensación exótica de estar en el último lugar auténtico, eso que precisamente despertó el interés de los inversores”, relata Molés, que ve el documental como una particular forma de reparar esa parte dañina del turismo global. Desde Barcelona hasta Seúl, de Valparaiso a Nueva York, este fenómeno reciente ha actuado como un tornado, transformando –lo que se conoce como gentrificación– los entornos urbanos de cientos de ciudades. En Islandia el boom llegó más tarde, en 2018, con un récord de 2,3 millones de visitantes en una isla de 330.000 habitantes. Para Molés, “es como observar a través de un microscopio cómo un lugar virgen puede ser cambiado”.

Los hermanos Alli y Krilli montaron la cafetería sin demasiadas aspiraciones en 1974. El primero, en la cocina, se encarga de preparar la comida. El segundo, desde la barra, da cuerda a los parroquianos. El local formaba parte de un recinto industrial en el que se fabricaban redes de pesca, una empresa en la que llegaron a trabajar más de 30 personas, hasta que el negocio decayó. Entonces los hermanos decidieron probar suerte con los cafés. “Lo montaron para ver si iba a ir alguien, y al final se acabó convirtiendo en lugar de reunión del pueblo”, dice Molés. 

Por el Bryggjan pasan personajes fascinantes, que le dan al documental un aire cómico en el que se retrata al último boxeador de la isla o a un escritor que llegó a traducir a Cervantes al islandés. También pequeñas historias de la memoria oral que se agrandan conforme se repiten, una y otra vez, en las tertulias. Y todo ello bajo un halo de melancolía que parece impregnarlo todo y que tiene que ver con una nación sin demasiada autoestima. “Un país que ejerce como sirviente nunca evoluciona”, se lamenta Alli, en referencia primero a la ocupación de los americanos y luego, en pleno siglo XXI, de los turistas. 

Los propietarios del Bryggjan acaban vendiendo el bar a unos inversores que quieren hacer un macrorestaurante, pero que les prometen que conservarán la esencia del local. Tiene todo el sentido del mundo, puesto que fue esa autenticidad lo que le dio popularidad al Bryggjan entre los visitantes. Pero, ¿será suficiente con mantener su decoración? ¿Seguirán yendo los viejos pescadores si les empiezan a cobrar el café y no está Alli para comentar la jugada?

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