Como cada año por estas fechas, Transportes Metropolitanos de Barcelona (TMB) organiza su concurso de relatos cortos. En la octava edición de este año los ganadores se llevarán lotes de libros, e-books, inscripciones gratuitas a conferencias, un año de cine gratis y la conversión de su historia en un cortometraje. Hasta aquí, nada que decir salvo la sugerencia de regalar también abonos de transporte. El problema comienza cuando un concurso que se define como “una fórmula original y participativa para que los ciudadanos de Barcelona y de su área metropolitana se ejerciten en la escritura y la lectura” censura los textos críticos.
Es lo que le ha pasado a mi amigo I. En su perfil de Facebook ha colgado la modesta creación literaria que envió hace unos días a TMB para que nosotros juzguemos si la censura es del todo justificada. En su relato, I. explica un momento real de su vida cotidiana viajando en metro con las típicas aglomeraciones en los vagones en hora punta, el hombre que se pasea arriba y abajo pidiendo una ayuda, los intentos frustrados de una banda de robar a un despistado turista de aspecto nórdico y el típico tapón que alguien provoca en el lado izquierdo de la escalera mecánica, teóricamente el más rápida.
I. añade que la razón que le ha dado TMB para rechazar su texto es que incumple una de las cláusulas que incluyen las bases del concurso de relatos cortos y que tiene que ver con el prestigio de la institución. Concretamente es la que aparece en el punto C del apartado 6 y que dice: “No debe ser contrario al buen nombre, prestigio o imagen de TMB”. Esto de querer mostrar algo que no es, sobre todo cuando hablamos de Barcelona, empieza a ser preocupante. Sin embargo, por mucho que se censure que los precios del transporte público son de escándalo, que los carteristas hacen de las suyas, que en horas punta viajamos como sardinas o que cada vez hay más mendigos, la realidad del metro es la que es.
Los intentos del Ayuntamiento de Barcelona para vender al mundo una ciudad idílica y glamurosa sin pobres y sin conflictos sociales, sin contaminación y sin malas infraestructuras son recurrentes, pero están abocados al fracaso. El metro sigue oliendo a axila sudada, a pies, humedad y orín (los fines de semana), a la que te descuidas te han robado el móvil o la cartera, la recogida selectiva de basura no funciona, las escaleras mecánicas se estropean continuamente –la del Poble Sec salida Manso lleva semanas averiada–, el botellón es una fiesta ya institucionalizada y aún hay estaciones que no son accesibles a las personas con movilidad reducida.
La experiencia de I. me ha hecho replantearme mi participación en este concurso tan poco democrático. Mi relato corto también era crítico. Hablaba de fantasmas, de cantantes de ópera desgraciadamente desaparecidos que desafinaban como una mala cosa y de una alta concentración de frustración y de malas vibraciones que hace que la gente más sensible –y la de los barrios más ricos de Barcelona– acabe optando por viajar en autobús.