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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

¡Intelectuales del mundo, uníos!

Saul Steinberg.

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Si introducimos en Google, como criterio de búsqueda, la frase «¿Dónde están los intelectuales?», aparecen en el navegador al menos tres páginas seguidas de resultados con esa entrada. Parece que es una inquietud bastante extendida. Hay muchos que formulan la pregunta con retranca, alegrándose de que esos intelectuales venidos a menos hayan perdido el reconocimiento y el prestigio que tuvieron a lo largo de la Transición. Es algo en lo que coinciden, por distintos motivos, la derecha recalcitrante y ciertos sectores de la izquierda, que piensan que los intelectuales del 78 «están organizados en un cártel», en expresión del historiador Pablo Sánchez León. Pero quienes claman al cielo con mayor énfasis son los émulos frustrados de aquellos «mandarines» (esta vez la analogía es de Gregorio Morán), que se sienten huérfanos sin su liderazgo. Entre ellos reina una cierta angustia, pues intuyen que su incipiente carrera se va a hacer puñetas.

De todas las respuestas que uno encuentra en esos artículos, una llama la atención por su descarnada explicitud: «El problema ya no es que no haya ganado, sino que el ganado ya no tiene dónde ir, no hay redil», dice Álvaro Delgado-Val refiriéndose a los intelectuales. Lo dice, naturalmente, un intelectual a preguntas de otro, porque este es un asunto de interés restringido. Al resto de la ciudadanía se la trae al pairo. Quien pide a voz en grito la vuelta a la palestra de los intelectuales son los propios intelectuales, que se ven sin paladines que encabecen la lucha por la recuperación del protagonismo perdido y, sobre todo, que abran nuevos caminos para quienes aspiran a obtenerlo. Que no les quepa duda, tanto a los que están deseando convertirse en estandartes del sistema como a los que aspiran a ser su némesis, que en el momento en que se les necesite, si es que eso vuelve a ocurrir, volverán a tener su púlpito. Si en estos momentos no lo tienen es porque no hay nadie que requiera sus servicios.

Un intelectual solo prospera cuando tiene detrás a un sector de la sociedad relevante, clase en auge, grupo de intereses, grupo social emergente o colectivo influyente. Los intelectuales del 78 representan perfectamente ese paradigma. Eran necesarios para construir el relato de la Transición, para dotarla de legitimidad moral. Eran parte esencial de la política de aquella época. Conscientemente o no, trabajaban para los poderes fácticos que diseñaron la España postfranquista. No es un reproche, tan solo una constatación. Y no se aglutinaban solo alrededor del grupo Prisa, como se ha dicho tantas veces. En el proceso se dieron notables epifenómenos periféricos. Todavía está por analizar la relación que hubo en el País Valenciano entre la intelligentsia local y los poderes entonces emergentes, un contexto en el que destaca claramente el caso de Joan Fuster. Su relevancia, reconocimiento y proyección hubieran sido considerablemente menores sin su vinculación, más o menos manifiesta, a un movimiento político en el que no siempre se sintió cómodo. Todo eso, por supuesto, tuvo un precio. Hoy es más conocido por sus escritos políticos, a pesar de lo mucho que han menguado las expectativas que levantaron —los propios escritos y quienes los instrumentalizaron—, que por aquellos otros de ensayística variada, de adscripción volteriana, que son sin duda mucho más valiosos.

Exceptuando muy pocos casos, si un intelectual no es instrumentalizable, no es nada. Hay quien lo intuye enseguida y se da prisa por quemar etapas, otros realizan la transición disimuladamente, y hay algunos individuos que, por integridad o porque no las ven venir, acaban desapareciendo tras la línea de sombra. Desde siempre, unas élites se centran en controlar los procesos políticos y económicos, y otras en controlar los sistemas de pensamiento que organizan dichos procesos y condicionan el comportamiento social. Entre todos esos estamentos se establece una relación simbiótica que es indisoluble, aunque a veces pueda parecer lo contrario. Si observamos a la luz de su contexto los grandes iconos intelectuales que ha habido desde la Revolución Francesa hasta hoy, no cuesta mucho ver esa interdependencia. La burguesía no venía legitimada por Dios, como aquella otra clase hegemónica que la precedió, por eso siempre ha necesitado espejos en los que mirarse. Y los ha agradecido, no importa cuán deformantes fueran, porque le daban carta de naturaleza. La burguesía es —era— una clase de rasgos masoquistas, que disfrutaba teniendo cerca a una cohorte de revolucionarios de salón, pluma y pincel dedicados mayormente a zaherirla. Era toda una evolución desde que los poderosos se servían de esclavos y bufones para que les recordaran que eran mortales. Esas moscas domésticas, cojoneras unas, y otras de vuelo más amable, dibujaban con su revoloteo una imagen especular de la mesocracia. Pero, por muchos malabarismos que hicieran, por mucho que sobreactuaran para demostrar su carácter antiburgués, nunca pudieron disimular su venalidad.

La burguesía, en tantos aspectos patética, durante poco más de dos siglos ha cobijado y hecho prosperar a los profesionales del escarnio, de su escarnio. Estos disfrutaron como verracos jugando a epatar a una clase social de la que frecuentemente provenían, tan poderosa como frágil en sus costumbres, sus aspiraciones y sus miedos. Pero, por feroces que parecieran, casi siempre han comido de la mano de aquellos que ponían a parir. Eso se ha acabado. El eclipse de los intelectuales no es sino el síntoma de un cambio radical de modelo. La atención que les dispensaba la burguesía ya nunca más la tendrán. No es que el intelectual incómodo esté ahora perseguido. Pensar eso es un mal consuelo, sobre todo si estás convencido de que perteneces a dicha especie. La verdad es que ningún intelectual, ya juegue a favor o en contra, tiene la menor relevancia, la menor posibilidad de tenerla, porque ya no hay burgeois que despatarrar. La pequeña burguesía está desapareciendo, y la grande, la que ha podido sobrevivir, se ha integrado en una oligarquía de ámbito planetario que no necesita a los intelectuales para prosperar, ni siquiera a los de naturaleza servil. La burguesía se ha disuelto no solo económicamente, también estéticamente. No hay nada que escarnecer ya ahí. Los dos polos de un espectro sociológico tan radicalizado como el presente ignoran al intelectual completamente, son inmunes a su sarcasmo, a sus análisis, su ingenio y sus alardes. También a sus halagos.

¿Con quién se puede meter uno ahora? ¿Con una masa despojada de su pudor a la que todo le resbala? ¿Con unas élites prepotentes e inalcanzables, cuyo contorno, además, es extremadamente difuso? Toda vez que su función social es despreciada e ignorada, frente al insensato exhibicionismo de la grey y la desfachatez de un poder fáctico hiperconcentrado, el intelectual no tiene otra salida que replegarse en espera de tiempos más propicios. Hoy los intelectuales son innecesarios por la misma razón que los centros de referencia fijos y más o menos permanentes han desaparecido. No es que las fuentes de autoridad, aquellas que construyen los sistemas de pensamiento no existan. Siguen ejerciendo su influjo, pero se han despersonalizado, se han vuelto invisibles, ubicuas, transitorias. Entran y salen de cada uno de nosotros como ladrones de cuerpos. El intelectual ha sido sustituido por un complejo utillaje digital que tiene un poder de penetración mil veces mayor que el que él tenía, porque los antes ciudadanos, ahora internautas, no nos realizamos a través de los diferentes instrumentos que conforman ese utillaje, nos construimos en ellos, formando parte de ellos, disueltos en ellos como un azucarillo. Como los intelectuales, que están ya precipitándose en el fondo de esta charca para formar parte del légamo que se alimenta de los parias de la historia.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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