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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Quien hace lo que puede no está obligado a más

El David de Miguel Ángel con fusil. Anuncio de un fabricante de armas norteamericano (2014).
11 de abril de 2025 12:56 h

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El nueve de marzo, Israel cortó el suministro de energía eléctrica en Gaza y amenazó con cortar el del agua, ya menguado por la imposibilidad de obtenerla mediante la desalinización. El diecisiete de marzo lanzó de madrugada una oleada de bombardeos sobre la población civil, causando más de mil víctimas que se suman a los más de cuarenta y cinco mil muertos y cien mil heridos que se llevan contabilizados durante el último año y medio. El dos de abril bombardeó tres colegios, hiriendo a unas cien personas y matando a otras treinta, entre ellas dieciocho niños. El siete de abril se dio a conocer que un dron había matado a dos periodistas. Uno de ellos acabó abrasado dentro de una tienda de campaña (y ya van doscientos once los asesinados desde el siete de octubre de 2023). Dos días después, al desenterrar los cadáveres de quince paramédicos ejecutados el pasado veintitrés de marzo por el ejército israelí (son más de mil desde 2023), se descubre que algunos están atados de pies y manos. Un par de días después se hará público un vídeo que documenta el crimen. Cuando escribo esto, el nueve de abril, hace un mes que Israel impide que entre en la Franja un solo camión de ayuda humanitaria, ni comida ni medicamentos. El hambre y la enfermedad se están apoderando de un territorio sitiado y devastado en el que están atrapados cerca de dos millones y medio de personas. La intención es clara y declarada, conseguir que, cuando los asediadores decidan abrir las fronteras, los supervivientes no tengan ninguna razón para quedarse en el territorio que les pertenecía. Gaza se está convirtiendo en algo inasimilable. Amnistía Internacional, Human Rights Watch, la Relatora Especial de la ONU sobre la situación de los derechos humanos o la Corte Internacional de Justicia han calificado lo que allí sucede como crímenes contra la humanidad, y el Tribunal Penal Internacional ha emitido una orden de arresto contra el presidente de Israel. Mientras tanto, países como Estados Unidos, Alemania, Reino Unido o Francia combaten cualquier actividad propalestina mediante prohibiciones, arrestos y deportaciones. El Parlamento Europeo todavía no ha reprobado a Israel ni, por supuesto, le ha aplicado ninguna sanción. Solo unos pocos levantan la voz para denunciar el asesinato en masa. Los medios parecen cubrir el expediente con desgana. Los de a pie, el mes que viene tararearemos con la representante israelí una alegre cancioncilla eurovisiva titulada: Un nuevo día amanecerá. “Todo el dolor pasará, pero nosotros nos quedaremos”, dice uno de los versos con vocación de epitafio. Amanecerá, pero no para todos.

A veces da la impresión de que estamos deseando que rematen pronto el exterminio en el que están enfrascados para pasar página y así poder esgrimir otra vez nuestro hipócrita discurso pseudohumanista sin sentir vergüenza, la poca que nos queda. Palestina es el espejo despiadado de nuestra miseria moral. Repartámosla como queramos, pero nadie puede sentirse sinceramente ajeno, aunque en la práctica muestre indiferencia. Más pronto que tarde nos llegará la factura. Mirar hacia otro lado cuando tenemos el mal delante no solo nos envilece, también nos destruye. Parecía que las atrocidades cometidas por los nazis habían llevado a la humanidad a un límite al que ya nunca nos acercaríamos, pero los hechos han demostrado insistentemente que el horror se disipa con extrema facilidad. El horror es una de esas cosas que la mente tiende a eliminar lo más deprisa que puede para preservar su funcionalidad. Incluso es capaz de no verlo cuando lo tiene en los morros. No es un mecanismo infalible —los traumas existen—, pero para eso se ha inventado el pensamiento positivo y, más recientemente, se ha puesto énfasis en la salud mental, para conseguir nuestra adaptación pasiva a todo tipo de situaciones injustas de carácter sistémico, para evitar que nos compliquemos la vida con la búsqueda de cambios estructurales, para hacer de todos nosotros unos cínicos de facto. Saben cómo anestesiar nuestras conciencias o, si conviene, como despertarlas. Saben cómo cerrar nuestros ojos, y sobre todo nuestra mente ante el sufrimiento de los otros, conseguir que permanezcamos impasibles ante realidades tan difíciles de digerir como la del genocidio en Palestina o que nos acostumbremos a la idea de la guerra. Es un camino por el que nos han llevado repetidamente a lo largo de la historia y del que, imposturas aparte, siempre hemos vuelto apesadumbrados y con la necesidad de hacer frente a la deuda que hemos contraído con nosotros mismos, ese dolor psíquico al que llamamos culpa. Un sentimiento que solo busca la expiación, mero contrapunto de lo irremediable que, por mucho propósito de enmienda con que lo aderecemos, sirve de bien poco.

Pero hay otra culpa, una culpa proactiva que tiene rango de virtud. Recién acabada la Segunda Guerra Mundial, con el suelo europeo sembrado de cadáveres y los hornos crematorios todavía humeando, Karl Jaspers introdujo el concepto de “culpa metafísica”. Bautizó así a la que experimenta todo aquel ser humano que, aun no siendo autor ni cómplice directo de un acto injusto, se sabe corresponsable del sufrimiento que causa y siente la necesidad de actuar para impedirlo. No tiene nada que ver con nuestro idiosincrásico complejo de culpa judeocristiano. De hecho, se opone fuertemente a ese concepto. El fundamento de la culpa metafísica de Jaspers no es religioso, no es cultural, es parte de nuestra dimensión colectiva y está en la base de la conciencia crítica y el comportamiento ético. El simple hecho de existir nos conecta con los demás, con las víctimas y también con los verdugos. Actuar contra el mal es una necesidad existencial, un acto reflejo que surge del vínculo intrínseco que nos une: “Hay una solidaridad entre hombres como tales que hace a cada uno responsable de todo el agravio y de toda la injusticia del mundo, especialmente de los crímenes que suceden en su presencia o con su conocimiento. Si no hago lo que puedo para impedirlos, soy también culpable” [Karl Jaspers El problema de la culpa, 1946]. Al decir esto, Jaspers no hace un juicio moral, simplemente constata un hecho, el de que necesitamos legitimar nuestra supervivencia, sentir que la merecemos, que no la debemos al sufrimiento y la muerte ajenos. Lo que Jaspers llamó culpa metafísica no tiene nada que ver con la culpa moral o penal. Es un sentimiento que surge espontáneamente en presencia de una injusticia y estimula esa solidaridad esencial sin la cual la humanidad hace tiempo que se habría desintegrado. Solo desaparece cuando deshumanizamos a los otros, y eso implica deshumanizarse uno mismo.

“Quien hace lo que puede no está obligado a más”, dice autoindulgente el refranero. Pero no es exactamente así. El vínculo solidario que da lugar a la culpa metafísica no es opcional. No por haber hecho uno todo lo que podía deja de sentir la necesidad de reaccionar ante el sufrimiento de sus semejantes, más bien al contrario. Esa exigencia está siempre presente en el núcleo humano de nuestra naturaleza, y cuando no podemos hacer más, aparece un acuciante sentimiento de impotencia. Ante la aparente ineficacia de sus actos habrá a quien le sirva de consuelo y acicate Camus, quien, utilizando a Sísifo como ejemplo, nos instó a encontrar significado en la lucha misma, con independencia de lo absurdo que pueda parecer lo que hacemos. Habrá a quien le sirva echar un vistazo a la historia y ver cómo el efecto acumulativo de pequeñas acciones aisladas ha acabado a menudo provocando cambios importantes (lástima que no haya sido siempre para bien). Habrá, en definitiva, quien encuentre consuelo en el mero hecho de no callar. Saber que nadie es capaz de prever cuál será el efecto de una acción aparentemente inofensiva también puede ser, para algunos, razón suficiente para movilizarse. Ninguno de esos argumentos evita la frustración, que puede llegar a ser abrumadora, pero a algo necesita agarrarse uno para oponerse a la barbarie desde la insignificancia. Aunque aparentemente no sirva de nada, aunque solo sea para diferenciarse de todos los que, escudándose en un tramposo pragmatismo, limitan su radio de acción a la extensión de su brazo, que apenas les llega para meter las manos en el cuenco donde se las lavan.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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