En 2008, justo cuando las consecuencias de la estafa financiera global estallaban en los bolsillos de los ciudadanos cual buscas del Mossad, Hervé Falciani, un técnico informático que trabajaba en la filial suiza del banco entonces más grande del mundo, el HSBC, fue acusado de haber robado datos que implicaban en el delito de evasión de capitales a más de ciento treinta mil clientes de varias nacionalidades. Mientras se hacían las investigaciones preceptivas para su arresto formal, Falciani pudo huir a Francia, que se negó a extraditarlo, y poco después recaló en España, que tampoco accedió a entregarlo a las autoridades helvéticas. Legalmente, ninguno de estos dos países tenían la obligación de hacerlo, y la información de que disponía Falciani era demasiada valiosa o peligrosa, según la perspectiva. A partir de entonces, mientras el listado sustraído servía de apoyo para varias operaciones de anticorrupción, los nombres de los delincuentes fiscales iban haciéndose públicos. El efecto más importante de todo el asunto es que propició el cuestionamiento y el inicio del fin del secreto bancario absoluto que desde 1934 garantizaba, en Suiza, la impunidad para los evasores y para aquellos que se dedicaban al lavado de capital procedente de todo tipo de actividades delictivas, práctica de la que la banca de aquel país era un eslabón especialmente sólido. A pesar de las acusaciones de que ha sido objeto, nunca se ha demostrado que Falciani actuara por intereses personales, y él, en sus memorias, afirma que lo hizo porque «no quería que su hija creciera en un mundo en el que el dinero lo gobierna todo, y donde el abuso de poder es la norma».
Falciani es un whistleblower, un alertador, un denunciante por motivos de interés público y sin ánimo de lucro, un disidente ético como Edward Snowden, Julian Assange, Chelsea Manning y otros menos conocidos o recordados, como por ejemplo Daniel Ellsberg, el analista militar que destapó los Papeles del Pentágono, que ponían al descubierto las mentiras del gobierno estadounidense sobre la guerra del Vietnam; o Mordechai Vanunu, el ingeniero que destapó el programa nuclear clandestino de Israel; o la persona que bajo el pseudónimo John Doe hizo públicos los llamados Papeles de Panamá, más de once millones de documentos con información confidencial de una sociedad pantalla (offshore) que políticos, estafadores, traficantes y muchas celebridades utilizaban para evadir impuestos y hacer trapicheos propios del oficio; o Jeffrey Wigand, que reveló cómo la industria del ramo maniobraba para hacer el tabaco más adictivo; o, más cerca, Ana Garrido i José Luis Peñas, que denunciaron la trama Gürtel y, al hacerlo, se jugaron el pan y quien sabe si la piel. A todos se lo han hecho pagar caro, unos han ido a parar al exilio, otros han sufrido una persecución a muerte, a otros les han segado la trayectoria profesional o se han visto abocados a la ruina. Por otro lado, las consecuencias para los denunciados nunca fueron las que cabía esperar. Los primeros evasores españoles desenmascarados gracias a la lista Falciani, por ejemplo, no fueron sancionados penalmente, y buena parte del resto de afectados tuvieron la oportunidad de beneficiarse de la amnistía fiscal oportunamente diseñada el 2012 por el ministro Cristóbal Montoro. Pero no se puede negar que la acción de aquellos que han denunciado crímenes de guerra, atentados contra la salud pública, delitos de vigilancia masiva o corrupción política, han propiciado mejoras, cuando menos sobre el papel, en los sistemas de control de los fondos públicos, la regulación alimentaria y sanitaria o el control de las comunicaciones. Y, sobre todo, han tenido un impacto sobre la conciencia que los ciudadanos tenemos de nuestra relación con el poder. ¿En qué se ha traducido esa conciencia? ¿Cómo se aplican estas mejoras legislativas? Esto ya es harina de otro costal.
La figura del disidente ético tiene un exponente peculiar en aquel que actúa en tiempo de guerra o cuando se trata de militares. Referentes famosos son el coronel Claus von Stauffenberg y los oficiales que intentaron matar a Hitler en 1944; el del matrimonio berlinés formado por Otto y Elise Hampel, que durante los años 40, por propia iniciativa, repartían por los buzones cartas postales instando a la gente a no colaborar con los nazis; el del teniente Hugh Thompson Jr., que durante la masacre de Mỹ Lai, en plena guerra del Vietnam, se enfrentó a sus colegas para impedir que asesinaran a civiles; el de los miembros de la Unión Militar Democrática, que se opusieron a la dictadura franquista desde el interior de las fuerzas armadas, o el de la ya citada Chelsea Manning, que desveló crímenes de guerra cometidos por el ejército norteamericano en Irak y Afganistán. Todos se jugaron la vida, a todos se la destrozaron y en algunos casos la perdieron —los Hampel fueron decapitados—. ¿Mereció la pena? Seguramente ninguna de estas personas se planteó el grado de eficacia de sus acciones. Estas no respondían a ningún plan de largo alcance, solo a la necesidad de actuar de acuerdo con su criterio ético. ¿Las acciones individuales tienen algo que hacer frente a las fuerzas históricas? Hay quien dice que no. Pero consideremos, por ejemplo, el caso del sargento Carlos Fabra Martín. A lo largo de los diez días posteriores al golpe militar de 1936, la mayoría de fuerzas militares de Valencia estaban acuarteladas en una tensa espera. De hecho, estaban esperando la señal para unirse a los facciosos, y esa señal estaba a punto de producirse el 30 de julio, cuando los oficiales del Batallón de Ingenieros de Paterna, unidad estratégica de la que dependía el polvorín y la torre de telecomunicaciones, tenían previsto sumarse a la sedición. Si lo hubieran conseguido, toda la llamada Tercera División Orgánica (Albacete, Murcia y las tres provincias valencianas), que acabó siendo uno de los últimos bastiones de la Segunda República, habría combatido desde el primer momento contra ella. Lo impidió el sargento Fabra, a quien sus superiores habían concedido un permiso días atrás sin ninguna razón aparente. La noche del 29 resolvió volver repentinamente al cuartel, y con la ayuda de unos pocos suboficiales y personal de tropa de su confianza, amparado en la oscuridad, en silencio y en medio de un gran aguacero, fue tomando posiciones dentro del recinto hasta llegar, ya de madrugada, al lugar donde estaban concentrados los oficiales sediciosos. Tal como Fabra había intuido y se confirmó después, estos se preparaban para sumarse a la sublevación. Acompañado en ese momento de tres soldados rasos, el sargento irrumpió en la sala de banderas empuñando su pistola y conminó a los presentes a entregarse «en nombre del gobierno legítimo de la República». Inmediatamente, se produjo un tiroteo que se saldó con la muerte de dos capitanes y un teniente. Los demás oficiales golpistas fueron detenidos, y por la mañana el sargento ponía el Batallón bajo el control de los Guardias de Asalto y las milicias populares. Su iniciativa, que no respondía a ninguna estrategia planificada, cambió el curso de la Guerra Civil.
Todos estos casos remiten a una vieja disyuntiva entre determinismo y libre albedrío. ¿Puede la acción de un individuo cambiar la historia, o esta avanza inexorablemente llevada por fuerzas que escapan a la potestad humana? Para los deterministas convencidos, los individuos, como mucho, solo pueden acelerar o retrasar procesos que son inevitables. Para los que creen que la capacidad humana de tomar decisiones está por encima de cualquier circunstancia, son los individuos excepcionales, los líderes, los mesías quienes cambian el rumbo de la historia. Pasemos por alto que no pocas veces esos hombres providenciales no son sino la fachada y el brazo ejecutor de fuerzas que trabajan en la sombra y convengamos en que ni una cosa ni la otra. Nadie actúa desde cero, pero el futuro, mientras lo hay, siempre está abierto, entreabierto, accesible a través d’una rendija si se quiere. A largo plazo, seguramente son las fuerzas estructurales las que mandan, pero es evidente que el azar y las decisiones individuales no solo condicionan la manera como sucede todo, sino que pueden llegar a determinar lo que sucederá. Lo demuestra la figura del disidente ético, que tiene una prolongación y un correlato en los movimientos colectivos de desobediencia civil que a veces desembocan en procesos revolucionarios. Sin llegar a esto último, ni mucho menos, lo estamos viendo últimamente con el tema de Gaza. La contestación al genocidio perpetrado por Israel, que al principio parecían ejercerla grupos activistas minoritarios, unos pocos países con un peso limitado en el panorama político internacional y algunas voces aisladas, ha acabado adquiriendo unas dimensiones suficientes para cambiar tanto la opinión pública como el posicionamiento mayoritario de los gobiernos nacionales, aunque, en la práctica, el reconocimiento del estado palestino solo es un ejercicio de cinismo y lo que se perfila, en el mejor de los casos, es la creación de un nuevo protectorado de lo que quede tras la masacre, para cuya dirección se postula Tony Blair, ese santo varón; nadie ha propuesto todavía que los acuerdos correspondientes se firmen en las Azores, pero no se descarta. El plan «de paz» de Trump no es sino la previsible segunda parte de lo que empezó Netanyahu. Se llega tarde para evitar el exterminio y el expolio premeditado cometidos por el sionismo con la ayuda más o menos manifiesta de los países de la órbita estadounidense (que no solo es occidental), pero todo lo que vaya en ese sentido contribuirá a que los genocidas y sus cómplices, todos ellos criminales en mayor o menor grado, no se salgan de esta tan inmaculados como imaginaban. Como tampoco acabarán impunes los que se han lanzado a sacar réditos avivando el contencioso rusoucraniano, jugando con la idea de la guerra y sacrificando en el altar belicista el maltrecho proyecto europeo, tiempo al tiempo y nosotros que lo veamos. La voluntad humana, ni cuando es individual ni cuando es colectiva, crea las fuerzas que dirigen la historia (la economía, la tecnología, las inercias culturales, la geopolítica o la naturaleza misma), como tampoco lo hace la suerte, pero ambas son capaces de modificarlas y darles forma. Por debajo de esas fuerzas históricas aparentemente imparables, circula una corriente moral que tiene dificultades para hacerse notar, pero que a veces, inesperadamente, adquiere conciencia de su poder y planta cara a lo que parecía inexorable. En unos momentos en que el fatalismo, un determinismo desesperanzado, una espesa resignación se está apoderando del planeta, no está de más recordar que, si bien la historia no es una pizarra en blanco, siempre queda espacio para escribir en ella.
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