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CV Opinión cintillo

El dolor

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Anciana bajo el quicio de la puerta de una casa en ruinas en Sievierodonetsk, un paraje ruinoso donde todo es destrucción. Protege a su nieta entre los brazos, mientras explica el horror de su vida truncada al periodista que la interroga. Caen las bombas alrededor. Quizá sobrevivieron. Poco antes un bando recomendaba no salir al exterior; un bombardeo había destrozado el depósito de ácido nítrico y el aire está peligrosamente contaminado. Cambia la escena. En otro lugar, manifestantes con carteles increpan a congresistas que acuden a la convención del rifle. La víspera, masacre de niños en la escuela de Uvalde, Texas.

Parece que las permanentes imágenes de guerra, violencia y destrucción producen hábito, tolerancia y anestesia. Una y otra vez, el periodista herido tras el ataque a un convoy de refugiados. Dicen que las cámaras nos traen a casa la violencia en directo, la guerra en directo, que conmueve y sobrecoge; pero, día tras día, produce anestesia frente al dolor, frente al terror.

Vemos el dolor visible. Hay otro dolor que no muestran las imágenes. Marguerite Duras tardó cuarenta años en publicar La Douleur (1985), los textos de un diario escrito en 1945 durante las semanas que precedieron al regreso de su marido prisionero en el campo de concentración de Dachau. Thérese, la mujer que cada día acude a la estación donde espera desesperada el improbable regreso de su marido tal vez liberado o ejecutado en el último campo de concentración alemán. La improbable supervivencia del superviviente extenuado al que habrá de confesar que está embarazada de otro hombre y que ya no lo ama. El dolor de Duras llena páginas sin adjetivos que muestran salas de tortura, disparos en la nuca, partisanos, agentes infiltrados de la Gestapo, a quienes hay que seducir y finalmente liquidar, Ter el miliciano, tal vez condenado a muerte por traidor y buscavidas. El dolor de Marguerite Duras es el dolor de Viktor Frankl, cuando escribió Man's Search for Meaning, El hombre en busca de sentido en 1946, su terrible experiencia de supervivencia como prisionero de los nazis en campos de exterminio durante la IIª Guerra Mundial. El sentido de ver pasar la muerte ante sus ojos cada día, la enfermedad, la inanición y la muerte en los trabajos forzados. O el dolor de Primo Levi en Se questo è un uomo, escrito entre 1945 y 1947, donde cuenta su experiencia como prisionero de Auschwitz. El dolor de la escritora checa Heda Margolius Kovály, Under a cruel star. A life in Prague 1941-1968.

Son textos que hurgan en el dolor que produce la maldad, los comportamientos más crueles e inhumanos, lo peor de la condición humana. Literatura que bucea por las profundidades del sufrimiento. Literatura que no anestesia, sino que humaniza frente al terror de la deshumanización.

Las imágenes que cada día vemos en los noticiarios ni siquiera muestran el hambre de la anciana, ni el olor a excremento y carne humana en descomposición. Alguien escribirá mañana cómo los niños de la escuela de Uvalde se meaban encima de terror cuando el francotirador les apuntaba con su fusil de asalto antes de acribillarlos. Alguna superviviente de los sótanos de Mariúpol relatará un día el horror de la guerra y la crueldad de los soldados. A ese dolor en primera persona nadie puede acostumbrarse. Es el dolor que nunca afectará a quienes negocian con las guerras, las deciden y dirigen, a quienes venden las armas y trafican con la vida, los que se benefician de la lucrativa economía del dolor. Son una élite todopoderosa aquejada de una forma de psicopatía que les hace inmunes al dolor ajeno. La perversidad del poder. Porque el dolor y la muerte siempre es de los otros.

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