Esperando a los chalecos
El pasado fin de semana el País Valenciano ha sido protagonista de la agenda política estatal. No ha sido, por supuesto, a causa de su infrafinanciación crónica o por estar a la cola de España en inversión estatal por habitante. Eso no le interesa a nadie, ni aquí (según la Generalitat no es un problema prioritario para más de un 1,5% de la población, nada que ver, circulen) ni mucho menos fuera. Ha sido por dos actos de partido de los que sí que gustan en la televisión y los medios de Madrid, que dicen mucho del momento sociopolítico actual; más por su contexto que por el mensaje buscado, que era más o menos previsible.
El primero es el 14 Congreso del PSPV-PSOE. Ximo Puig repite como secretario general, y con la bendición de Zapatero y Pedro Sánchez en un congreso a la búlgara, sin ningún contendiente, después de haber afirmado en público que el anterior sería su último mandato, y esta vez sin poner perspectivas de punto final a su mandato orgánico o institucional. A pesar del lema del 14 Congreso “La nova via valenciana” casi todo en él huele a pasado: desde la referencia al libro de Ernest Lluch de 1976, pasando por el perfil del único candidato -nacido en 1958, diputado en los 80, jefe de gabinete del President Joan Lerma en los 90, portavoz parlamentario en los 2000, secretario general, candidato y President en los 2010, toda una vida en política- hasta el hecho de que se celebre en el hotel Bali de Benidorm, que ni tan siquiera es ya el rascacielos más alto de la ciudad, como monumento al Dios Turismo y a la patronal hotelera Hosbec. Ante los vientos sociales de limitaciones y tasas turísticas, transformación ecológica y replanteamiento de modelos de transporte y ocio que derivan de la pandemia y el alza en el precio de los combustibles, el PSPV y el PSOE responden, ajenos a todo, con las certezas de siempre para la gente de su generación; gente con propiedades inmobiliarias, sueldos, pensiones y, en general, la vida resuelta. Benidorm es turismo fordista, Imserso y Maria Jesús y su acordeón, el mundo de ayer de Zweig en versión kitsch.
El segundo, el aquelarre organizado por Iniciativa del Poble Valencià y la vicepresidenta Mónica Oltra en el Teatre Olympia de València en el marco de su congreso. Con la presencia de Yolanda Díaz, Mónica Garcia, Ada Colau y Fátima Hamed y bajo el título “Otras políticas” la filosofía del acto se basa en la impronta de los liderazgos femeninos -y feministas, se entiende- en las instituciones públicas; implícitamente, como la sororidad y la mutua simpatía entre ellas en tanto que mujeres con proyección pública tiene capacidad de derribar las barreras orgánicas e ideológicas que separan a sus respectivos partidos y espacios políticos. Es decir, la capacidad de la estrella emergente, la vicepresidenta Yolanda Díaz -que carece de aparato de partido- de valerse de otros liderazgos femeninos, más o menos necesitadas de impulso -sea por estancamiento demoscópico o por falta de apoyo orgánico- para su propia lucha en contra del aparato de Podemos. El mensaje real del acto, así, interpela y habla sobre todo de lo interno -la unidad de la izquierda, la ilusión de superar disputas políticas sustantivas desde la empatía personal-, es decir: en un tiempo político y social de tribulaciones lleva a los usuarios de la cultura izquierda al campo de las certezas y marcos conocidos, su particular Benidorm de reencuentro familiar poscomunista.
Dicho todo esto, no es lo mismo celebrar tu fiesta de cumpleaños en un hotel de cuatro estrellas cerrado, donde lo más probable es encontrarse solo con turistas europeos en temporada baja, que un teatro en el centro de una ciudad: existe el riesgo de que algún desconocido se acerque a molestarte en tu condición de cargo público, y hasta tenga algunas reivindicaciones que plantear. Entre otros colectivos de distinto pelaje, ese ha sido el caso de una manifestación de transportistas, que denunciaban su situación laboral y salarial, increparon y hasta lanzaron huevos a las protagonistas.
En verdad es una situación muy fácil de caricaturizar en más de un sentido: podemos ver a hombres enfadados, residuos del pasado con empleos poco sostenibles y destinados a desaparecer, que gritan impotentes y ejercen violencia ante el avance del feminismo en la política; también como un teatro -o un hotel- lleno de universitarios, gran parte de ellos trabajadores públicos, dedicados a la autocontemplación y al aplauso fácil con conceptos como “econovida” “amor” “esperanza” “escucha”, “ilusión”, mientras el mundo del trabajo manual pasa frío en la calle. Abundan en redes y medios perfiles -sobre todo de hombres- que advierten contra la deriva postmodernista y postmaterial de la izquierda y el feminismo; reivindican la industria pesada, los hombres fornidos y la vigencia de la familia tradicional sin moderneces; cuando te descuidas, hasta te citan elogiosamente a alguien de Falange. Cuando unos miembros del Frente Obrero intentan reventar el acto en València apelando a la clase obrera, las diferentes familias de poscomunistas presentes en la sala los pueden despachar con displicencia “esos son los de la izquierda leninista”. Contra estos hombres de paja, apenas tertulianos de internet, es fácil reafirmarse, o al menos lo ha sido hasta ahora. Pero ahora ya no es solo un debate de salón.
La protesta de los transportistas es síntoma de otra cosa, más seria. El alza de los precios del combustible afecta directamente a la viabilidad del sector: se traslada a sus salarios y a los costes de transporte, en consecuencia, al producto final que transportan. Lo mismo pasa en el transporte marítimo y acabará por afectar también al aéreo. De momento, ha arruinado las previsiones macroeconómicas para 2022 y 2023. Los efectos sobre las exportaciones, suministros y el turismo serán muy importantes. El combustible es también clave en los precios del campo, que ya estaba en crisis terminal y en huelga antes del covid-19, y también en gran parte de la industria local, cuyos márgenes son muy dependientes del coste de la energía. En este contexto, el Gobierno, según directrices europeas, asesorado y apoyado por la mayoría de expertos en movilidad e infraestructuras, plantea incluir peajes prácticamente universales para el transporte por carretera en los próximos años: más madera. Las tensiones geopolíticas con Rusia, Bielorrusia, Argelia y Marruecos agravan los problemas: la cuestión de la transición energética es ya el tema central para la economía española y europea.
Los efectos es obvio que no se notan por igual: aunque todos los hogares se ven afectados por los aumentos en los precios de la energía y los suministros básicos, es obvio que las consecuencias serán dispares, o al menos escalonadas de forma distinta. Resulta fácil imaginar que el efecto del aumento de precios será más acusado en sectores con más dependencia del precio de la energía -antes en agricultura e industria que en servicios-; antes destrucción de empleos no cualificados que cualificados -; primero a hombres que a mujeres -pensemos en la masculinización del campo, la industria pesada o los transportes- y también que este tipo de incrementos afecten más al mundo rural -por ausencia casi absoluta de servicios de transporte público y mayor dependencia del automóvil- que a zonas urbanas. Por todo ello, es fácil que ciertos sectores sociales, urbanos, con estudios medios o superiores y empleados en el sector público y/o servicios -es decir, los que tradicionalmente han mostrado más preocupación por la cuestión ecológica y donde provienen la mayoría de apoyos de las izquierdas- se perciban ajenos a esta gran transformación, que la vean lejana y un trámite inevitable.
Aunque llevamos casi tres años escuchando en medios y entornos de izquierda una matraca diaria de advertencias respecto a Vox y los peligros de la extrema derecha, apenas se habla, más allá de la caricatura, de cuales son sus caldos de cultivo sociales; lo que más oímos es que debemos gestionar la política desde las emociones y el estómago frente a la razón; la izquierda, así, no solo sería un programa político en favor del bienestar de las mayorías sociales sino también una especie de forma superior de civilización ajena a las pasiones humanas y su legado animal. Recomiendo revisitar la película “Brexit: The Uncivil War”, de 2019 sobre Dominic Cummings y la campaña del referéndum del Brexit de 2016: uno puede quedarse con la idea que hay gente muy mala que manipula a otra; y que es irresponsable preguntar por si sale lo que no queremos oír; pero también que es notorio que en los focus groups, a poco que rasques, aparecen grupos sociales que no están excesivamente politizados, viven ajenos a la mayoría de información que consumimos los yonquis de la política. Y que son gente a quien les molesta que no les dejen hablar, que se les den lecciones de forma displicente; gente que esporádicamente se cabrea y va a votar. Y eso no les convierte, per se, en fascistas.
De momento la ultraderecha española está dirigida por yuppis madrileños del barrio de Salamanca, y Vox y el PP tienen programas políticos más neoliberales que la propia CDU alemana; el Gran Madrid es ya una capital latinoamericana que tiene como rol principal hacer de puente de negocios entre Europa y Hispanoamérica; los Espinosa de los Monteros -Monasterio, auténtica dupla dirigente, bien relacionados con el aparato del Estado y la Casa Real, difícilmente se lanzarán a aventuras soberanistas a la manera francesa o italiana. Menos aún el PP. Pero los marcos y grandes relatos políticos, una vez creados, tienen la costumbre de escapar al control de sus creadores: pasó con el espacio anticatalanista incubado por Ciudadanos desde Catalunya, que ha acabado dando alas a Vox y enviando a Cs a la marginalidad; y le está pasando al espacio de ultraderecha francés, que tras décadas de arduo trabajo de la familia Le Pen está a punto de ser devorado por un polemista y tertuliano de televisión, Éric Zémmour. Que los Intereconomía, 13 TV o Libertad Digital sean hoy día apéndices de Díaz Ayuso por la vía de la publicidad institucional no debería llevar a nadie a confiarse: los equilibrios pueden cambiar.
Los chalecos amarillos franceses surgieron precisamente como una protesta contra el alza de los combustibles, y pronto se convirtieron en un movimiento transversal que entre otras cosas logró frenar la agenda que Macron tenía prevista inicialmente y convertir su presidencia en algo distinto de lo que imaginó. Puede que el peculiar sistema electoral le permita repetir si es el consenso republicano contra un candidato de ultraderecha, como le pasó en 2017, partiendo de la debilidad ya endémica de los partidos tradicionales. Pero su liderazgo y popularidad han quedado muy tocados.
De vuelta a nuestra latitud, en los próximos meses, más que años, el espacio de lo que queda de Unidas Podemos -aquello que Errejón en su momento bautizó como núcleo irradiador- y sus diferentes socios menores, alianzas con partidos no estatales -los aliados laterales- tendrá que decidir su posición ante estos menesteres. Seguir como hasta ahora, con el PSOE como socio en todas las instituciones, en que venden las concesiones que se le pueden arrancar a Nadia Calviño, que marca el límite de lo posible en política; sabiendo que, a diferencia del PNV, ninguno de ellos -ni Podemos, ni ERC, ni Compromís, ni Bildu- puede permitirse electoralmente apoyar un gobierno del PP y por tanto no tienen ninguna baza negociadora creíble. Así, deben asumir que cuando se articule una respuesta ciudadana a la crisis económica y la transición ecológica se les considerará cooperadores necesarios y correrán la misma suerte del PSOE. O, por el contrario, un camino incierto: impulsar un movimiento haciendo algo más que recoger firmas, sabiendo que hay riesgo que escape a su dirección y se los lleve por delante, pero que con su concurso es mucho más difícil que sea capitalizado por algún tipo de ultraderecha.
Lo ocurrido en Gamonal en 2014 debería servir como recordatorio de qué pasa cuando se intenta aplicar una política nominalmente progresista -un párking subterráneo, eliminar aparcamientos en coches en superficie, construir un simpático bulevar con árboles- con el entusiasmo de los expertos en movilidad urbana, con efectos altamente regresivos y sin contar con nadie. Las condenas a la violencia y las comparaciones con ETA solo funcionan si se tiene delante a universitarios preocupados por la opinión de los periódicos y los tertulianos de radio y televisión. En el mismo sentido podemos entender los disturbios en Barcelona tras la sentencia del juicio del Procés en 2019, que escaparon a cualquier tipo de control de los partidos o entidades soberanistas y fueron protagonizados mayoritariamente por personas jóvenes. A unos les preocupaba la imagen internacional de España y su sistema judicial; a otros la proyección de Barcelona y del independentismo como movimiento pacífico. Por debajo de eso, simplemente los marcos escaparon a sus creadores y el malestar se desbocó.
De hecho y en cierta forma, el cóctel ya se está agitando. La emergencia de Teruel Existe y el proceso de contagio con la marca España Vaciada es un buen ejemplo de ello: originalmente una marca “España Vacía” impulsada por un escritor madrileño y más bien retrógrado, reapropiada y convertida en arma política anticentralista. Las plataformas ciudadanas han entendido que la única forma de distribuir territorialmente las inversiones, ceder competencias y alterar políticas de calado es mediante la negociación parlamentaria -o el chantaje, como lo queramos llamar- a la manera en que lo practica el PNV; la Constitución Española de 1978 prescribe, no en balde, el café para todos. A la desafección con los partidos tradicionales pueden sumar la inestimable colaboración de la presidenta autonómica de Madrid que seguro ante cualquier mención en campaña a su Comunidad, el centralismo y el dumping fiscal saldrá rauda a responderles que son provincianos y escoria; una dinámica comunicativa que les beneficiará a ambos enormemente. Su plan parece que es presentarse en entre 25 y 30 provincias, así que probablemente ya no podrá construirse ninguna mayoría parlamentaria viable sin ellos.
¿Y por aquí? Bien, gracias. Hemos declarado la paella Bien Cultural Inmaterial, con lo que, supongo, ya no podemos construirle un hotel de 186 metros encima. Recuerden: la econovida siempre se abre paso.
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