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La silla de Alberto

Marcos García

Supongo que habrán visto la imagen. Antes de la debacle roja –la de la selección, no la de Juego de Tronos- y de la augusta proclamación real hubo una noticia por estos lares que durante apenas veinticuatro horas ocupó todos los timelines de Twitter: ya tenemos Ikea. Y en gran parte de los medios la imagen con la que esto se concretaba tan magno acontecimiento fue la de nuestro Molt Honorable sudando la gota gorda para encajar la pata de una silla.

No seamos duros con el President. Porque todos los que hasta hace nada habíamos hecho la peregrinación a tierras madrileñas –o murcianas o barcelonesas- para comprar una Billy o una GlassaBlunda sabemos que hacen falta una infancia enterrada en piezas de Lego para ser capaz de enfrentarse a un kit de Ikea.

Quizá en su más tierna infancia Alberto Fabra ya tenía un remedo de Esther Pastor que le montase las maquetas y de ahí su impericia. O quizá es que el Molt Honorable no ha sabido realmente como manejarse con un fenómeno inaudito en esta su comunidad. Ya debió de sentarle mal que la dirección de la tienda lo obligase a madrugar para estar allí antes de la apertura. Porque todos los establecimientos de la cadena abren a las diez y eso no hay agenda política que lo cambie.

El fenómeno Ikea ha dejado descolocado a más de uno. Y en cierto modo es sintomático de cómo ha vivido la Comunitat en los últimos años: sumergida en una realidad paralela en la que pensábamos, o nos querían hacer pensar, que Calatrava era el mejor arquitecto del mundo y Valencia la ciudad que estaba más cerca del Cielo. Ese ciego provincianismo es el que más rentable le ha resultado al PP para perpetuarse en el poder. Su discurso se ha basado recurrentemente en que más allá de Vinaròs hay monstruos y en que de fora vindran que de casa ens tiraran.

Esto último es especialmente ilustrativo en el caso Ikea que ha pasado años sin tener la más mínima posibilidad de desembarcar en la Comunitat porque las administraciones han aceptado las presiones encubiertas de una industria incapaz de adaptarse a los nuevos consumidores valencianos. Unos consumidores que, por cierto, no tenían reparo en alquilar una furgoneta y hacerse trescientos kilómetros para comprar una mesita de noche.

No se pueden poner puertas al campo. Tampoco a la voluntad de las personas que avanza al mismo ritmo vertiginoso al que lo hace este mundo interconectado. Al final tenemos Ikea, como tantas y tantas ciudades del mundo. Eso no nos hace mejores ni peores. Quizá solo un poco más globalizados. Pero esa globalización también tiene sus partes buenas. Y una de ellas es que cada vez es más difícil apoyarse en localismos caducos para aferrarse al poder. Con el tiempo esa estaca, que cantaba Lluis Llach, segur que tomba. Y mientras tanto Alberto seguirá mirando la pata de la silla con cara de no entender nada de nada.

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