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El “así se hizo” de una película que un poco más y no se hace

Richard Stanley y Barbara Steele

Rubén Lardín

No hay objeto más deseable para el cinéfilo que la película-unicornio, aquella que solo se aparece a las vírgenes. Más de medio siglo después todavía se hace difícil no fantasear de vez en cuando con lo que podría haber sido Kaleidoscope, el proyecto de Alfred Hitchcock sobre un asesino de mujeres, homosexual y culturista, que fue abortado por su abundancia en desnudos y violencia gráfica. Lo mismo ocurre con esa adaptación que Agustí Villaronga nunca ha podido llevar a cabo de La mort i la primavera, la novela tan extraña que Mercè Rodoreda dejó inconclusa a su muerte.

En los últimos años han proliferado los documentales sobre películas que no pudieron ser, desde el Lost in La Mancha que daba cuenta del rodaje catastrófico de El hombre que mató a don Quijote, eterno proyecto postergado de Terry Gilliam, al exuberante hombre de acero de Tim Burton y Nicolas Cage sobre el que se especula en The Death of “Superman Lives”: What Happened?, pasando por el Jodorowsky's Dune o L'enfer de Henri-Georges Clouzot, que giraba en torno una de las películas más bellas y morbosas de la historia precisamente porque nunca existió.

La isla del doctor Moreau sí llegó a hacerse. Se hizo varias veces, de hecho, y los que vieron la versión de 1996 todavía se preguntan por qué. Lost Soul: El viaje maldito de Richard Stanley a la isla del Dr. Moreau es la última incorporación al listado de documentales que tratan de explicar cuándo, cómo y por qué un sueño vira en pesadilla.

Carretera hacia el limbo

A principios de los 90, el sudafricano Richard Stanley se había destacado entre los nuevos directores de cine fantástico con Hardware: Programado para matar, una ópera prima que tomaba de la revista de historietas 2000 AD sus presupuestos apocalípticos y ciberpunk. Su segundo y lisérgico largometraje, El demonio del desierto, tuvo menos proyección pero le posicionó definitivamente como cineasta visionario, un adjetivo que la crítica cinematográfica utiliza mucho cuando no sabe bien qué otro aplicar.

En 1897, al año de publicar La isla del doctor Moreau, H. G. Wells amonestaba a su colega y amigo Joseph Conrad por haberle plagiado el personaje de Moreau en el Kurtz de El corazón de las tinieblas. Conrad se defendió de la acusación diciendo que su personaje estaba inspirado en la figura de Henry Morton Stanley, explorador de África famoso por rescatar al doctor Livingstone y a la sazón bisabuelo del joven Richard Stanley.

Convencido de su vínculo natural con aquella novela, Stanley logró venderle la adaptación a New Line Cinema, una productora en crecimiento responsable de títulos tan populares entonces como Pesadilla en Elm Street, Las tortugas ninja o Dos tontos muy tontos.

La película se planteó en un primer momento como una producción de bajo presupuesto, pero con misticismo y hechicerías, el director embaucó en la aventura al mismísimo Marlon Brando, el hombre que había encarnado a Kurtz en el Apocalypse Now de Coppola, otro calvario narrado, por cierto, en el excelente documental Corazones en tinieblas.

La incorporación del actor infló las dimensiones del proyecto pero su figura era más mitológica que utilitaria, así que para arrastrar público a la taquilla era necesaria una estrella. Val Kilmer acaba de hacer Batman Forever, estaba en la cima de su carrera, parecía una buena idea. Otra más.

Una serie de catastróficas desdichas

La mirada de Richard Stanley sobre la obra de Wells era atrevida, humanista, desaforada y casi de vanguardia tal y como dictaban los códigos del cine fantástico independiente, algo que Val Kilmer, que a decir de todos los implicados en el rodaje se reveló como un cretino arrogante, no podía ni quería entender. Entretanto Brando, en su línea de súper gran maestro ajedrecista, fluía por encima del bien y del mal. Para eso era Brando.

Brando un día decidía que hacía calor y que su personaje iba a llevar una cubitera en la cabeza, sin más, y al siguiente se engolosinaba con el hombre más pequeño del mundo y permitía que el dominicano Nelson de la Rosa se le encaramase al hombro para no volver a bajar nunca más de aquella cumbre. La naturaleza, alborozada, se sumaba a la fiesta con un huracán que se llevaría por delante el plató montado en un atolón de Australia, mientras Stanley, que no iba precisamente sobrado del temperamento necesario para coordinar la lucha de egos y despropósitos, hiperventilaba por los rincones y se arrancaba las cejas.

Llegados a cierto punto, cancelar una producción de aquellas dimensiones era una maniobra que una productora todavía mediana como New Line no podía ni contemplar, así que como medida de urgencia para minimizar pérdidas se decidió despedir a Stanley, quien tras un primer arrebato de ira y promesas de sabotaje terminó por pactar: a cambio de su sueldo íntegro se mantendría a un mínimo de cuarenta kilómetros del rodaje y no hablaría con nadie de lo que allí estaba aconteciendo. Su amiga Fairuza Balk, actriz en la película y otro perro verde en el Hollywood de los 90, recibió la noticia del cese amenazando a los productores con arrancarse el corazón con un cuchillo de sushi. Así todo el rato.

De capitán a polizonte

Para sacar las castañas del fuego, New Line contrató al veterano John Frankenheimer, el de El hombre de Alcatraz, Plan diabólico o El mensajero del miedo. Este se manejó resolutivo pero como un pulpo en un garaje en aquel ecosistema de humanimales ya abandonados a la buena de Dios, señores maquillados de hiena, perro o jabalí que alimentaban la entropía jugando al Scalextric, fumando porros de calibre familiar y apareándose por doquier en un infierno cumbayá donde la realidad era devorada por aquella misma ficción que no había manera humana de representar.

Irreductible, Stanley todavía pergeñaría un plan maestro para mantenerse cerca de su criatura hasta el final antes de exiliarse en los Pirineos franceses, donde desde hace años vive fuera del escrutinio de la sociedad en respeto a sus antepasados y a su propia salud mental.

Dirigida por el productor de extras para deuvedés David Gregory, Lost Soul arranca con la comparecencia de Stanley, aporta valioso material de archivo y recoge el testimonio de un montón de implicados en aquella infausta aventura. Su aspecto es el de un documental corriente y se muestra poco dado a la inventiva, pero su concatenación de azares y el dibujo del maelstrom hollywoodiense aniquilando la noción mágica de juego lo convierten en un fascinante making of “por los pelos” que viene a demostrar que las historias edificantes no tienen nada que hacer frente al relato de los grandes fracasos.

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