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La lucecita del Pardo: pasiones cinéfilas de los tiranos

Nazi models

Javier Pulido

“Yo, a todos los que puedan albergar esa duda sobre sus posibles flaquezas y desalientos, les daría un medio de disiparlas inmediatamente: que se acerquen al Palacio del Pardo (...) que hay una lucecita siempre encendida en el despacho del Caudillo”, proclamaba lastimero Arias Navarro en televisión para desmentir los rumores sobre el estado de salud del dictador. Lo que se le olvidó mencionar al entonces presidente de Gobierno es que quizá esa “lucecita” provenía de la sala de proyecciones del Palacio, donde Franco cultivó casi en secreto una de sus grandes pasiones. El ritual del Caudillo era de lo más metódico: dos películas por semana y una siempre en domingo. En agosto, eso sí, ni las más rutilantes estrellas de Hollywood amenazaban con distraerle de su veraniego descanso. Su afición por el Séptimo Arte comenzó en 1946 y se prolongó casi hasta sus últimos días. A Franco nunca le gustó el cine de autor, aunque llegó a intentarlo con Bergman o Kurosawa, pero no se resistió a visionar las obras de autores molestos para el Régimen, como Juan Antonio Bardem o Berlanga. Tampoco le hacía ascos a Rossellini y Fellini, y disfrutó de las esencias del Hollywood clásico de la mano de directores como Michael Curtiz.

Como recuerda el documental The Act of killing (Joshua Oppenheimer, 2012), en el que los mercenarios del dictador Suharto que ejecutaron a un millón de muertos en Indonesia en los 60 recrean aquellas matanzas recurriendo a sus géneros cinematográficos favoritos, el cine ha ejercido una mesmerizante atracción para tiranos de todo pelaje, quizá por la distorsionada imagen que tienen de sí mismos, cuyo reflejo encuentran en la pantalla cinematográfica. Esto podría explicar, sin ponernos demasiado freudianos, la fascinación que King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933) despertaba en Adolf Hitler o la pasión de Saddam Hussein por densos thrillers de espionaje como Chacal (Fred Zinnemann, 1973) y Enemigo público (Tony Scott, 1998).

Si Franco hizo sus pinitos como guionista en Raza (1941) camuflado bajo el seudónimo de Jaime de Andrade, al otro lado del espectro ideológico Stalin se obsesionaba por controlar cada aspecto de la industria cinematográfica soviética, desde reescribir a guiones a decirles a los actores cómo debían actuar. No solía perdonar su cita diaria con la gran pantalla y, a pesar de sus diferencias ideológicas, hizo suya la famosa frase de Lenin: “Para nosotros, el cine es el arte más importante de todos”. Fue un enamorado del toque sentimental de Capra (adoraba Sucedió una noche y a Clark Gable), pero también del slapstick de Chaplin. Versado en el cine de géneros, disfrutaba por igual del cine de gangsters de los 30 como de los westerns de John Ford, aunque las proclamas anticomunistas de John Wayne le sacaran de sus casillas.

Mao Zedong también fue un apasionado del cine, en el que se volcó cuando le fueron diagnosticadas cataratas y sus médicos le aconsejaron abandonar sus hábitos de lectura. Entre sus inopinados héroes del fotograma se encontraba Bruce Lee, protagonista de una de sus películas favoritas de artes marciales, Furia oriental (Lo Wei, 1972). El dictador norcoreano Kim Jong-Il tampoco escondió nunca su vocación de cinéfilo. Desalentado al no encontrar a nadie en el país capaz de filmar sus delirios cinematográficos, ordenó el secuestro de uno de los directores más famosos de Corea del Sur, Shin Sang-Ok, que se vio obligado a rodar hasta siete películas para el dictador. La más famosa fue Pulgasari (1985), una singular muestra del género Kaiju Eiga (películas de monstruos gigantes) protagonizada por un gargantuesco reptil similar a Godzilla, sólo que con una pronunciada cornamenta. Kim Jong-Il trató de convertir esta película (en cuyos créditos figura como productor) en una metáfora de la defensa del colectivismo frente a las veleidades capitalistas. El tiempo ha convertido Pulgasari en un gozoso placer culpable para los aficionados al cine basura.

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