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'Mi tele tiene un grillo dentro': la frivolidad y la manipulación como rutina

La obra 'Mi tele tiene un grillo dentro'

José Antonio Luna

En la era de los smartphones, las tablets y la multipantalla en general, la televisión sigue siendo la reina. Así lo refleja la media de cuatro horas diarias que consumieron los españoles durante 2017, un año donde casi todas las emisiones más vistas estuvieron relacionadas con el fútbol. Ahora, la “caja tonta” también llega al teatro.

Mi tele tiene un grillo dentro es una obra dirigida por la artista argentina Valeria Alonso, que se puede ver en el Teatro del barrio (Madrid) hasta el próximo uno de julio, y que propone algo inaudito: ir a la función para ver la televisión. Es una historia de guerras sin guerras y de amor sin amor que transita entre lo irreal y lo real. Pero, al contrario de lo que sucede en casa, aquí no podemos cambiar de canal cuando algo nos desagrada.

“La obra está relacionada con toda la información que a veces nos dan de forma contradictoria dependiendo del medio que lo comunica”, explica su autora a eldiario.es. Al igual que en la pequeña pantalla, la función está fragmentada por historias variadas y, a veces, confusas. Como cubo de Rubik con colores uniformes y mezclados, o como la información de hoy en día. “Es un laberinto en el que entras y en el que te vas encontrando diferentes personajes y fábulas. Al salir de él, todas esas historias se unen y empiezan a cuajar”, añade la dramaturga.

El relator (Juan Carlos Rueda), La mujer hermosa y arrugada (Marta Malone), El niño del corazón mutilado (Juan Ceacero) y La joven del abismo (Ivana Heredia) son los cuatro protagonistas de un plató improvisado donde la mayor parte del atrezo se encuentra en la cabeza del espectador. Una vez comienza la función (o el programa), se descuelga una cortina de plástico semiopaco que deja intuir, pero no ver. Para observar lo que sucede en el interior hay que recurrir al rey del salón: una pantalla de plasma.

“La tele no es un concepto del que se habla, sino que está ahí puesta y la gente se encuentra en el teatro sentada mirándola”, explica Alonso. El aparato se convierte en una ventana que parece más una barrera, entre los actores y la audiencia, entre la verdad y la mentira.

Al otro lado de la cortina, los intérpretes cantan, bailan y lloran mientras son grabados en riguroso directo con todo el riesgo que ello conlleva. “Hemos tomado algunas medidas, como una cámara de recuperación por si se rompe la que yo tengo. Pero sí, obviamente es un riesgo. La tecnología nos puede dejar tirados, aunque espero que no suceda nunca”, aclara la artista.

Los desnudos para atraer audiencia, los culebrones como método de evasión, el morbo de las guerras… Mi tele tiene un grillo dentro es incómoda porque obliga a cambiar el ojo ocioso por el clínico, a convertir el ruido de fondo en palabras. Según cuenta Alonso, la función es en realidad una invitación para ver “qué lugar ocupamos, qué decisiones tomamos, qué medios miramos, cómo reflexionamos sobre lo que cuentan. Y también, de la responsabilidad que tenemos de ser manipulados o no”.

Cada atentado, cada injusticia, cada bomba caída en Siria, son a la vez oportunidades de crear titulares sensacionalistas e interrumpir el último partido de fútbol en emisión. A veces, ni eso. “No tengo la menor idea de lo que es vivir en una guerra, y esto me hace preguntar en qué grado de conciencia y de profundidad vivo con respecto a la humanidad”, reflexiona la artista antes de admitir que justo esas eran sus “inquietudes a la hora de escribir de la obra”.

Todos los problemas abordados son importantes. Pero, quizá, el más preocupante es uno que queda presente desde el inicio de la obra: lo que aprendemos desde pequeños gracias a la familia, los maestros y la televisión. “Hay que pensar en la educación y lo que contamos a nuestros hijos, porque son las personas del futuro. Lo que les demostramos también puede provocar que estos vayan o no a la guerra”, sostiene la dramaturga.

Sobre el arcoíris de la televisión

El niño del corazón mutilado está atormentado porque la Princesa del sur le abandonó y hasta plantea quitarse la vida por ello. Es un poeta que todavía cree en el amor, uno que puede ser constructivo y al mismo tiempo destructivo. En un momento, se autoconvence para decir más veces “mejor” en lugar de “peor”. No importa si la situación es favorable o no, sino el efecto placebo de lo positivo incluso cuando no lo es.

¿Es la televisión una especie de analgésico del mundo terrenal? Valeria Alonso confiesa que ella no la tiene desde hace años precisamente por ese “ruido de grillos que hay en muchas casas, de gente que vive con la televisión encendida”. Aun así, también reconoce que “depende de la situación de cada uno” y que “puede ser de utilidad para muchos”. Continúa diciendo que no cree que “todo sea malo”, pero sí que “hay una gran ceguera”.

Entonces, ¿quién tiene la culpa? ¿La televisión por su contenido o los espectadores por consumirlo? “Esta es la pregunta que se hace la obra en realidad”, apunta Alonso entre risas. Añade que “los medios de comunicación tienen muchísimo poder”, pero que también es el ser humano quien “construye la sociedad” y que al final es “como tener dos caras de la misma moneda”.

En otro momento de la función, La joven del abismo, que es atravesada por la guerra, muestra su preferencia por utilizar las redes sociales porque en ellas solo “consumimos lo que queremos”. Facebook parece un oasis de información alejado de grandes corporaciones mediáticas. Sin embargo, ese oasis resulta ser un espejismo. Para Alonso, “todo eso está también siendo manipulado y vigilado” y le hace plantearse la duda de “hasta qué punto existe libertad de expresión”.

Los nuevos formatos para consumir información, como demuestra el escándalo de Cambridge Analytica y su capacidad para influir hasta en las urnas, tampoco quedan exento de viejos fantasmas. Quizá, ser consciente de la manipulación es el primer paso para empezar a bajar del arcoíris.

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