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Economía feminista: entre la realidad y el deseo

Una mujer pidiendo igualdad en la manifestación del Día Internacional de la Mujer

Cristina Carrasco

Mi primera reacción cuando se me planteó escribir sobre “cómo sería un futuro a 20/25 años si la economía diera un giro feminista”, fue decir: creo que seguiríamos en una situación muy semejante a la actual porque es casi impensable que la economía pueda dar un giro feminista. De hecho, aunque con antecedentes más tempranos, las mujeres que estudiamos, investigamos y actuamos en el marco de la llamada economía feminista, llevamos un recorrido de tres o cuatro décadas y la economía oficial dominante poco o nada nos ha escuchado.

Sin embargo, cavilando con más tranquilidad, pensé que tal vez algo ha cambiado en estas últimas décadas. Hemos creado diálogos con las economías críticas reformulando la idea de dónde está el conflicto con el capital, identificando los nexos entre expolio de vida humana y no humana. Hemos actuado a través de movimientos sociales, en particular, del movimiento feminista y/o de políticas públicas, consiguiendo rupturas que pueden ir abriendo camino hacia un cambio real. Hemos logrado trasmitir las ideas de la economía feminista que han sido acogidas por muchas mujeres y algunos hombres como posible alternativa política-ideológica a la economía neoliberal.

La primera idea de la economía feminista en la historia reciente, que marca un punto de inflexión en el debate teórico y la práctica política, tiene lugar en los años sesenta-setenta y tiene que ver con la conceptualización del trabajo doméstico, su relación con la reproducción de la fuerza de trabajo y el beneficio capitalista; llegándose a establecer por primera vez que la supervivencia del sistema económico capitalista depende del trabajo que se realiza en los hogares sin el cual el sistema no podría subsistir, ya que no dispondría de la fuerza de trabajo necesaria para realizar el trabajo asalariado. Dicho de otra manera, existe un expolio del trabajo doméstico y de cuidados por parte del sistema económico que constituye una parte importante de la plusvalía y del proceso de acumulación.

Más adelante —y teniendo en cuenta que la economía feminista siempre ha sido permeable a otras disciplinas (antropología, psicología, sociología, etc.)— se va abandonando la clásica racionalidad de la economía, para incorporar en el estudio del trabajo doméstico aspectos más emocionales o subjetivos, lo que lleva a visibilizar la importancia de lo que hoy se denomina “el cuidado”. Una experiencia feminizada dedicada al cuidado biológico, emocional y psicológico de las personas a lo largo de todo el ciclo vital, lo que representa para las mujeres una enorme cantidad de trabajo, tiempo y energías. Cuidados necesarios que dan cuenta de nuestra vulnerabilidad y, en consecuencia, de la innegable interdependencia de todas las personas, mujeres y hombres.

Despojadas del velo mercantil de la tradición económica, que no permite ver más allá del mercado, ampliamos la mirada para incluir como categorías económicas el trabajo doméstico y de cuidados. Pero, lo relevante no era solo la inclusión de estos trabajos —que también— sino poner de manifiesto que existe una contradicción social fundamental entre la reproducción y calidad de vida de las personas y el beneficio privado y la acumulación de capital.

Este último ha sido el objetivo primero del sistema capitalista y de la economía que le da soporte, despreciando y explotando las vidas humanas y expoliando la naturaleza. Una economía profundamente patriarcal que esconde en manos de las mujeres la responsabilidad de cuidar la vida que está siendo atacada. Frente a este sistema depredador de la vida, la economía feminista sostiene una propuesta rupturista: el objetivo último de un sistema económico debiera ser una vida digna, decente, buena, donde todas las necesidades estén resueltas, para todas las personas del planeta —actual y futuro— manteniendo el respeto y cuidado necesario para con la naturaleza.

Todo lo anterior lo conceptualizamos en una palabra, la de sostenibilidad de la vida —humana y no humana— que va más allá de la sostenibilidad ecológica. Implica, por una parte, la capacidad de una sociedad de reproducirse, lo cual significa considerar todos los distintos trabajos, el medio natural, la reproducción biológica y la transformación en personas relacionales con capacidad de interactuar en el mundo más amplio. Pero esta reproducción no puede darse de cualquier manera, sino que debe estar necesariamente acompañada por el objetivo social y económico de una buena vida para toda la población.

Somos conscientes de que difícilmente el objetivo planteado pueda lograrse a medio-largo plazo, ya que significa una ruptura total con el sistema actual. Pero sí, como dije anteriormente, algo ha cambiado y, por tanto, puede seguir cambiando.  

Entonces, ¿Qué podría lograrse en 25 años si la economía escuchara a la economía feminista?

En primer lugar, es de suponer que eso representaría un cambio importante de valores, apostando por las vidas de las personas. Ello significaría otorgar a los cuidados un lugar central al tiempo de desfeminizarlos, reflexionando democráticamente entre mujeres, hombres y distintos sectores sociales —públicos o comunitarios— las distintas formas posibles de garantizar una vida de calidad para toda la población.

Se discutiría de forma seria y colectiva, con el fin de transformarlo en práctica, sobre: a) La producción: cómo producir, qué producir y bajo qué relaciones producir, b) El consumo: los bienes y servicios orientados a satisfacer las necesidades humanas, c) Los mercados: primero, qué tipo de mercados, a continuación qué bienes o servicios no se pueden dejar en manos de un mercado (agua, energía,…) estudiando las posibilidades de gestión pública o comunal, d) Los tiempos: cómo reorganizar y gestionar los tiempos de las personas, sin que sean los tiempos de producción extra-doméstica los que determinen el resto de tiempos de vida. Todo ello bajo el principio de respeto al medio ambiente y considerando en cada situación el entorno, el territorio y sus posibilidades.

En las facultades de economía se dejaría de enseñar la economía neoclásica como la única posible, criticando todos sus principios, su ideologización y las políticas que se derivan de ella. Asimismo, se incorporaría a la enseñanza de la economía, la economía feminista como otras economías heterodoxas críticas a la dominante y los diálogos entre ellas a fin de construir una nueva economía que diera cuenta de las necesidades de las personas. Para lo cual sería interesante fomentar espacios críticos y autónomos de pensamiento y propuestas más allá de las fronteras de la academia.

Ahora bien, posiblemente esto da cuenta de un deseo más que de una posibilidad real. Veinticinco años es un tiempo corto para que el sistema económico dominante y la economía que lo interpreta tiendan a un cambio importante. Ello solo podría suceder si el sistema se viera afectado por una crisis de proporciones hoy inimaginables e incalculables, como resultado de estallidos financieros, bélicos, ecológicos, de agotamiento de recursos básicos para la vida, etc., o la aparición de un “cisne negro”, situaciones todas ellas posibles dentro de un plazo de 25 años.

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