El suicidio de Felipe Trigo
A las once y diez, del sábado 2 de septiembre de 1916, una detonación, procedente de la planta baja de Villa Luisiana, estremeció a toda la familia de Felipe Trigo, el médico, militar y escritor villanovense. Desde diferentes estancias de la lujosa casa, con fachada a las madrileñas calles de Arturo Soria y Sánchez Díaz, su esposa e hijos confluyeron ante la puerta del despacho, que estaba cerrada por dentro. Después de llamar insistentemente, con ayuda del servicio lograron entrar un atornillador entre las dos hojas, forzaron la madera a la altura de la cerradura y consiguieron entrar… “¡Fueron cinco minutos de tormento!”, en expresión de su hijo Félix. Sesenta años después su hija Luisa, médico como él, aún recordaba el olor a pólvora que impregnaba la estancia. Todos entraron en tropel, pero mientras los demás miraban desconcertados, ella se arrodilló ante el cuerpo de su padre, tendido boca abajo en medio de un gran charco de sangre y le tomó el pulso: “¡Vive, está vivo!”.
Felipe Trigo llevaba semanas trabajando intensamente en la que sería su novela póstuma, “Murió de un beso”, que dejó casi concluida. Aquel sábado, durante el desayuno, rechazó la propuesta de sus hijas, Julia y Consuelo, para ir a ver la respuesta de los lectores a “La novela corta”, que salía aquella misma mañana con una entrega de “La altísima”, que se había publicado en 1907. Se disculpó diciendo que tenía mucho trabajo y todos se quedaron. El escritor, antes de comenzar a trabajar y como hacía todas las mañanas, salió a pasear al espacioso jardín con sus perros, después entró en la casa, recorrió todas las dependencias y se encerró en su despacho. Consuelo recordaba que su padre se había recortado la barba con esmero y que bajó a desayunar perfumado, animoso y dispuesto a dedicar todo el sábado a la trama final de “Murió de un beso”. Todos sabían que era un escritor compulsivo, que cuando tenía una idea la volcaba inmediatamente en el papel, porque apenas tomaba notas ni corregía. En quince años llegó a publicar diecisiete novelas y se sabe que alguna, como “Jarrapellejos”, la escribió en un mes. Ningún escritor de su época podía competir con Felipe Trigo en fecundidad y en ventas, y no se conocen muchos casos en la literatura universal de autores capaces de acumular una considerable fortuna en tan poco tiempo, con una muerte tan prematura y habiendo comenzado casi a los cuarenta años. De todo esto hablaremos hoy en su pueblo.
Trigo, nació en Villanueva de la Serena el 13 de febrero de 1864, en el seno de una familia acomodada. Su padre era ingeniero. Cursó el bachillerato entre Villanueva de la Serena y Badajoz y el preparatorio y la carrera de medicina lo hizo en Madrid. Estos inicios en la capital los relata en su novela “En la carrera”. Madrid le abrió los poros literarios a un Felipe Trigo que buscaba una forma directa para expresarse, aunque por aquellos lejanos días parecía que se decantaba por el artículo periodístico. Conseguida su licenciatura, con 24 años, comenzó a ejercer como médico en Trujillanos, un pueblo pequeño, cerca de Mérida. En “El médico rural” describió las dificultades y el aislamiento de un joven médico, como él, acostumbrado al bullicio intelectual madrileño y con aspiraciones de reconocimiento más allá de la medicina. De Trujillanos pasó a Valverde de Mérida y cansado de las limitaciones, viendo el futuro excesivamente constreñido para sus aspiraciones, superó las oposiciones de Sanidad Militar y logró plaza en Sevilla, donde retomó su vocación como articulista. Dos años después es destinado a Trubia, un pueblo asturiano y desde allí solicitó irse voluntariamente a Filipinas, de donde volvió mutilado y aclamado como héroe, tras haber sobrevivido a una sublevación en la que recibió siete machetazos. A los 36 años y con el grado de teniente coronel, abandonó el ejército para dedicarse por completo a la literatura. Es posible que los primeros brotes de la neurastenia ya estuvieran presentes.
“¡Vive, está vivo!”. El grito de Luisa rompió la quietud del momento y entre todos lo subieron a un diván del salón contiguo al despacho, mientras ella se empeñaba en taponar la brecha que había abierto el pistoletazo, con entrada por la sien derecha y salida por la región occipital. Sobre la mesa, con la pluma abierta y usándola como pisapapeles, dejó Felipe Trigo su despedida: “Perdonarme todos, yo estoy seguro de que nada os serviría más para prolongar algunos meses vuestra angustia viéndome morir. Pensar que en esta catástrofe fue motivo el ansia loca de crearos alguna posición más firme. ¡Perdonarme, perdonarme, Consuelo mártir mía, hijos de mi alma! Si mi vida fue una equivocación fue generosa. Con la única preocupación vuestra por encima de todos mis errores. Que sirva esta mi voluntad de testador para declararos herederos míos de todos mis derechos. Perdón. Felipe Trigo”
Dos horas después fallecía el escritor más prolífico y seguido del momento, un inconformista de libro, carismático, rebelde y contestatario, que escribía con pasión, que decía lo que pensaba, que nunca se alineó con nadie y que sufrió el desdén y la censura desde todos los frentes. El joven militar que lo dejó todo para dedicarse a la literatura, parecía en sus inicios tener todas las preguntas y buscaba las respuestas. Dieciséis años después tenía las respuestas pero le faltaban las preguntas. El pistoletazo en aquella apacible mañana de sábado fue su última interrogante. Su actitud personal, haciendo gala de una independencia atípica para el momento, lo enfrentó a poderosas jerarquías, que concluyeron por silenciarlo en una amañada historia de la literatura española, con la inútil pretensión de ocultarlo. Diecisiete novelas, veinticuatro novelas cortas, cuentos, ensayos y artículos lo reivindican. De los idiotas que lo negaron no se acuerda nadie.