Arturo González, médico: “Todas las enfermedades son biopsicosociales; si no miras a la persona, el tratamiento fracasa”
El Centro de Salud de Son Rutlan en Palma comienza a llenarse incluso antes de que amanezca del todo. El murmullo de conversaciones, el sonido de las impresoras y el ir y venir de pacientes forman parte de una coreografía que se repite cada mañana. Antes de las nueve de la mañana, Arturo se levanta, abre la puerta de su consulta y da la mano al primer paciente del día. Ese gesto, aparentemente sencillo y casi en desuso en un sistema saturado, resume bien su manera de ejercer: entiende la medicina como un vínculo humano. “La fortaleza de la medicina de familia está en el contacto; si no hay confianza, no hay diagnóstico”, afirma mientras se acomoda en el sofá de casi tres metros de largo donde tiene lugar la entrevista.
Nacido en el barrio de La Jota, en Zaragoza, con algo de Granada en la memoria y mallorquín de adopción, González no se limita a escuchar a quienes llegan con un problema de salud: también los escribe. Poeta además de médico, ha publicado tres poemarios (Dietario de amor y otras fiebres, De viaje y Saliente de guardia) y colabora en revistas literarias y proyectos como Acordes Conversos, que combina música, canción de autor y poesía por distintos escenarios del país. No esconde la dificultad de definirse en un solo oficio: “No sé si soy más médico que poeta o más poeta que médico. Pero las dos cosas me conforman, me ayudan y me dan fuerza para vivir”.
La poesía como forma de mirar
Su último libro, Saliente de guardia, es un retrato poético de la pandemia y lo que quedó después. Allí se recogen las guardias interminables, el miedo, los duelos, pero también la resiliencia. El propósito, explica, fue dejar constancia de lo que vivieron los pacientes y, al mismo tiempo, de lo que él mismo se llevaba a casa tras cada jornada: lo que quedaba adherido como médico y como persona. Para González, la escritura no es solo un refugio, sino también un entrenamiento emocional. Recuerda la frase de Robert Warren —“El poema no es tanto algo que se ve, como una luz que permite ver otras cosas”— para explicar cómo la poesía le sirve como una suerte de ensayo de la empatía. Esa sensibilidad, sostiene, se traduce en un mejor contacto con el paciente, en una escucha más profunda y en una ayuda más completa.
Una especialidad en crisis
Cuando la conversación se dirige a los problemas estructurales, los datos hablan por sí solos: en mayo de 2025, más de la mitad de las plazas MIR de Medicina de Familia quedaron vacantes. González lo interpreta como una consecuencia lógica de una especialidad que no suele copar grandes titulares. Frente a otras ramas de la medicina donde los logros son inmediatos y visibles, la medicina de familia se mide a fuego lento. “Nuestros resultados se ven en el tiempo: una diabetes bien controlada, una hipertensión estable, una relación de confianza que evita hospitalizaciones. Es un trabajo de fondo, paciente y casi artesanal. Quizá eso lo haga menos atractivo, pero para mí tiene un valor inmenso”.
Nuestros resultados se ven en el tiempo: una diabetes bien controlada, una hipertensión estable, una relación de confianza que evita hospitalizaciones. Es un trabajo de fondo, paciente y casi artesanal. Quizá eso lo haga menos atractivo, pero para mí tiene un valor inmenso"
Esa falta de atractivo se combina con la presión cotidiana de un sistema burocratizado. Se lamenta de que rellenan papeles cuando deberían “estar escuchando” y considera una contradicción que, en plena Atención Primaria, las listas de espera para ver al médico de familia puedan prolongarse semanas o incluso llegar al mes. “Tenemos médicos más preparados que nunca (en cronicidad, cuidados paliativos, ecografía, cirugía menor, entrevista clínica o investigación... por poner algunos ejemplos), pero con menos tiempo que nunca para desplegar lo aprendido”, resume con cierta frustración.
Cuando la conversación se abre al papel de las artes en la medicina, González no duda en extender la mirada más allá de la poesía. La pintura, la literatura o la música, asegura, no son simples aficiones paralelas, sino una forma de aprender a percibir al otro con más profundidad. “Todo eso ayuda a mirar de otra manera. Te da sensibilidad y esa sensibilidad después se traduce en el trato con el paciente, en una escucha más completa”, explica. En su consulta lo vive como un efecto casi tangible: el hábito de detenerse en un verso, en un color o en una melodía acaba siendo también el hábito de detenerse en los silencios de un enfermo, en la manera en que baja la mirada o en lo que queda sin pronunciar.
Tampoco olvida la importancia de la relación con otras especialidades, un terreno donde percibe una evolución positiva, pero que requiere de mayor agilidad para hacer los traspasos de la atención primaria al especialista hospitalario. “Necesitamos más facilidad de contacto, más coordinación que antes. Eso hace que el trabajo se enriquezca, porque no somos compartimentos estancos. La medicina de familia necesita del resto y el resto también necesita de nosotros”. Para él, esa comunicación fluida no solo permite resolver mejor los casos clínicos, sino que refuerza la idea de que la medicina es una tarea coral, hecha de voces que se entrelazan para acompañar a cada persona en su recorrido por la enfermedad y la salud.
Necesitamos más facilidad de contacto, más coordinación que antes. Eso hace que el trabajo se enriquezca, porque no somos compartimentos estancos. La medicina de familia necesita del resto y el resto también necesita de nosotros"
El valor del acompañamiento
En su visión, la esencia de esta profesión está en ser acompañante de vida. Y lo dice con la emoción de quien lo escucha en boca de sus pacientes, no de las instituciones. Recuerda un estudio noruego publicado en el British Journal of General Practice que demuestra que mantener al mismo médico durante más de quince años reduce entre un 25% y un 30% las urgencias, las hospitalizaciones y la mortalidad. Que ese hallazgo no se haya traducido en políticas sólidas le resulta incomprensible: “Que no se potencie algo tan probado es doloroso”.
A falta de estrategias estructurales, González apuesta por los pequeños gestos. En su consulta, nunca grita el nombre desde dentro: prefiere salir a recibir al paciente, presentarse si es la primera vez o recordar detalles de conversaciones previas. Considera que esos gestos generan la confianza necesaria para que la persona se abra y, con ello, pueda ser atendida en toda su complejidad. Si pudiera colgar un poema en la puerta, elegiría uno breve de su maestro Emilio Pedro Gómez: “Escucha. Necesitas saber que te escuchamos”. Y para sí mismo en la parte trasera de la puerta, la que él ve, guardaría una advertencia de su amigo y colega Jesús Ochoa: “Piénsalo / solo tienes un paciente / este, ahora”.
Escenas que parecen literatura
Algunas guardias se convierten en relatos con tintes de realismo mágico. Recuerda, por ejemplo, cuando en un pueblo de la Mallorca rural una mujer caminó durante horas en plena madrugada para pedir ayuda porque su marido estaba enfermo. Cuando llegaron a la vivienda, encontraron una escena desoladora: un caso extremo de diógenes, sin teléfono, sin recursos básicos. “Fue brutal, podría haber sido escrito por García Márquez”, confiesa.
También conserva las lecciones de pacientes que ya no están, que ya han traspasado a otro estadio. De algunos aprendió que, incluso en su fase final, seguían cuidando a los demás sin proponérselo. Ese hallazgo lo considera “admirable” y confiesa que la poesía le ayuda a reconocer belleza en lugares donde aparentemente solo existe sufrimiento.
Eutanasia, medicación y salud mental
En materia de final de vida, es claro: el encarnizamiento terapéutico del pasado ha dado paso a un equilibrio mayor gracias a los cuidados paliativos, las voluntades anticipadas y la eutanasia, aunque el proceso administrativo sigue siendo demasiado lento. “A veces el paciente muere antes de que se complete el trámite. La muerte, como la vida, también hay que cuidarla”, sostiene.
A veces el paciente muere antes de que se complete el trámite [de la eutanasia]. La muerte, como la vida, también hay que cuidarla
Respecto a la industria farmacéutica, muestra un equilibrio entre respeto y crítica. Admite que existe sobremedicación, “incluso de la vida misma”, porque siempre resulta más sencillo recetar una pastilla que explorar las causas de fondo. Él prefiere detenerse en el contexto social y familiar de cada persona antes de medicar, convencido de que ahí reside buena parte de la clave.
Y cuando se le pregunta por la enfermedad que mejor refleja la decadencia social actual, no duda: la salud mental de los jóvenes. España, recuerda, es el país que más benzodiacepinas consume en el mundo, y el aumento de intentos autolíticos es alarmante. Considera que el modelo de productividad constante y la imposibilidad de detenerse a la que estamos sometidos empujan a muchos hacia la ansiedad y la desesperanza. El resultado, a menudo, es una receta rápida que enmascara el problema sin resolverlo. “Lo que hace falta son psicólogos y espacios de acompañamiento, no más fármacos”, apunta.
Lo que hace falta son psicólogos y espacios de acompañamiento, no más fármacos"
Entre la bata y los versos
A pesar de todo, no cree que la pandemia haya debilitado el vínculo entre médico y paciente; al contrario, asegura que le dio la oportunidad de conocerlos mejor y de fortalecer las relaciones. Trae a la memoria la historia de una paciente llamada, de forma ficticia, Ana María: en su casa era María, pero en el hospital se presentaba como Ana, su yo enfermo. Esa división, explica, le servía como mecanismo de protección para no dejar que la enfermedad contaminara por completo su identidad. “Me parece tan hermoso que acabaré escribiendo sobre ello”, comenta.
La entrevista concluye como empezó, con la calma de quien abre una puerta para escuchar. González recita alguno de sus poemas, sonríe y confiesa una vez más su dilema identitario: no sabe si es más médico que poeta o al revés. Pero lo que sí tiene claro es que ambas facetas lo sostienen, lo ayudan y le dan fuerza para vivir.
Mañana, la sala de espera de Arturo seguirá llena. Dentro de su despacho, sobre la mesa, una receta a medio escribir convivirá con un cuaderno en blanco anhelante de poesía. Dos herramientas distintas, con un mismo fin: acompañar vidas.
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