Los laboristas contrarios a Jeremy Corbyn deben aceptar que fueron ellos los que lo crearon
A menos que sufra una derrota de último momento (algo poco probable), Jeremy Corbyn será una vez más el ganador de la votación para líder del Partido Laborista. Y la victoria llegará gracias a sus opositores. El año pasado, se tiró por tierra el triunfo de Corbyn argumentando que se había producido por una mezcla de fanatismo, enfado y locura. Pero cuando se trata de movimientos políticos diferentes a lo habitual, muchos comentaristas políticos carecen de una falta total de comprensión y curiosidad. A los analistas que compiten por entender el auge del Partido Ukip, por ejemplo, no les interesa analizar el “Corbynismo” con la misma profundidad: en lugar de un análisis serio, se dedican a menospreciarlo.
El Ukip (Reino Unido), el Frente Nacional (Francia) o Donald Trump (EE.UU.) son vistos como manifestaciones -muy desafortunadas- de un reclamo verdadero. Sin embargo, los movimientos detrás de Bernie Sanders, de Podemos y de Jeremy Corbyn son tachados de ejército de autocomplacientes y crédulos.
Hace unos días, escribí un artículo sobre la necesidad imperante que tienen los líderes del Partido Laborista de encontrar la estrategia, la visión, y la aptitud para ir más allá de su territorio. Si no lo logran, además de su propia caída podrían provocar la de todo el partido y la de toda la izquierda durante más de una generación. Mi artículo causó consternación e incluso ira en algunas personas. Pero la victoria de Corbyn sigue sin estar asegurada: si la izquierda quiere gobernar y transformar al país, y no sólo al partido, estos son los temas que debe tratar.
La próxima elección de líder del partido, a la que tal vez le siga una elección anticipada que podría terminar en desastre, parece el momento ideal para tratarlos. Pero esto no es de mucho consuelo para los opositores de Corbyn: algunos de ellos están ocupados llevando ante los tribunales a sus propios compañeros del partido. Parecen incapaces de hacer un examen de conciencia o de reflexionar.
La idea original de Corbyn no era quedarse para convertirse en la cabeza del partido, sino para cambiar los términos del debate. El objetivo de su campaña por el liderazgo era derribar una puerta de acero reforzado. Pero resultó estar hecha de papel. El ascenso de Corbyn se logró gracias a la abolición del colegio electoral del Partido Laborista y a la presentación de un sistema de votantes registrados. Entre sus principales seguidores había gente de Blair y gran parte de la izquierda se oponía: consideraban, con bastante acierto, que era un intento de disolver los nexos del Partido Laborista con los sindicatos. Cuando se presentó el paquete de reformas, Tony Blair las calificó de “valientes y fuertes”. “Tendría que haberlas implementado yo cuando era el líder”, llegó a decir. Hace dos años atrás, el columnista y fan acérrimo de Blair, John Rentoul, celebró las reformas: estaba convencido de que ayudarían a garantizar que un seguidor de Blair sustituyera a Ed Miliband. ¡Qué fallo!
En estas elecciones primarias semi-abiertas, los candidatos tenían la oportunidad de apelar a un público más amplio, pero los adversarios de Corbyn no lo lograron. En 2011, los socialistas franceses se las arreglaron para convencer a 2,5 millones de personas de que eligieran a su candidato presidencial; en 2013, una cantidad similar de personas votó en las primarias del Partido Democrático de Italia.
El año pasado, en las primeras etapas de la carrera por el liderazgo, los miembros del equipo de Liz Kendall estaban seguros de que su candidata podría llegar al millón de votos. La arrogancia fue su perdición. Los candidatos que presumían de poder ser los elegidos tuvieron la menor adhesión del electorado. Si bien aún hay algunos legisladores laboristas respetables, es difícil encontrar uno que llegue a los talones de las grandes figuras de antaño: Barbara Castle, Nye Bevan, Ernie Bevin, Herbert Morrison, Margaret Bondfield, Harold Wilson, Stafford Cripps o Ellen Wilkinson.
La maquinaria política vació el partido infligiéndole un coste de largo plazo tremendo. Si el año pasado hubiera habido un candidato a líder del Partido Laborista con posibilidades de ganar las elecciones generales, los laboristas podrían haber cedido en cuanto a sus creencias. Pero no apareció ningún candidato así y los laboristas no cedieron.
Cuando un partido político se enfrenta a una derrota electoral catastrófica, lo normal es un largo período de reflexión y autocrítica. Un tiempo de preguntas: ¿Por qué nos rechazaron? ¿Cómo hacemos para llegar de nuevo a la gente? Pero en la lucha interna del Partido Laborista, el examen de conciencia de los derrotados brilla por su ausencia. De la misma manera que la izquierda achaca la victoria de los tories al lavado de cerebro de los medios de comunicación, los laboristas creen haber sido invadidos por hordas de zombis de ultraizquierda agrupados en el movimiento ciudadano Momentum.
En el mejor de los casos, los miembros del partido se han visto reducidos a niños quisquillosos. En el peor, a un siniestro tropel de personas llenas de odio. Entre los que acusan hoy a los “Corbynistas” de criticar al laborismo como si fueran tories hay muchos que durante la era de Blair usaban el término “Trot” para referirse al ala izquierda del partido.
Aunque Tom Watson (que no era seguidor de Blair) haya admitido que algunos miembros de Momentum tienen un “gran interés en el cambio político”, también es la persona que avivó el fantasma de que los restos marchitos del trotskismo británico están manipulando a sus integrantes más jóvenes. Pero seguramente Watson admitirá que los jóvenes tienen voluntad propia y capacidad para pensar por sí mismos, ¿verdad?
Los más críticos rebajan al “Corbynismo” a un simple y nefasto culto a la personalidad. En todo caso, cuando Blair era el líder, sus devotos más acérrimos se comportaban como fanáticos de un grupo musical juvenil. Recuerdo que el último discurso de Blair en un mitin, con los delegados mostrando carteles (supuestamente improvisados) que decían “TB x siempre” y “Te amamos, Tony”.
Si critican al “Corbynismo” por su control autoritario sobre el partido es en gran medida debido a su éxito en las elecciones internas y en los tribunales. Irónico, si tenemos en cuenta que “Blairismo” solía ser sinónimo de “obsesión por el control”.
Los críticos más duros de Corbyn alegaban más criterio, juicio y estrategia política. Pero son ellos los que lanzaron un desastroso y poco eficaz golpe de Estado contra Corbyn en medio de una crisis nacional post-brexit. Desviaron la atención de los tories; lograron que el Partido Laborista cayera en las encuestas precipitadamente, pasando de un estado débil a calamitoso; y provocaron una guerra casi sin cuartel entre los miembros del partido y el grupo laborista en el Parlamento; posiblemente regalando así al enemigo un mandato aún mayor.
Critican las conexiones extranjeras de Corbyn pero no dicen casi nada acerca del exlíder Blair y de cómo literalmente recibía dinero de Nursultan Nazarbayev, dictador de Kazajistán en un régimen acusado de torturar y matar a sus opositores.
Los enemigos más resentidos de Corbyn hablan de ganar a los votantes de clase media pero luego se burlan de los “Corbynistas” por representar demasiado a la clase media (aunque, de hecho, en una encuesta de 2015, se descubrió que los votantes de Corbyn no eran precisamente de clase media).
Acusan a los “Corbynistas” de infiltrados sin lealtad por el Partido Laborista, y luego divulgan los planes laboristas a The Telegraph, el periódico interno de los tories, para dividir al partido.
Sobre todas las cosas, la falta de una visión alternativa inspiradora es lo que dejó el espacio vacío que vino a llenar Corbyn. A pesar de todas las limitaciones y defectos del Nuevo Laborismo, en su apogeo pudo ofrecer algo: salario mínimo, un impuesto inesperado a las empresas de servicios públicos privatizadas, derechos para la comunidad LGBT, créditos fiscales, inversión pública y descentralización. ¿Qué intereses defienden los más acérrimos oponentes de Corbyn en el Partido Laborista? En vez de buscar una nueva idea inspiradora para el partido, se dedicaron a acusarlo, sin pruebas, de ser inelegible.
Owen Smith sí ha mostrado un programa político, pero es gracias al levantamiento político del verano pasado en el Partido Laborista que se conoce. Si algunos diputados apoyan ahora a Smith es porque lo ven como algo transitorio no porque crean en esas políticas. Es más, siguen a Blair en lo de preferir una derrota de los laboristas si el partido fuera tomado por su ala izquierda.
Por el legado del Nuevo Laborismo de Blair sólo está permitido sentir gratitud. Todo lo demás es considerado como una autocomplacencia imperdonable. La guerra de Irak, esa en la que perdieron la vida innumerables civiles y soldados, la misma que sumió a la región en el caos y ayudó a generar el Estado Islámico, es considerada una extraña e irracional obsesión de los partidos de izquierda.
La izquierda defendió al Nuevo Laborismo de la acusación, tremendamente falsa, de que un gasto excesivo durante los años de Blair había provocado la crisis financiera. Pero es cierto que una regulación deficiente de los bancos (los tories querían incluso menos regulación) contribuyó a empeorarla, con pésimas consecuencias. En este tema, uno de los más importantes de nuestra época, la izquierda estaba en lo cierto. Todavía bulle de resentimiento porque nadie escuchó la advertencia.
Los problemas son mucho más profundos, por supuesto. La democracia social está en crisis en toda Europa y son muchos los factores responsables. Desde la naturaleza cambiante de la fuerza laboral moderna hasta el modelo actual de globalización, la crisis económica, y el apoyo a los recortes y la privatización de la socialdemocracia. Aun así, no vale como excusa para dejar de pensar. Hace tiempo que los oponentes de Corbyn no tienen una visión de peso, una base de apoyo importante, o una estrategia para ganar.
Cuando el Partido Laborista pierde elecciones, muchas veces se dice que los seguidores culpan a los adversarios en lugar de evaluar sus propios errores. Lo mismo puede decirse ahora de los que se oponen a Corbyn. Están entre desconcertados, enfurecidos, horrorizados, y entristecidos por el ascenso del “Corbynismo”, pero tienen que hacerse cargo de su ascenso. Ellos lo hicieron posible. No tendrán futuro a menos que dejen de maldecir el éxito ajeno y comiencen a reflexionar sobre sus propios errores. Muy en el fondo, ellos también lo saben.
Traducido por Francisco de Zárate