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La crisis de los refugiados ha dividido tanto a Alemania como Trump a los Estados Unidos

Un refugiado se toma una 'selfie' con Angela Merkel Angela Merkel durante la visita de la canciller a la Oficina Federal de Migración y Refugiados en Berlín.

The Guardian

Konstantin Richter —

El otoño pasado, cuando Angela Merkel abrió las fronteras de Alemania para los refugiados, mi esposa y yo pensamos que nos haría felices recibir a algunos de ellos en nuestro apartamento de Berlín. La mayoría venía y se quedaba una noche: llegaban a última hora y se iban al amanecer para registrarse ante las autoridades de la ciudad. 

Una noche, la organización de voluntarios encargada de colocar a los refugiados con familias alemanas nos llamó de madrugada para decirnos que había un ciudadano de Moldavia necesitado de un lugar para descansar. Buscamos Moldavia en Google. Nos parecía bien recibir refugiados sirios y que se quedaran a dormir una noche. Pero, ¿qué pensábamos sobre recibir a refugiados de Marruecos, Eritrea, o las ex repúblicas soviéticas? Bueno, está bien, pensamos. ¿Por qué no?

Pasaron seis meses desde ese momento. La UE firmó un complejo acuerdo con Turquía diseñado para reducir la afluencia de migrantes. Tal vez funcione, tal vez no. Pero, independientemente de lo que pase en los próximos meses, se podría decir que la Willkommenskultur (la creencia de que debemos recibir con brazos abiertos a los refugiados) ha llegado a su fin. Es más, la nación que acogió a más de un millón de personas parece haber cambiado irremediablemente debido a esta experiencia. El cambio no ha sido para mejor.

Alemania está profundamente dividida con respecto al tema de los refugiados, una división que se siente entre vecinos y dentro de las familias. Si bien este clima enrarecido ha sido alimentado por los agitadores de derecha, en mi opinión, los partidarios de la Willkommenskultur también son culpables. ¿En qué momento empezó a salir todo mal?

Mirando hacia atrás, lo sucedido en septiembre de 2015 resulta tan irreal como extraño: cientos de alemanes reunidos en la estación central de Múnich, aplaudiendo la llegada de los refugiados, una Merkel sonriente sacándose “selfies” con refugiados sirios en las casas de los solicitantes de asilo, y gente común y corriente abriendo las puertas de sus hogares para organizar “comidas de bienvenida”. Recuerdo haberme sentido emocionado y ligeramente nervioso a la vez. Estaba ocurriendo algo extraordinario y éramos testigos privilegiados.

Ayudar a las personas que habían escapado de una brutal guerra civil parecía una reacción totalmente sensata y los alemanes aceptaron con ganas el papel de líderes morales de Occidente. Puede que también el narcisismo colectivo haya jugado un rol importante. Otras naciones siempre le han tenido respeto y envidia a Alemania por su éxito económico. Pero, a decir verdad, nunca se nos había considerado personas amables o de buen corazón. Y de repente, millones de personas soñaban con venir a este país. Para nosotros, era un halago. Los refugiados nos hacían sentir bien con nosotros mismos. 

Además, creíamos que la popularidad nos beneficiaría en materia económica, algo muy parecido a lo que ocurrió en EEUU en siglos pasados. Llamémoslo el sueño americano de Alemania. Nos dijimos que una afluencia masiva de trabajadores jóvenes era justo lo que necesitaba este país de gente mayor. Además, Merkel no era ninguna loca idealista. Cuando hizo su jugada en septiembre creímos que sabía lo que estaba haciendo. Tiene fama de ser una política reacia a los riesgos, de naturaleza cautelosa. Así que si lo hacía era porque tenía un plan. Y si no funcionaba, seguro que tenía un plan alternativo.

¿Pecamos de inocentes? Tal vez. La mayoría de los refugiados que pasaron la noche en nuestra casa eran jóvenes de entre 20 y 30 años. No eran de mucho hablar. Algunos ni siquiera dijeron “gracias”. Uno de ellos pareció sentir auténtica pena por nosotros porque tenemos tres hijas y ningún hijo varón. Otro preguntó, de la nada, si mi esposa era “una chica judía”. Tratábamos de no darle mayor importancia a estas situaciones porque eran pasajeras. Pero eran un indicador de que la relación entre alemanes y refugiados no sería tan fácil y directa como los entusiastas lo habían anticipado. 

Algunas de las conjeturas que hizo entonces el pueblo alemán parecen extremadamente optimistas aún ahora. Una gran cantidad de economistas, que en un principio estaban a favor de la política de Merkel, han cambiado de parecer. Dicen que, aún a mediano plazo, los costos serán mayores que los beneficios. Además, las experiencias que han tenido las empresas que contrataron refugiados y los capacitaron son desalentadoras. La mayoría de la gente que tomaron ni siquiera tenía las nociones básicas de una educación secundaria.

Aún peor, perdimos la confianza en nuestras instituciones. Cuando Merkel dijo “nos arreglaremos”, apeló al orgullo de los alemanes en su propia eficiencia. Creemos que somos bastante buenos en obtener resultados; sabemos cómo fabricar autos de lujo y otros productos complejos de ingeniería. Pero cuando se trató de manejar la crisis de los refugiados, instituciones gubernamentales como la tan criticada LaGeSo de Berlín estuvieron lejos de funcionar como máquinas bien aceitadas. 

Las solicitudes de asilo se están manejando a paso de tortuga, mientras que cientos de miles de refugiados languidecen en refugios temporales. El mes pasado, el responsable de la oficina de migración admitió que unas 400.000 personas no habían solicitado asilo. Esto significa que no se sabe quiénes son ni de dónde vienen. Se suponía que todo iba a ser diferente. 

Además está Merkel. Su decisión de abrir las fronteras para evitar una crisis humanitaria en Hungría fue muy valiente. Muy posiblemente, haya sido también la mejor opción que se barajaba. Pero, en el período subsiguiente, Merkel cometió una serie de errores que no parecen propios de ella. 

Merkel no coordinó los planes que tenía con sus socios europeos y dejó a Alemania sola en su búsqueda de una solución común para la UE. La canciller alemana nunca le pidió al parlamento que votara su política. Además, ni siquiera intentó convencer a todos los alemanes que aún tenían dudas. “Si debemos pedir disculpas por tener un gesto cálido durante una emergencia, es porque este ha dejado de ser mi país”, dijo Merkel con un tono un tanto arrogante. Además, dejó entrever que bajo ninguna circunstancia se podían asegurar las fronteras alemanas. Sus comentarios irritaron de forma innecesaria a los votantes conservadores y sirvieron para que creciera el partido de derecha Alternativa para Alemania (AfD).

A finales de 2015, el estado de ánimo del país empezó a cambiar. Cuando, en Nochevieja, cientos de mujeres fueron atacadas en Colonia, la situación empeoró. Para ese entonces, mi esposa y yo nos habíamos ido de Alemania en un largo viaje por el extranjero. Algunos amigos nos dijeron que, cuando regresáramos, encontraríamos que el país había cambiado. Y así fue. Alemania, una nación con una cultura política basada en hacer concesiones, de pronto parecía tan dividida como los Estados Unidos que propone Trump. Las personas con diferentes opiniones ya no se escuchaban entre sí, sino que se odiaban a más no poder.

Gran parte de la culpa la tienen los populistas de derecha. Sin miramientos, el AfD sacó provecho de los ataques de Colonia. Además, incitó el odio hacia la élite de la izquierda liberal, a quienes considera responsables de la Willkommenskultur. El término despectivo con el que se refieren a sus enemigos políticos es Gutmenschen, que se traduce como “buena gente”, pero que significa todo lo contrario.

Desafortunadamente, los Gutmenschen también han sido intolerantes, acusando de racista a cualquiera que se oponga a la política de fronteras abiertas, o incluso de cosas peores. Acusar a alguien de nazi solía ser el último recurso de la retórica política alemana. Pero comparar la base conservadora del AfD con los millones de alemanes que apoyaron a Hitler en 1933 se ha vuelto algo común. 

Ha cambiado la naturaleza del debate político, dijo, hace poco, el escritor Peter Schneider. “Cuando opino que los refugiados son bienvenidos, pero en un número limitado, la respuesta de mi interlocutor será que tengo un discurso parecido al del AfD, que soy un xenófobo y seguramente hasta un racista”.

¿Y ahora qué? Las fronteras de la UE están prácticamente cerradas, al menos por el momento. Mi esposa y yo no recibimos llamados pidiéndonos que alberguemos refugiados. Y, si recibiéramos otra llamada, no estoy seguro de que responderíamos tan contentos 'bueno, está bien, ¿por qué no?'. No significa que ahora seamos unos bárbaros. 

Hacer las cosas bien en el tema de los refugiados será el desafío más grande de Alemania para los próximos años y nosotros queremos aportar nuestro granito de arena. Pero el espíritu de la Willkommenskultur (recibir gente así porque sí, eufóricamente, sin llegar a conocerlos y a establecer una relación significativa) ya no parece lo correcto.

Traducción de Francisco de Zárate

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