De ser tan Trimilenaria, Cartagena ha perdido el oremus con la cosa de la identidad, eso que nos define tanto, nos sitúa a lo grande en la historia. De tanto caché acumulado hay barra libre en el bar. Tres mil años, con eso está dicho todo, o casi. En mi ciudad somos muy antiguos, sí, pero no tanto. Los historiadores dicen que se ha exagerado algo el pico, pero es resultón para el turismo. Una mentira contada muchas veces nunca se convierte en verdad.
En realidad, somos un cruce de culturas que ya quisieran otros pueblos, un trozo de geografía tan expoliado como bonito, un orgullo, para no entrar en detalles. Hace ya varios días, sin respeto por nuestras milenarias canas ni capacidad de contraataque, Cartagena ha sufrido por sorpresa una auténtica invasión. De viernes a domingo, la ciudad más antigua de Europa (no es muy riguroso, pero suena bien) se ha convertido en Valencia.
Mis sorprendidos paisanos se las han visto, sin comerlo ni beberlo, literalmente, con un interminable desfile fallero, una ofrenda floral a la Virgen de la Caridad, pero ojo que también llevaban en miniatura a su patrona, la Virgen de los Desamparados, una falla en la plaza del Ayuntamiento, una tremenda mascletá. Ocurren cosas muy graves que importan mucho en el mundo, pero esta ocurrencia sin fuste nos deja con cara de emoticono mudo, entre el mosqueo y el estupor. Llámenme loca, pero si quiero fallas, toneladas de pólvora, una paella al allipebre en El Perelló, ya voy por mis fueros propios a la Comunitat Valenciana. Que por lo demás, es preciosa. Pero Cartagena y sus tradiciones se merecen, nobleza obliga, un respeto.
La iniciativa es de la asociación Fallers pel Món, que promociona sus fiestas por todo el país. Tienen sus patrocinadores, se montan su falla donde les dejan, la última el pasado año en Almería. Es respetable, hasta ahí nada que objetar. Puede que aquí vinieran más de mil personas que fueron recibidas por las autoridades locales como si fuera el Efesé después de ganar la Champions League.
La concejala de Turismo dice, y suena a traca, que el fiestorro dejará dos millones de euros en Cartagena, pero los comerciantes del centro no opinan lo mismo, ya que, al llegar con todo el kit incorporado, los valencianos iban con sus camisetas y sus latas de refrescos por la calle sin mucho interés en hacer gasto. Quemaron su falla con un romano sobre un asiático, y abajo la cabeza de la propia edil, abanderada del evento.
Un pequeño cartel muy oportuno recordaba en la falla a los voluntarios cartageneros en la DANA. Mil gracias, pero en Valencia hay afectados por la tragedia que no han recibido ni una sola ayuda, es lo que importa. Los cortes de tráfico en el centro histórico y arterias principales fueron un caos. Del ruido hablaremos luego. Del intercambio cultural, como no lo hubo, no. La broma ha costado ciento cincuenta mil euros. La gestión turística, tan Mr. Marshall style, merece con urgencia el premio Paletada del Año.
La mayoría de actos lúdicos fueron privados, de forma que cualquier cartagenero no pudo disfrutar de la gran juerga en la explanada del puerto, donde por cierto solo se habló en valenciano. Lógico, porque ya hemos dicho que el evento era exclusivo. Bien por los falleros y su tradición, el agua de Valencia y el himno de Nino Bravo. No sé si esa concejala habrá sufrido mucho por la omisión del español, con lo que su partido ultra opina del nacionalismo periférico. Sin duda, con Valencia tienen una buena conexión.
Tuvimos víctimas de la ruidosa promoción fallera. Varios perros murieron aterrorizados por el estruendo de la pólvora, alguno tirándose por el balcón. Otros muchos desaparecieron. En un parque cercano al Batel quedaron por el suelo los nidos de los pájaros que huyeron de los árboles. Ataques de pánico también en personas porque la pirotecnia es, digámoslo claro, innecesaria. Y sobre todo, un atraso. Razón de sobra para que se introduzcan, por favor, la pólvora, los petardos y todo lo que suponga una agresión medioambiental por el conducto que más les plazca, o convenga. Porque esto no es cultura, es terror.
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