Esta semana no les hablaré del coronavirus, un devastador y trágico tema del que ya estarán más que saturados. Vuelvo la mirada hacia un asunto trivial pero cálidamente entrañable. Hace años, a través de una columna de David Trueba sobre la liturgia de anudarse la corbata a los ojos de un niño, me vi reflejado en la secuencia cuando mi padre, de vez en cuando, escenificaba ese proceso ante mis ojos. Recuerdo que hasta para mi boda tuvo que ser él quien ejecutase aquel nudo para mí entonces inextricable.
Cierto es que la niñez está llena de esos destellos, aquellos que nos alumbrarán como 'luciérnagas curiosas' a lo largo de nuestras vidas. A la corbata uniríamos, sí, nuestra sorpresa al ver cómo la cuchilla rasuraba la barba de nuestro progenitor, así como su forma de conducir, fumar o de beber alcohol, pongo por caso. Claro que en lo que al afeitado se refiere, no sólo resultó ser un ejercicio llamativo a los ojos infantiles, pues también descubriría uno más tarde lo que a ellas les llegaba a impresionar a veces. Nunca me detuve yo, sin embargo, en el proceso depilatorio femenino, si bien, no sin cierta sorpresa, descubriría un día su curiosidad por esa tiránica rutina a la que la mayoría de los hombres estamos sometidos cada mañana frente al espejo del cuarto de baño.
La corbata, despreciada en los últimos tiempos por determinados exponentes de un cierto populismo también en el vestuario, fue siempre signo de distinción y elegancia. Era la guinda del pastel. Un tipo con un traje entallado, embutido sobre una camisa sedosa coronada con gemelos y calzado con suntuosa piel, no podía por menos que echar mano de esa prenda que hoy algunos denostan. Hubo un tiempo en que la corbata me entusiasmó, y buscaba y rebuscaba las posibles variantes que mi constreñida economía de entonces me permitía.
Reconozco que compré auténticas calaveradas. Con todo y con eso, la mención en el artículo de marras me retrotrajo a mi infancia, y a aquellas mañanas en las que, mientras en el viejo tocadiscos sonaba un vinilo zarzuelero, mi padre se acicalaba para irnos a oír la misa dominical como solo Dios mandaba. Y qué felices éramos en esos remotos días cuando, por no saber, no sabíamos ni cómo diablos se cruzaba el nudo Windsor, tan simétrico y formal, mientras nos encontrábamos, como correspondía a nuestra condición, permanentemente ebrios de vivir.
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