La política de los sentimientos
La cultura es desde luego, muchas cosas, pero nunca un ministerio, una consejería o concejalía donde la reparte, por lo general bajo mínimos, un administrador desganado con un puñado de consignas. Buscarla es más asequible que consumir desorientado por los centros comerciales, porque las nuevas formas de estar en el mundo, en la historia y en la vida siempre estuvieron en la calle. La cultura, por supuesto, es creativa, respondona, abierta, con su punto marginal. Es, en definitiva, libre, porque se encuentra en todas las esquinas. En épocas tan abisales como esta, es de necesidad urgente consagrarla en un altar y llevarla bajo palio hasta las plazas, como el Corpus Christi.
Cuando Kublai Kan le preguntó a Marco Polo cual era la ciudad perfecta, el veneciano le dijo ‘de fragmentos mezclados con el resto’. Este maravilloso ejemplo es uno de los que el ensayista y periodista Andrea Rizzi explica en su obra ‘La era de la revancha’ una síntesis poco común entre la geopolítica, la literatura y los sentimientos del ciudadano, que en estas sesudas lides nunca se cuentan. Escribe diciendo mucho con poco adorno, lo más difícil y con más riesgo, pero además propone alternativas de resistencia. En su lengua natal, el italiano, ese ‘No’ con el que el niño Cosimo replica a sus padres, antes de subirse a un árbol y lo inmortalizara Calvino, suena igual que en nuestro idioma. Decir no en la lengua que nos toque es la más esencial manera de rebelión universal.
Son noticias buenas las que Rizzi puso en el aire esta pasada semana en Cartagena, solamente porque cree que a los malos se les puede derrotar con fe, pero sobre todo con firmeza. A pesar incluso de lo que llama ‘Gran hipnosis colectiva’, esa que padecen los colectivos indefensos que votan al uno por ciento más rico de la población, creyendo que alguna vez serán tan poderosos como ellos.
‘Cartagena Piensa’, el programa de pensamiento y cultura científica ha llevado al espacio público las ideas, el debate y la reflexión. En este ágora han participado también los enormes Manuel Rivas, con su activismo ecológico y poético, y Rosa Montero, luminosa y futurista, con las preguntas que nos hacemos todos sobre las nuevas herramientas tecnológicas, amén de Silicon Valley, sus tecnócratas soberanos del mundo, o los chavales que en Puertollano han demostrado lo útil que será para el mundo la IA creando porno duro con las caras de sus profesores.
Hablando de algoritmos, resulta sonora la ausencia de estos encuentros filosóficos y científicos en las redes sociales de la alcaldesa, o de su joven delfín superconcejal responsable del área de Cultura, ni que decir tiene de sus socios de gobierno ultra, o de esos funcionarios devenidos en comisarios políticos. En tiempos no tan lejanos, cuando los populares eran mayoría, apoyaban las iniciativas provechosas, convencidos de que son el motor económico de una ciudad, en especial si es de servicios.
Ahora, secuestrados muy a gusto por sus primos reaccionarios, ya no disimulan su desprecio. Todo lo que no se nombra no existe, pero el Trasvase, por mucho que no se les caiga de la boca, es una trasnochada ficción. No hay cine Central, ni Teatro Circo. Sólo por esas gestiones, estarían desterrados sine die de cualquier ciudad con un mínimo de ambición cultural. Tal como dice Rizzi, si se trabaja, todo llega. Pero que sea sin tardar.
De entre todas las cosas interesantes de ‘Cartagena Piensa’ hay una que, por humilde, resulta especialmente grandiosa, y es la forma en que articula los mecanismos que creíamos desgastados de la sociedad. En todos los encuentros el público está reconfortado por reconocerse en el otro asistente que habla el mismo lenguaje. Debe ser la política de los sentimientos que Rizzi define tan cristalinamente, de ese regreso calmado hacia la unidad. De los rescoldos de aquellas octavillas que Stéphane Hessel repartió en los metros de París, y que inflamaron a la juventud europea. Casi quince años después, la perversión global se ha derramado en nuestras aldeas. Servir al rico, humillar al pobre, destruir lo público, o mejor todo el sistema. Somos unos inútiles, pero nos volveréis votar. Seguro que todo esto les suena.
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