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La puerta de Mr. Hyde

La puerta trasera del hospital

Elena Cabrera

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Es imposible que haya habido en el mundo una puerta más vigilada que esta, ese portón grande, gris y metálico del que tengo una buena perspectiva desde las tres ventanas exteriores de mi casa. Como he dicho en varias ocasiones en este diario, se trata de la puerta de atrás de un hospital privado y es, por tanto, su reverso. Mientras el frontal presenta una entrada clara, de mármoles silenciosos en tonos grises y blancos, cristales y reflejos metálicos, la trasera se ha quedado tirada en alguna década del siglo XX: ladrillo, chirridos de hierro y una vieja señal que advierte de que no se puede aparcar porque eso es un paso de carruajes.

La entrada delantera, la que no puedo ver desde mi casa, pero todavía recuerdo, engulle hacia su interior a pacientes y también a médicos. Por la trasera, sale de las tripas de este hospital personal sanitario, envuelto en batas verdes, azules y blancas, gorros y mascarillas y, a los pocos minutos, entra de nuevo, como si tan solo hubiera sido regurgitado por la bestia durante unos instantes. A veces, es el tiempo de un pitillo. Otras, lo que tardan en sacar los veinte cubos de basura. Es decir, por la parte delantera del hospital entra el doctor Jekyll y, por la trasera se asoma, brevemente y entre las sombras, el señor Hyde.

La puerta que, de tanto observarla, podríamos decir ya que es mía, mi puerta, más que una puerta es una membrana. Nadie sale o entra definitivamente por ella, sino que más bien se expande para que los de dentro saquen del interior lo que no pueden tener allí; y, a su vez, el mundo exterior introduce por esa membrana todo lo que el hospital necesita para seguir funcionando: cajas con material sanitario, aparatos, suministros. Llega una furgoneta (un carruaje) se detiene en la puerta, una persona carga una carretilla, toca un timbre, la puerta de hierro se abre lentamente, la oscuridad se lo traga y, unos minutos después, reaparece la carretilla vacía y la persona..., no sabría decir si la persona es diferente, o hay algo diferente en ella, de cuando entró. Imagino el hospital como un reino, tal y como lo describió Lars Von Trier en su serie de 1994. Un reino con sus jerarquías, sus secretos y sus enfermedades, no me refiero a las de sus pacientes, sino a las enfermedades del propio hospital.

Stevenson escribió El extraño caso del doctor Jekyll y Mr Hyde para hablar de la dualidad del ser humano y recordarnos que dentro de todos nosotros reside el bien, pero también el mal, y que es posible que sean indisociables. Una lectura más fina no identifica cada personaje con la bondad y la maldad sino con la persona respetable, gran profesional y excelente esposo, por un lado, y con la persona en conflicto, rechazada por la sociedad por su excesiva sinceridad o su desinhibición dionisíaca, por el otro. De cualquiera manera, quién es Jekyll y quién Hyde no es algo que decida la persona, sino el entorno, los que le rodean y la juzgan. Esto me lleva a pensar en una enfermera que trabaja en un hospital con la que quiero hablar para un reportaje, pero ella no quiere hablar conmigo. Está muy cansada y su aguante ha llegado al límite con el asunto de las partidas de material de protección defectuoso que han estado utilizando. La enfermera opina que los medios de comunicación hemos convertido al personal sanitario en salvadores, lo cual piensa que es una imagen falsa. Cree que hemos construido de ellos una imagen mítica de héroes que distorsiona cómo se sienten realmente: impotentes.

Me permito el lujo de mirar mi puerta durante tanto rato en parte por hacer de vieja del visillo y en parte porque me ayuda a pensar, a no consumir tanta información y reflexionar sobre ella; también a fantasear, no lo niego. Si no habéis visto El reino de Von Trier, os la recomiendo, está llena de doctores Jekyll y señores Hyde. No creo que nos sirva para entender lo que pasa realmente tras las puertas de nuestros hospitales, pero el danés sabe cómo hurgar en nuestros recovecos.

Hoy Alberto ha visitado el hospital de La Princesa, en Madrid, para una prueba médica que no tiene nada que ver con el coronavirus. Nos extrañaba que no se hubiera cancelado, pero parece que una parte de la vida que se había puesto en pausa, poco a poco se va reactivando. Como es lógico, le preocupaba entrar en un hospital donde se está tratando a los enfermos de COVID-19, por lo que fue pertrechado de guantes, mascarilla e incluso unas gafas protectoras. Aún más que la cita se mantuviera en pie le extrañó ver el hospital, siempre burbujeante, tan silencioso y vacío. Las basuras tenían pegatinas de alerta biohazard o residuo biológico, que siempre identifico con tatuajes chungos y música industrial. Y la sala de espera parecía que tenía asientos reservados, como cuando vas a un acto y te encuentras los asientos de las primeras filas con folios pegados para que no te sientes. En este caso, la reserva de asiento era para el señor virus, por si alguien lo traía consigo, que al menos se sentara en las sillas indicadas, sin tocar a otras personas.

Los hospitales no dejan de transformarse, aunque no nos enteremos. Me cuenta un amigo que la biblioteca del hospital madrileño Gregorio Marañón fue convertida en UCI. Mientras desaparecía la biblioteca de este hospital, surgía otra en el de campaña en el Ifema. Parece que cuando la literatura desaparece en un sitio, aparece en otro. Las camas con respiración asistida estuvieron en la biblioteca del Marañón unas semanas, pero ahora parece que ya no hace falta y los libros están volviendo a su sitio. Después de su visita a La Princesa, Alberto y yo hablamos un rato sobre los médicos y las enfermeras que están trabajando en los hospitales. Le cuento que en el Clínico los médicos han elevado una protesta porque han estado usando elementos de protección defectuosos y no se hacen pruebas para determinar los contagios. Cada vez que me pongo una mascarilla para ir a la compra, acabo sintiendo ansiedad. “Imagínate cómo será todo el día con un EPI puesto”, le digo a Alberto. Y cómo será pasar el día con el EPI puesto para luego enterarte de que no era efectivo. Pienso en la enfermera que no quiere hablar conmigo y la comprendo, imagino mi ansiedad multiplicada por mil. Siento la tentación de pintarla como una heroína y creo que, haga lo que haga, no seré capaz de contar lo que les pasa sin echarle literatura. Creo que solo podrá hacerlo ella misma.

Mirando por la ventana, veo cómo un camión saca, de la parte en obras del edificio del hospital, restos de amianto. La persona que lo está haciendo lleva mascarilla, pero viste un mono roto por los costados. Me gustaría, me digo, aprender a contar historias sin pintar un doctor Jekyll y un señor Hyde como dos personajes diferentes. La vida es complicadísima y el periodismo a veces la simplifica demasiado, pero tener el tiempo para pararme a mirar un buen rato por la ventana, además de satisfacer mi desbocado voyeurismo, me ayuda a pensar sobre las cosas que hago mal, las que cuento con un solo ángulo, las que me dejo una puerta sin abrir.

Situación actual: 202.990 casos en España. El ministerio de Sanidad acaba de colocar, después de tantos días, un asterisco junto a este número, una matización al pie de página que dice: diagnosticados por PCR. 1.257.790, en Europa. 2.548.632, en el mundo.

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