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El regreso a la normalidad anormal

Vuelta a las tareas

Elena Cabrera

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A veces se hace necesario mentir a los niños, pero no sé si por su bien o por el de sus padres y madres. Me pareció importante retomar, de una manera laica, el tema de la resurrección e imponer este Lunes de Pascua como día oficial de regreso a la normalidad anormal. “¿Habría habido colegio el lunes?”, preguntó mi hija, alzando una ceja en señal de sospecha. “Por supuesto que sí”, le contesté, sin que me temblara la voz.

La videollamada familiar en grupo del domingo por la noche me puso de los nervios. Con cara de resignación, Eleonor les dijo: “¡y mañana, cole!”, lo cual recibió una avalancha de voces, por suerte convertidas en un ininteligible barullo, que contradecían esa información. Que si mañana es no lectivo, que si patatín y que si patatán. Tuve que usar todas mis dotes de gesticulación, e incluso imponer mi voz autoritaria sobre todas las demás, para que no me desmontaran la resurrección del lunes: mañana se vuelve a las tareas y no se hable más. Y, efectivamente, hoy hemos vuelto a la rutina mañanera, empezando por completar lo que se quedó a medias antes de las vacaciones.

Se trataba de hacer una redacción en inglés sobre cómo era nuestra vida hace 30 años. Como parte de la investigación, Eleonor debía hacerme preguntas sobre aquel entonces. “Es que en 1990 era todo más o menos como ahora”, le dije, sintiendo que se me habían pasado tres décadas en un suspiro. Había muchos coches y contaminación, emitíamos gases que provocaban efecto invernadero, las teles ocupaban mucho espacio, no había internet y los que tenían teléfono móvil lo llevaban en el coche. Además, no existía Madrid Central. Sin necesidad de pensarlo mucho, Eleonor se declaró gran fan de su momento: “2020 mola más”. Y eso que estamos sufriendo una pandemia terrible y lleva un mes sin salir a la calle. “Te acordarás de estos días para siempre, se te quedarán grabados”, le dijo Alberto al mediodía. Ella nos miró como diciendo “no es para tanto”. “Lo recordarás mejor de lo que yo recuerdo los años 90”, pensé.Vivir el confinamiento con un niño en casa es duro, pero creo que en el fondo es más llevadero: lo desdramatizan todo.

Repasando las tareas pendientes, encontré un correo de una de sus profesoras con el enlace a un juego educativo con retos para hacer durante el confinamiento. Se llama The COVID19’s Battle y cada semana se va ampliando con nuevas misiones. Lo han realizado profesores de seis colegios de la Comunidad de Madrid y me parece impresionante. El tiempo y esfuerzo que habrán invertido en ello ha debido de ser importante. Si pudiéramos reunir en un solo lugar todo este tipo de cosas que se está inventando el profesorado sobre la marcha, en toda España, nos quedaríamos en shock. Así que iniciar la primera misión del juego, que sucede en Wuhan, ha sido una buena idea para este primer día de desentumecimiento intelectual.

El domingo por la noche, Alberto también tuvo una misión. Por motivos que no vienen al caso, y convenientemente acreditado, tuvo que salir de casa a las ocho menos cuarto y circular por Madrid en moto. Cuando dieron las ocho, empezaron a brotar personas y brazos por las ventanas bajo las que pasaba, muchas más de las que él hubiera imaginado. Los coches de policía hacían sonar sus sirenas libremente. A las ocho en punto, pasó por delante de un hospital y vio cómo las ambulancias también cantaban a su puerta, a la que salían muchas y muchos sanitarios a aplaudir. Por las calles, podía enlazar una canción tras otra, en especial I will survive. Os digo que si le hago yo este travelín a la ciudad, no paro de llorar en una hora.

A diferencia de su experiencia, en mi pasaje nuestro encuentro de las ocho fue triste. Mis vecinas, las que siempre salen con megáfono y música, gritando consignas de ánimo y fuerza, ayer no dijeron una palabra. El sábado, en cambio, se hartaron a poner música. Después de la primera, nos preguntaron “¿queréis otra?, no queremos ser las típicas pesadas”. Los vecinos les dijeron que sí, que queríamos otra. Yo me sentí fatal porque no quería hacerles un desprecio, pero soy una tiquismiquis con la música y las canciones que escogieron eran, en mi opinión por supuesto, de infames, para abajo. Cuando llegó Bisbal dije, amigas, como Camilo Sexto, ya no puedo más. Yo habría puesto Saturday Night, de Suede, pero no creo que hubiera levantado el ánimo del personal tanto como me habría regocijado a mí. Pero ya os digo que eso sucedió el sábado. La pesadumbre del domingo nos dejó vacías y huecas. Si hubiera pinchado yo, habría puesto Everyday is like Sunday, de Morrissey, y creo que todo habría ido mejor.

Después del levantamiento a las restricciones del trabajo en algunos sectores, esperaba que la obra del hospital que tenemos enfrente se reactivara, ya que no parece haber nadie dentro del edificio. No ha sido así y una vez más he pasado un rato mirando con melancolía las ventanas abiertas, las plantas aparentemente desescombradas y vacías, los ladrillos y el yeso abandonados. Mientras lo hacía, apareció un camión de basura para llevarse los más de quince contenedores diarios que expulsa el hospital. Me fijé en el empleado de la recogida de residuos, que llevaba una pantalla protectora en la cara. Empujó con una rapidez asombrosa los cubos, cuyo contenido se iba tragando el bicho mecánico con estruendo y, al terminar, pude ver cómo cogía un espray y rociaba el salpicadero, la puerta del camión y sus propios guantes con el líquido. Supongo que ese protocolo lo repetirá en cada parada. Sentí admiración y preocupación por él. No pude evitar permanecer bastantes minutos más en el alféizar, hasta que el vehículo pesado y ruidoso desapareció de mi vista.

Pensando lo triste que había sido el domingo, en este lunes, unos minutos antes de las ocho rebusqué en los cajones de Eleonor sus instrumentos de cuando era pequeña. Encontré una maraca y una pandereta. Eleonor me advirtió de que ella no pensaba tocarlos, “ni loca”, recalcó. Después del primer minuto, cuando la cosa decaía, cogí la pandereta y empecé a golpearla como si estuviera en una romería gallega, lo cual provocó jaleos de ánimo entre la vecindad. De golpe, se cerró la puerta del balcón a mis espaldas. Era mi hija, que me había dejado encerrada fuera, muerta de vergüenza ajena. “No te abriré hasta que no pares”, me dijo, gritando desde el otro lado del cristal.

Esto nos dicen los números este lunes, una variación pequeña respecto al día anterior: 169.496 casos de COVID-19 confirmados en España; 904.518 en Europa y 1.699.595 en el mundo entero.

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