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No digas nada

Portada del libro 'No digas nada'.

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¿Hasta dónde está dispuesta a llegar una persona para defender sus ideas? ¿Qué límites es capaz de sobrepasar un Estado para conseguir que se impongan las suyas? Matar en nombre de un ideal, a menudo abstracto, es moralmente inaceptable, se trate de una decisión parapetada en siglas o en uniformes. Pero antes de llegar a ese punto hay muchas otras situaciones que sin implicar la pérdida de vidas son también intolerables.

La descripción que el periodista Patrick Radden Keefe hace sobre el conflicto irlandés en ‘No digas nada’ (Reservoir Books/Periscopi), considerado con razón la mejor investigación que se ha hecho sobre la violencia en Irlanda del Norte, es un relato que, con todos los matices necesarios, inevitablemente recuerda al que se vivió en Euskadi. En ambos casos y en otros tantos conflictos, uno de los elementos comunes es la imposición de la ley del silencio, por puro instinto de supervivencia o simplemente para evitarse problemas. En algunos momentos incluso puede ser una fórmula que permite no complicar todavía más la convivencia aunque hay que saber que se trata de una excepcionalidad que carcome a cualquier sociedad.

Poder hablar también para discrepar es imprescindible si se quiere avanzar. Pese a que sea doloroso, mirar hacia adelante sin sed de venganza es el otro requisito. Eso es lo que llevan tiempo intentando colectivos diversos en Euskadi, a menudo con discreción y sin querer entrar en las pugnas partidistas de los que todavía hoy utilizan para sus argumentarios un terrorismo que por suerte ya no existe.

El otro elemento imprescindible para poder avanzar en cualquier conflicto político es el reconocimiento del otro, un estadio anterior a la empatía. Sirve para políticos y para el resto de ciudadanos. En Catalunya ese es uno de los retos pendientes. Algunas formaciones parecen haberse quedado ancladas en los plenos del 6 y 7 de septiembre del 2017. Otras, en el 1 de octubre de este mismo año. Todos tienen su parte de razón y de razones sin asumir que seguir paralizados en sus respectivos momentos les impide evolucionar.

¿Qué pasaría si un dirigente de Ciudadanos reconociese que se equivocó cuando trató de terrorista a la CDR Tamara Carrasco, a la que la justicia ha absuelto después de más de dos años de vía crucis judicial? ¿Y si un dirigente independentista explicase que no hay mandato del 1-O porque el referéndum no tuvo un amparo legal ni reconocimiento internacional?

Reclamar empatía no significa ser equidistante, un concepto que unos y otros han denigrado. Se puede denunciar el encarcelamiento injusto de los líderes independentistas y reclamar que no repitan los mismos errores. Se puede exigir al Gobierno del PSOE que no se quede solo en las buenas palabras y a la vez reconocer que a Catalunya le conviene más un Ejecutivo dispuesto a escuchar que otro que ni siquiera asuma que existe un problema. Ahora bien, seguir fiando un problema político al criterio de los jueces y hacerlo a partir de informes policiales que a menudo se han demostrado artificiales es contribuir a la cronificación del conflicto. 

En estos tiempos de crispación, no solo virtual, da más audiencia alimentar las trincheras y por eso los medios a menudo se han convertido en un actor y no precisamente secundario en el enfrentamiento político. A veces, para los periodistas lo más complicado es limitarse a explicar qué está pasando y hacerlo de la manera más honesta posible. Señalar a héroes y traidores o ser cómplices de silencios cómodos, a un lado u otro, es lo que explica también cómo hemos llegado hasta aquí.

Un estudio del Instituto Catalán Internacional por la Paz, elaborado a partir de un sondeo con 2.010 encuestas, concluye que el 67% de los catalanes consideran que la convivencia en la sociedad es buena o muy buena, y muestran un índice de confianza en la ciudadanía del 5,9, mejor que el del conjunto de España (5,6) y que la mediana europea (5,5). Es decir, la polarización existe, pero la crispación que a menudo se vive en el Parlament o que se fomenta desde portadas, columnas de opinión o mesas de debate no se corresponde con el sentir mayoritario de la población.

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