La Barcelona de Marsé
La muerte de Juan Marsé se añade a las de Vázquez Montalbán, Terenci Moix o Benet i Jornet, autores todos ellos que crecieron literariamente en los años 60, aprovechando los resquicios “aperturistas” de una España que buscaba salida a su miseria a través del desarrolismo opusdeista. Todos ellos retrataron una Barcelona en transformación social, pero anclada aún en divisiones de clase que marcaban fronteras, implícitas o explícitas, en su estructura urbana. Si Vázquez Montalbán, Moix y Benet nacieron y crecieron en el Raval, Marsé lo hizo en el Carmel. Y es a las laderas de esa montaña, en la que aún pueden verse las baterías antiáreeas de la guerra civil, donde llega Manolo Reyes, buscando nuevas perspectivas vitales, como tantos otros en aquellos años, desde el empobrecido sur.
“Hay apodos que ilustran no solamente una manera de vivir, sino también la naturaleza social del mundo en que uno vive”. Así empieza la novela que más fama le ha dado a Marsé y que mereció el prestigioso Premio Biblioteca Breva de Seix Barral el año 1966. En Últimas tardes con Teresa, Manolo, con su apodo “Pijoaparte”, representa al paseante que escribe la ciudad a través de sus pisadas, que a su vez representan sus experiencias. Marsé lo sabía bien, ya que en funciones de aprendiz y de chico de los recados de una joyería, se había pateado literalmente la ciudad, arriba y abajo, con solo catorce años. Manolo vivía en las barracas de “Francisco Alegre”, pero con sus apaños con las motocicletas, lograba traspasar fronteras, saltarse espacios, llegar a territorios ajenos a su condición. En aquelle verbena de Sant Joan del 56, con su traje color canela, va a la busca de lo que la vida le ofrezca. Del Carmel obrero al Sant Gervasi burgués y después al Blanes veraniego que es como una continuidad costera de la desigualdad espacial.
Manolo, el Pijoaparte, es un pícaro que busca descubrir nuevos mundos, traspasar marcos mentales y espacios urbanos separados, engañando si conviene a quién, como Teresa, busca también nuevos ideales e imaginarios de progreso en aquella Barcelona aún estática. La modernidad de Marsé y su novela es haber sabido conectar lenguajes y realidades que en 1966 empezaban a entender que tenían que salir de su letargo segregado. El mismo Marsé explicó, en el 2005 a raíz de la última revisión de su novela, que empezó a escribirla en París, aprovechando el contraste de lo que desde el exilio se imaginaba de lo que sucedía en España y la realidad de los barrios y calles de una ciudad como Barcelona. Esa ha sido la grandeza de Marsé, no plegarse a lo esperable, no responder a un estereotipo determinado, saber discutir y al mismo tiempo conectar imaginarios y sensibilidades.
A mi aún me enternece ver el bar “Delicias” o el restaurante “Tibet” y rememorar las imágenes que proyectó Marsé en sus novelas de esa ciudad “confortable” (como la definía últimamente) que es Barcelona, y que siempre ha querido ser otra cosa, mientras se ha mostrado siempre orgullosa de los que era. En una entrevista de hace unos años Marsé decía: “Siempre me han gustado los personajes con cierta capacidad imaginativa y que puedan reinventarse un poco la realidad para descubrir finalmente que es muy difícil”. Barcelona busca reiventarse permanentemente, y siempre descubre que no es fácil. Una ciudad moderna, crítica con su modernidad, pero aspirando a seguir siéndolo. Mestiza y al mismo tiempo deseosa de identidad propia. Mi más sentido homenaje a Juan Marsé.
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