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Europa, entre el miedo al declive y la obligación de la esperanza

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen.
29 de diciembre de 2025 21:50 h

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Hay una clara sensación de agotamiento del modelo de Europa que ha ido funcionando mal que bien desde sus primeros balbuceos con la Comunidad del Carbón y del Acero apenas terminada la segunda gran guerra que asoló el continente. Un declive que se recrudece en un escenario geopolítico cada vez más hostil. Pero, ¿es ese agotamiento síntoma del miedo a dar un paso adelante o una simple expresión de unas debilidades reales e insuperables?. El proyecto nacido en Ventotene, con Spinelli imaginando una unión política para superar la guerra y el nacionalismo, se ha ido traduciendo en un híbrido peculiar: más mercado que federación, más reglas que voluntad de poder, más contención que ambición. Y, sin embargo, en el momento en que la historia vuelve a acelerarse (Trump en la Casa Blanca, Putin a las puertas, China consolidando su peso), Europa descubre que no puede permitirse el lujo de la nostalgia o de los reproches cruzados. O se rearma política, económica y (por fuerza) militarmente, o verá cómo su modelo de democracia social que la ha caracterizado va a acabar siendo irreconocible.

El relato del declive se refleja con crudeza en el Informe Draghi sobre competitividad, que demuestra cómo el crecimiento europeo ha sido persistentemente más lento que el de Estados Unidos en las dos últimas décadas, mientras China recorta distancias. Más preocupante aún: la inversión europea en capital físico y, sobre todo, en actividades innovadoras, como las vinculadas capital riesgo o empresas tecnológicas, ha quedado claramente por detrás de la estadounidense. Si nada cambia, advierte ese diagnóstico, el riesgo no es solo quedar por detrás, sino consolidar una trayectoria de irrelevancia económica relativa.  

Otros análisis, como el de Adam Tooze, matizan este dramatismo, aludiendo a que la brecha en la generación del PIB no se debe tanto a una posible esclerosis económica, como a optar por distintas prioridades. No estaríamos asistiendo al derrumbe del Imperio romano, sino al hecho que Europa se siente más cómoda en un escalón inferior del capitalismo avanzado, aceptando un rol más igualitario y menos exuberante. En ese sentido el problema no sería tanto el descenso como la resignación.  

Pero la política y la geopolítica no pueden quedar al margen del análisis. La guerra de Ucrania ha obligado a Europa a actuar asumiendo que uno de sus principios es asumir de manera compartida los riesgos que afectan al conjunto de la comunidad. Así se hizo con el NextGeneration para hacer frente a la pandemia y, ahora, con los nuevos eurobonos para financiar hasta 90.000 millones de ayuda a Kiev. Todo ello muestra que, cuando la emergencia aprieta, la Unión parece estar dispuesta a cruzar líneas rojas como la mutualización de deuda y el abandono de facto de la unanimidad en decisiones de alto calado. Estamos en un momento en el que debería demostrarse la capacidad de reconducir la construcción europea en momentos de riesgo existencial hacían una verdadera refundación. Pero la dificultad con que se ha llegado a ese punto y las tensiones generadas para lograrlo ponen de relieve la fragilidad del equilibrio institucional y el peligro de que las coaliciones de bloqueo se vayan ampliando. 

Cabría imaginar que algunos países, aquellos que puedan sentirse más frágiles o, al revés, los más convencidos de su modelo de convivencia, puedan preferir blindar lo que puedan a escala nacional y dejar definitivamente a Bruselas y sus instituciones como garantes de un mercado único y poco más. Los que queremos preservar la promesa europea de equidad y dignidad para todos, ¿podemos confiar en una UE que habla de productividad, de seguridad y de rearme, pero vacila constantemente ante la necesidad de federalización fiscal, la reforma de su sistema de gobernanza y la defensa del Estado de derecho? Para ello tendríamos que ir más allá del modelo de capitalismo que ponen el acento en la productividad y en la competitividad, pero que no logran avanzar en la federalización fiscal, la reforma de la gobernanza y el reforzamiento del mandato democrático de todo ello. 

De lo que no hay duda es el nuevo escenario geopolítico exige más refuerzo europeo que repliegue. Ningún Estado europeo, ni siquiera Alemania o Francia, está en condiciones de negociar de tú a tú con los Estados Unidos de Trump, con China o con el conglomerado GAFAM que consideran el Estado del bienestar como algo “obsoleto” en el nuevo escenario digital. Por otro lado, lo que queda del modelo social europeo (sanidad, educación, cohesión territorial) se ha construido y defendido también gracias a marcos comunes, estándares y financiación europea, y porque cuando se pregunta a la ciudadanía, las prioridades que emergen son precisamente equidad, inclusión, movilidad juvenil, cultura, clima, salud y resiliencia democrática. La línea divisoria no es Europa versus la “buena” democracia social nacional, sino democracia social con más Europa o erosión democrática sin ella.  

Convendría recordar el potencial simbólico que ha tenido y sigue teniendo el programa Erasmus. Con recursos muy limitados, más de quince millones de estudiantes han vivido ya la experiencia de estudiar, trabajar o hacer prácticas en otro país de la UE, construyendo redes afectivas y profesionales que ningún Estado podría haber desplegado en solitario. Es verdad que no han cristalizado en un demos europeo robusto y que esa “no identidad” a menudo se queda en nostalgia biográfica y capital cultural, no en poder constituyente de un “nosotros” efectivo. Pero si hay algún terreno fértil para una ciudadanía postnacional no es el repliegue de fronteras, sino la extensión de esa lógica Erasmus a otras esferas: derechos sociales portables, participación directa en decisiones presupuestarias, protección del Estado de derecho vinculada a la financiación, capacidad fiscal común para sostener un nuevo pacto verde–social.

En un mundo más duro, más áspero, la única manera de preservar las promesas de equidad y dignidad que lleva inscritas la historia europea desde 1945 pasa por asumir una contradicción incómoda: hay que hacer más política y más políticas (más inversión, más defensa, pero también más capacidad de decisión colectiva) precisamente para seguir siendo el espacio del mundo donde la combinación de democracia, derechos y bienestar funciona y avanza. La pregunta ya no es si “sigue valiendo la pena” la esperanza que proyecta Europa, sino si quienes creen en ella están dispuestos a convertirla en programa: más presupuesto común, más riesgo compartido, más democracia transnacional. Si esa apuesta falla, ningún Estado podrá salvar en solitario lo que Europa, con todas sus carencias, ha hecho posible hasta ahora. Si funciona, el declive dejará de ser un destino para convertirse solo en el argumento de algunos.

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