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Plurinacionalidad: España frente al espejo sociológico

Varias personas sostienen una bandera "estelada" durante una manifestación de la Diada Nacional de Catalunya.

Meri Pita

Secretaria de Plurinacionalidad y Diversidad Territorial de Podemos —

Pertenezco a esa generación que, mientras estudiaba, tuvo que leer la España invertebrada. Durante aquellos años agonizaba la dictadura y los barrios populares de Las Palmas de Gran Canaria se habían convertido en un hervidero. No obstante, se podría decir que había un abismo entre lo que decía el libro y lo que se vivía en la calle. Sucedía, si me permiten la comparación, algo parecido a lo que sucede ahora.

Ortega y Gasset intentaba demostrar en este libro la existencia de una fuerza centrífuga de carácter histórico que irremediablemente iba a condenar al país al desastre: los “nacionalismos particularistas”. Una categoría que trataba de forma patológica a todas aquellas sensibilidades políticas que no se identificaban nítidamente con la imagen unitaria de España. Se refería, principalmente, a Euskadi y Catalunya.

Los años han pasado y, afortunadamente, ha cambiado bastante nuestra realidad social. Lo que hace todavía más sorprendente la manera en que, en cierto modo, aún pervive ese relato, convertido hoy en un auténtico mantra. Quizás por eso, ahora que hemos llegado a un momento en el que no se debería evitar el debate acerca de nuestro modelo de Estado, Mariano Rajoy y, en general, todos los partidos que de manera directa o indirecta han hecho posible que este continúe como presidente del Gobierno coinciden en retratar a quien se atreve a plantear esta cuestión como a “malhechores”. ¿Su crimen? No participar de su absolutista visión de lo que constituye lo nacional.

Esto ha provocado que nuestra necesidad de reflexionar sobre lo que somos y sobre lo que queremos ser se haya visto truncada. Sin ningún tipo de miramientos, el bipartidismo y sus aliados han despojado de toda legitimidad a una parte de los interlocutores llamados a tomar partido en este diálogo. Y lo ha hecho estigmatizándolos, acusándolos insistentemente de vulnerar las normas, de quebrantar las leyes. Es más, sólo han admitido dos posicionamientos con respecto a esta cuestión: o se está con “su España” o se está contra ella.

A decir verdad, la estrategia del antagonismo les ha resultado útil hasta ahora. Desde la Transición han sido muchas las lealtades que ha despertado en determinados sectores la negación del carácter plurinacional de España. Pero esa propensión al inmovilismo también nos ha ocasionado importantes pérdidas a todas.

Existe una amplia porción de la ciudadanía que por causa de esta manera de obrar hace tiempo que se siente excluida, cada vez más al margen del Estado. Les hablo de una sensación de agravio que no tiene que ver explícitamente con lo canario o lo gallego que alguien se pueda llegar a sentir. La población de Extremadura, por ejemplo, se reconoce a sí misma como una comunidad privada de derechos, sobre todo en materia de inversión en transportes. Algo parecido a lo que le sucede a buena parte de la ciudadanía cántabra desde que comenzó su dramático proceso de desindustrialización. Y, al mismo tiempo, son cada día más las personas extranjeras con residencia permanente en España, en su mayoría procedentes de América Latina, que reclaman su inclusión en los programas públicos. Su inclusión y la de sus descendientes, convertidos ya en ciudadanos de pleno derecho, aunque todavía haya alguien por ahí que así no lo entienda.

La cultura del consenso en España ha sido concebida, durante demasiado tiempo, como un límite a nuestra democracia. Durante décadas, los acuerdos a los que han llegado los viejos partidos, incluyendo entre ellos a algunas formaciones nacionalistas, han propiciado que exista una sola manera de entender lo común, reproduciendo el discurso centralista legado por el franquismo como una clara manifestación de su voluntad hegemónica, cuya mayor fortaleza ha residido en su capacidad para enviar a los márgenes del sistema a quienes han cuestionado su principal fundamento: la desigualdad social. Afortunadamente, parece que eso por fin está cambiando.  

Nuestra sociedad no tiene más enemigos que aquellos que se han empeñado en describirla como una “foto fija”, como si no hubiera pasado casi un siglo desde que Ortega y Gasset emitiera su juicio invertebrado. Los distintos países y regiones que dan forma a España, y también las personas que los habitan, han contribuido a enriquecer nuestro carácter diverso, nuestra mixtura, nuestro rostro plurinacional. Solo nos falta trasladar ese paisaje a las instituciones públicas como parte de un ejercicio constituyente.

Cuanto antes nos reconozcamos frente a ese espejo sociológico, antes podremos dar soluciones a nuestra realidad desigual. Se trata de ejercer la democracia, acordar lo común integrando a las partes, a todas las partes. Nos toca poner la patria al servicio de la gente, porque sin gente no hay patria que valga.

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Meri Pita es diputada de Podemos por Las Palmas y secretaria de Plurinacionalidad y Diversidad Territorial.

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