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La ancianidad

Sillas de ruedas y andadores apilados en una residencia de ancianos. EFE/ Juanjo Martín
17 de abril de 2023 22:33 h

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Por circunstancias que no vienen al caso, he tenido en poco tiempo varias conversaciones con personas que tienen ancianos a su cargo y también he tenido relación con cuestiones ortopédicas y hospitalarias, lo que me ha llevado a darle vueltas a muchas cosas.

Siempre he sabido que estamos gestionando realmente mal la última etapa de nuestra vida, pero tengo la sensación de que la cosa se está poniendo peor. En generaciones anteriores, la vejez y la decadencia eran igual de desagradables que ahora, tanto para la persona afectada como para sus allegados, pero todo se trataba con naturalidad y, mucho más importante, todo el mundo sabía que a uno le llegaría también el momento de estar enfermo, sentirse mal, perder las fuerzas y, muchas veces, también la cabeza. Los más jóvenes ayudaban a los más ancianos una generación tras otra y existía esa ley no escrita de que como tú trates a tus abuelos y a tus padres, así te tratarán tus hijos a ti cuando resulte necesario.

Ahora, desde hace ya bastante tiempo, hemos entrado en una espiral de egocentrismo (y de estupidez), además de falta de empatía, que nos hace pensar -erróneamente, claro- que a nosotros no nos va a suceder, que cuando nos llegue la muerte, será de golpe, aún en pleno uso de todas nuestras facultades, con lo que podremos ahorrarnos la humillación de estar en un asilo o residencia o como se quiera llamar a esas instituciones donde uno abdica de su libertad y su capacidad de decisión. No me parece mal ser optimista y creer que va a ser así; me parece poco realista, pero ese no es un problema que me preocupe mucho. Ya se dará cada uno de bruces con sus propias esperanzas incumplidas. Hay otras cosas más problemáticas.

Me llama mucho la atención que, a pesar de que estadísticamente el país ha ido perdiendo natalidad a lo largo de las últimas décadas, y del cambio de mentalidad que se ha producido desde la solidaridad familiar al egoísmo individual, se sigue suponiendo que toda persona anciana tiene hijos, hijas, nietos, sobrinos... que se encargarán de facilitarle la existencia cuando ya no pueda hacer las cosas por sí misma; se supone que cuando alguien tiene que quedarse ingresado en un hospital, hay una familia que se preocupará de sus necesidades cotidianas y pasará las noches a su lado en un sillón. Cuando en alguna circunstancia lo he comentado en un hospital o en una farmacia, la respuesta suele ser “pero, a alguien tendrá, ¿no?”, como si lo de tener familia fuera inescapable. Sin embargo, mientras tanto, conozco a muchas personas de más de 50 años que no han tenido hijos, a muchas que sí los han tenido pero que viven su vida muy lejos de sus padres, a otras, entre 30 y 40, que no piensan tener descendencia porque no quieren o porque no se lo pueden permitir. ¿Qué vamos a hacer en el futuro próximo, qué vamos a hacer ya mismo con todas esas personas que, cuando les llegue el momento, no tienen a nadie cercano que pueda resolverles las necesidades más perentorias?

Y en el pasado las necesidades se limitaban a comida, cariño y ayuda para las cosas básicas: comer, vestirse, ir al baño..., mientras que ahora, con la rapidez de nuestro mundo actual, nos descolgamos muy pronto de lo que se considera necesario en nuestro funcionamiento social. Hay formularios donde uno tiene que poner una dirección de email para que el sistema lo acepte y lo tramite, pero hay muchísimas personas ancianas que ni tienen dirección de email ni la quieren tener, ni saben cómo crearse una cuenta. Ahí es donde entran los famosos nietos, que se supone que todo el mundo tiene que tener y que también se supone que están versadísimos en cuestiones informáticas, lo que no es necesariamente cierto. También está el problema de que antes las personas ancianas podían coger el teléfono (fijo, se entiende), marcar un número que tenían apuntado en una libretita, llamar a donde fuera y explicar su problema o pedir que les explicaran algo. Ahora, incluso si consiguen llamar, lo primero que salta es una voz desencarnada que habla a toda velocidad y pide que marques el 1 o el 2 o lo que sea, según el problema general que te ocupa. No se tiene en cuenta que muchas personas de cierta edad ya no oyen bien y muchas tampoco entienden conceptos complejos, formulados, además, con unas palabras que no son cotidianas y que no consiguen entender. Para eso están los hijos, o las cuidadoras, o una vecina más joven... eso es lo que se piensa. “Siempre hay alguien”. Ya. ¿Y si no?

Soy consciente de que hay servicios sociales, municipales, provinciales, de organizaciones caritativas... pero, ¿cómo va a llegar a ellos una persona anciana, con movilidad reducida, con problemas de oído, de vista, de comprensión, si no tiene a nadie que se entere de las posibilidades, rellene formularios, haga llamadas de teléfono y se lo explique a quien lo necesita?

Nos estamos olvidando de que todos esos “viejos” fueron quienes nos explicaron el mundo y nos enseñaron lo que sabían para que nosotros pudiéramos desenvolvernos en él. Ahora que el mundo ha cambiado y son ellos los que ya no lo entienden, los miramos por encima del hombro cuando no saben hacer cosas que para nosotros son evidentes.

Hace muy poco, he oído a un hombre de treinta y pico hablando con evidente condescendencia de los “boomers” que ya no saben arreglarse con las cosas más básicas que la técnica pone a nuestra disposición. Estamos hablando de gente que está entre los 60 y 70 años y constituye el 15% de la población. Él pertenece al 23,7% de la población mundial, a la generación a la que han convencido de que está en la cúspide de la evolución humana (aunque muchos no hayan podido lograr todavía tener una vivienda independiente, permitirse tener hijos por puras cuestiones económicas o tener un trabajo estable). Lo primero que me vino a la cabeza fue que me encantaría verlo a él dentro de cincuenta años cuando se haya quedado atrás en la carrera de seguir el progreso del mundo. Supongo que entonces querrá que lo traten con simpatía y respeto, y aprecien sus logros y sus puntos de vista, por anticuados que hayan quedado para entonces, sobre 2073. Tradicionalmente, la vejez tenía el valor de la sabiduría acumulada a lo largo de muchos años y de la experiencia de vida que podía entregarse a las generaciones jóvenes. Ahora el mundo ha cambiado tanto que parece que esa sabiduría ya no le interesa a nadie -salvo quizá a los historiadores especializados en oral history- y que la experiencia no sirve porque “¿qué sabrá él (o ella)? Ahora las cosas ya no son como antes.”

Hay cosas que podemos hacer para mejorar la situación: primero querer mejorarla, darnos cuenta de que ahora tenemos que ayudar a los ancianos del presente y que, una vez establecidas las leyes y normas, redundarán también en nuestro beneficio cuando nos llegue la ancianidad, que llegará con toda seguridad, a menos que la muerte se le adelante; y eso es cada vez menos probable porque el desarrollo de la medicina nos está llevando a vivir cada vez más tiempo, mucho más tiempo, aunque ya no nos guste estar aquí con todas nuestras enfermedades, dolores y sufrimientos. Podemos aumentar nuestra empatía, nuestro respeto, nuestra paciencia -y no me refiero a hacerlo solo con nuestros seres queridos, sino con todo el mundo-; podemos intentar hacerle la vida más fácil a quienes lo necesitan, aunque no seamos sus hijos ni sus nietos; podemos ayudarlos a resolver problemas que a los veinte años, o cuarenta o sesenta,  nos parecen muy fáciles y a ellos ya no; escuchar lo que quieren contarnos, reírnos con ellos, no de ellos.

De momento, lo único que hemos sabido hacer es buscar eufemismos para referirnos a los ancianos: hablar de “la tercera edad”, de “los mayores”, llamar “abuelo” o “abuelito” a una persona anciana a la que atendemos profesionalmente, cosa que a mí me fastidia bastante cuando me imagino que un desconocido me llame así sin ser nieto mío. Los eufemismos pueden ser un progreso, pero no ayudan en las cuestiones de necesidades básicas.

Me llama la atención que nos empeñamos en vivir cada vez más tiempo, sabiendo que, una vez llegados a la vejez, le estorbaremos a todo el mundo y no tendremos quien nos aprecie y nos ayude.

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