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'Aprovechategui' y el arte del insulto

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Elena Álvarez Mellado

La semana pasada, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy llamaba ‘aprovechategui’ a Albert Rivera en sede parlamentaria. En apenas unas horas, la palabra se hacía hueco en titulares, recomendaciones, tuits y hasta en la crónica que publicó el New York Times sobre el asunto.

El término ‘aprovechategui’ es la adaptación al castellano de la palabra vasca ‘aprobetxategi’, que a su vez se creó sobre la forma en castellano ‘aprovechado’, y que significa, precisamente, ‘aprovechado’ u ‘oportunista’. ‘Aprovechategui’ es en definitiva un ejemplo de esas palabras de ida y vuelta que circulan entre lenguas en contacto. Pero, ¿qué necesidad de decir ‘aprovechategui’ si en castellano existe ya la forma ‘aprovechado’, de idéntico significado? ¿Qué aporta usar una frente a la otra?

Las palabras viven sometidas a una ley no escrita que dicta que cuanto más se usa una palabra, menor es su fuerza expresiva y su capacidad para impresionar a nuestro interlocutor. Todos tenemos experiencia cotidiana con este fenómeno de insensibilización semántica: cuando nuestro amigo el enamoradizo nos cuenta que ha encontrado al amor de su vida por decimocuarta vez este mes nos causa mucha menor conmoción que si quien lo anuncia es nuestro colega el solitario. Esta verdad tácita es bien conocida en el mundo de la publicidad y de la comunicación política y explica algunos de los cambios léxicos que se producen bajo nuestras propias narices: lo que antes era salir a correr se convirtió en hacer ‘footing’ en los noventa y hoy le dicen hacer ‘running’. La misma cosa denominada con distintos nombres para evitar el desgaste del significado y que se pierda la magia (comercial, en este caso).

Lo que subyace bajo este ‘se nos gastó el significado de tanto usarlo’ es en realidad una pugna entre dos titanes de la lengua. De un lado, la necesidad de los hablantes de garantizar que sus enunciados resulten expresivos y novedosos (sobre todo en determinadas situaciones comunicativas, como la publicitaria). Del otro, las implacables fuerzas de la erosión lingüística, que tienden a desgastar sin miramientos todo uso que se vuelve frecuente. Este choque entre expresividad y desgaste genera una inflación lingüística que lleva a que los hablantes acuñen constantemente nuevas maneras de expresarse para intentar reemplazar lo que el uso desgastó. Sin embargo, los efectos de la erosión son implacables y, antes o después, también los flamantes nuevos términos se devaluarán hasta acabar convirtiéndose en palabras tan descafeinadas como sus predecesoras. Lejos de ser motivo de preocupación, este perpetuo proceso inflacionario en el que vive inmersa la lengua es en realidad uno de los mecanismos fundamentales de cambio lingüístico.

Este círculo vicioso de generación-desgaste-renovación resulta particularmente transparente en el caso de los insultos. Y es que cuando lo que buscamos es apelar a las emociones de nuestro interlocutor (para ofenderle, para persuadirle, para halagarle), es cuando necesitamos que nuestro mensaje resulte lo más expresivo y contundente posible. Al fin y al cabo, buena parte de la eficacia de un insulto reposa en el efecto sorpresa que genera en nuestro interlocutor y las palabras que ayer causaban escándalo o asombro son hoy modélicas ciudadanas de bien que ya no generan el estupor de antaño. Cuanto menos habitual es un insulto mayor es su eficacia comunicativa, así que en ese caso optar por la solución menos evidente o más extravagante es apostar a caballo ganador. La atención mediática que han recibido los infrecuentes calificativos rajoyescos como ‘chisgarabís’, ‘veleidoso’ y el reciente ‘aprovechategui’ o la sensación que causaron en su momento los ‘hijueputa’, ‘malparido’ y demás exóticos insultos de la serie “Narcos” son buena muestra de ello. Donde esté un buen ‘gonorrea’ que se quite el tradicional ‘asqueroso’.

Hace apenas unas semanas, durante el partido amistoso España-Argentina los hinchas desencantados por la derrota de Argentina hacían gala de un derroche de ingenio insultando a los jugadores de su selección de las maneras más inimaginables, para regocijo de los tuiteros españoles. Expresiones como ‘arruinador de alegrías’, ‘hijo de una camionada de porongas infinitas’ o el ya antológico ‘cementerio de canelones’ elevan el nivel de creatividad en el insulto a cotas nunca vistas y son buena muestra de el mejor insulto posible es el que está por acuñar. Resulta infinitamente más expresivo llamar a alguien 'terrorista de choripanes' que conformarse con el simple y anodino 'gordo'.

Lo que el caso de ‘aprovechategui’ o el despliegue de ingenio de la hinchada argentina enfurecida nos demuestra es que, en lengua (como en tantas otras cosas), el camino más eficaz entre dos puntos no es siempre necesariamente el más corto y que la creatividad lingüística se abre paso por los lugares más insospechados.

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