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Ayuso y el iliberalismo

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso

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Lo más insólito del discurso con el que Ayuso inauguró la navidad de este malhadado 2020 fue que usara la primera persona del plural: “desde el cristianismo, nuestra cultura, celebramos el hecho mismo de ser humanos”. Lo de menos es que, dado que ella misma declaró haber perdido la fe a los nueve años, sepamos que no es cristiana. Lo sorprendente es que se permita hablar así como Presidenta de la Comunidad de Madrid. Ese plural que ella utiliza cuando dice “nosotros” engloba a toda la ciudadanía. Pero no toda la ciudadanía es cristiana, y que un cargo político asuma tal cosa sitúa su discurso en los márgenes exteriores de la modernidad. 

Soy consciente de que Ayuso y sus ideólogos responderían que en ningún momento dice que ella o los madrileños sean cristianos, sino que lo es “nuestra cultura”. Pero se trata de una respuesta o bien tramposa o bien poco documentada, y bajo una u otra de ambas posibilidades se abre la puerta a la exclusión del diferente y a la xenofobia. Una cosa es la cultura, entendida como peculiar manifestación de un modo de vida: gastronomía, religión, costumbres, vestimenta, gustos, etc. Y otra cosa muy diferente es la “cultura política”, entendida como conjunto de reglas para organizar la vida en común. España tiene una cultura cristiana en el primer sentido, pero no en el segundo. Ayuso - y la extrema derecha - se dedican, no sé si conscientemente o no, a confundir ambas cosas. Es un juego peligroso y desde luego iliberal.

Que la cultura española es en buena medida cristiana –y no, pongamos, budista– es evidente. Se puede decir que lo es de modo casi einsteniano, ya que el propio espacio-tiempo español (y europeo) está teñido de cristianismo. El espacio –las calles, los montes, los barrios, las ciudades– y el tiempo –las fechas, las festividades, el calendario– han sido marcados por siglos de historia cristiana, como, de hecho, lo hemos sido la mayoría de los ciudadanos españoles. Que España y Europa tienen una cultura mayoritariamente cristiana o que están habitadas mayoritariamente por personas blancas son datos, hechos puramente empíricos que nadie en su sano juicio puede negar.

Pero otra cosa muy diferente es afirmar, a partir de ahí, que nuestra cultura política es cristiana (o, en los extremos más delirantes, “blanca”). Es radicalmente falso. En sentido político, ni España, ni Europa ni Occidente son cristianos o blancos. Son, de hecho, la superación de esa manera de concebir las cosas: la Modernidad es el conjunto de valores que hacen abstracción de ciertas cosas –la religión, el color de la piel, el sexo, etc.– y atribuyen un valor igual a todo ser humano por el mero hecho de ser humano. Ese valor es la dignidad, que se presupone idéntica a todos, blancos o negros, musulmanes o judíos, mujeres u hombres. La cultura política de Occidente no es cristiana, es liberal. No se basa en el cristianismo, sino en la libertad religiosa. No tiene una única confesión, sino un espacio público neutro en el que caben todas las creencias siempre que respeten ciertos mínimos elementales de convivencia. Lo occidental no es el cristianismo, sino el aconfesionalismo. 

Occidente o Europa no son, o no son solo, lugares geográficos. Son sobre todo ideales, promesas, valores. Europa no puede ser blanca o cristiana, es todo lo contrario, es el espacio en el que no hay un único color de piel o una única religión, sino una atmósfera de libertad en la que cada cual, sea del color o del credo que sea, pueda abrazar sus particulares creencias con absoluta libertad. “Nuestra cultura”, la cultura de Occidente, es la libertad, no el cristianismo. Por eso Occidente no es un lugar en el mapa, sino una atmósfera moral. Por eso son occidentales Japón, Corea del sur o Australia, y por eso a ningún liberal del mundo –a ninguno de verdad, quiero decir– se le ocurre identificar una teoría y práctica políticas pensadas para acoger a todos con la concreta religión de algunos. 

Una concreta religión en cuyo interior son posibles, por lo demás, prácticas políticas muy diferentes. En el cristianismo caben desde el marxismo de la Teología de la Liberación hasta el tradicionalismo social del Opus Dei. Solo hay que comparar a Merkel –que en lo personal es una cristiana convencida que afirma que la fe es fundamental en su vida, y que en lo político se ha destacado por intentar abrir las puertas a los refugiados que huían de la guerra siria y por hacer compatibles las ideas de Alemania y las de inmigración– con la propia Ayuso, que carece de fe religiosa pero utiliza la inauguración de un Belén navideño para infiltrar sibilinamente la peor política identitaria y dibujar una línea en la arena que deja muy claro quién no cabe en su idea de España. 

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